“EVERY DOG, BABY, GOT A DAY /THE DOCTOR CAME, LOOKIN’ VERY SAD/HE DIAGNOSED MY CASE AND SAID IT WAS AWFUL BAD/HE WALKED AWAY, MUMBLIN’ VERY LOW/HE SAID “HE MAY GET BETTER BUT HE’LL NEVER GET WELL NO MORE”/I HOLLERED, “LORD, OH LORD, LORD, LORDY, LORD/OH LORDY, LORD, LORD, LORD” (“Incluso a un perro, cariño, le llega su gran día / El doctor vino, con semblante triste / Me echó un vistazo y dijo que no había nada que hacer / Se fue mascullando / “Podría ponerse mejor, pero nunca lo hará” / Yo aullaba / “¡Oh Señor, Señor, Señor mío, por favor, por favor, Señor!”). “Sickbed blues”
Lo escuché por primera vez a mediados de los 90. Brillaba con endemoniada luz propia en un viejo vinilo, “The Roots of Robert Johnson”, entre una docena de clásicos que pretendían a la vez rendir homenaje y mostrar las “raíces” de la estrella máxima del Delta Blues, el autor de “Hell hound on my trail”. Por entonces y un tanto incomprensiblemente el box-set dedicado a Robert Johnson había despachado medio millón de copias en Estados Unidos, otra prueba más, si es que necesitábamos alguna, de que los ejecutivos de las discográficas desenterrarían cadáveres con sus propias manos si eso les asegurara unas buenas ventas. Y también de que en este negocio, si algo puede suceder virtualmente, acaba sucediendo de hecho tarde o temprano.
Desde luego ha sido así con el blues: reavivados sus rescoldos en los años 60 con la explosión del British Blues y el revival folk, el género ha sufrido caprichosos períodos de popularidad y ensimismamiento, incluso cuando en Europa se consolidó un circuito de clubs y aficionados fieles que perdura hasta nuestros días. Ya sea en América o aquí, el blues es hoy, está claro, cosa de blancos: arqueología musical, mitomanía, curiosidad o simple buen gusto. ¿Qué otras razones pueden existir, en la era de las sobreproducciones, los cool-hunters y los grandes festivales pop, para que alguien se apasione por un puñado de viejos huesos? En mi caso recuerdo que salía de una larga obsesión con los discos de 13th Floor Elevators, que ya me sonaban en cierto modo ancestrales y a la vez originales, y realmente no sentí que pasase a un lugar demasiado diferente al escuchar el álbum y a los artistas que contenía. Fue como cambiar el peyote y el abrasador sol de Texas por otro caldo, un brebaje igualmente espirituoso preparado con raíz de Juan el Conquistador y otras malas hierbas, musicalmente hipnótico a medida que lo dejabas trabajar sobre tu organismo. Ninguno de esos músicos era tan popular como Johnson, aunque desde luego sí resultaban familiares para el aficionado al sonido rural previo a Chicago y a la electrificación del blues iniciada por T-Bone Walker a finales de los años 30; en conjunto, los cortes de “The Roots of Robert Johnson” descubrían al oyente estampas de un mundo mítico perdido en el tiempo, y sin embargo en esencia no demasiado diferente al nuestro: Charley Patton, Son House, Kokomo Arnold, Hambone Willie Newbern, el dúo Scrapper Blackwell/Leroy Carr, los Mississippi Sheiks y, entre ellos, Skip James con “Devil got my woman”.
Rara vez un músico de blues debutó con algo semejante. Nehemiah James, nacido en una plantación cercana a Bentonia, Mississippi, en 1902, apodado Skip por su nerviosa habilidad para el baile (según unas fuentes) y por su incapacidad para permanecer demasiado tiempo en un mismo sitio (según otras) respondía al perfil clásico de bluesman y su biografía, hasta esa fecha y a grandes rasgos, resulta tan singular y violentamente contradictoria como pueda serlo la de cualquiera de los miles de músicos negros que se dedicaban a vagar por el Delta en aquella época de depresión. Su padre, predicador baptista y fabricante ilegal de alcohol, abandonó a la familia para seguir en exclusiva al Señor cuando Skip contaba cinco años; aunque nunca dejó de verlo completamente tuvo que acostumbrarse a su ausencia, y en su madurez no dudaría en ir tras él y seguir sus pasos. Pero eso sería mucho más tarde, cuando su música ya había dejado una profunda huella en la historia del blues. Según él mismo contó alguna vez fue el escuchar a Green McCloud tocar “Drunken Spree” lo que lo motivó a ser músico. Con una guitarra de dos dólares y cincuenta centavos que le compró su madre se dedicó a seguirlo por las calles de Bentonia, “como un perro faldero”, a la vez que recibía lecciones de piano de su prima Alma Williams, profesora en una escuela local. Tras el fracasado intento de su madre por reconciliarse con su padre Skip se fue de casa durante un año, para regresar, incorporarse de nuevo a la escuela y marcharse otra vez en 1919. En los años siguientes alternaría peregrinos trabajos en el ferrocarril y en la construcción de carreteras, en serrerías, granjas y plantaciones de la zona con una vida concentrada en el blues, entre Bentonia y las ciudades y pueblos de los alrededores, “huyendo de las mujeres y persiguiéndolas”.
Es en este periplo errático donde más tarde se situarán algunas de las historias más oscuras de su biografía, las que lo dibujan como pianista en burdeles, contrabandista de alcohol durante la Prohibición y proxeneta, un tipo taciturno y ostentoso que siempre escondía una pistola y que no dudó en utilizarla en más de un caso. Su encuentro en Arkansas con el pianista Will Crabtree, una versión más experimentada de sí mismo, sería en cualquier caso decisivo para su formación como músico. En algún momento hacia finales de los años 20 se casó con la hija de dieciseis años de un predicador local y puso en marcha un pequeño club donde pensó organizar actuaciones y tocar él mismo; tras una pelea con varios clientes en la que terminó vaciando el cargador de su pistola en el techo, cerró el negocio y se marchó a otro lugar, para descubrir al cabo que su joven esposa se entendía con uno de sus amigos músicos.
Contradiciendo su fama de personaje violento, Skip prefirió desaparecer del cuadro (más tarde confirmaría esta historia, añadiendo que “me destrozaron, pero yo no tenía nada que hacer allí, me fui”). Es, por supuesto, la anécdota de “Devil got my woman”, «el más doliente blues jamás compuesto sobre una relación rota», como fue descrito alguna vez (irónicamente su autor lo escribió antes de que esto sucediese, lo cual podría darnos verdaderas pistas sobre su carácter y sobre su destino), y la de muchos de sus blues, por entonces cada vez más conocidos en la zona del Delta.Es en este periplo errático donde más tarde se situarán algunas de las historias más oscuras de su biografía, las que lo dibujan como pianista en burdeles, contrabandista de alcohol durante la Prohibición y proxeneta, un tipo taciturno y ostentoso que siempre escondía una pistola y que no dudó en utilizarla en más de un caso. Su encuentro en Arkansas con el pianista Will Crabtree, una versión más experimentada de sí mismo, sería en cualquier caso decisivo para su formación como músico. En algún momento hacia finales de los años 20 se casó con la hija de dieciseis años de un predicador local y puso en marcha un pequeño club donde pensó organizar actuaciones y tocar él mismo; tras una pelea con varios clientes en la que terminó vaciando el cargador de su pistola en el techo, cerró el negocio y se marchó a otro lugar, para descubrir al cabo que su joven esposa se entendía con uno de sus amigos músicos.
La historia de su encuentro con H.C. Speir es sobradamente conocida a estas alturas. Dueño de una tienda de discos y de un pequeño estudio de grabación en Jackson, treinta cinco millas al este de Bentonia, el papel de Speir en la historia del blues ha de considerarse tan fundamental como el de Sam Phillips respecto al rock’n’roll veinte años más tarde: exceptuando a Mississippi John Hurt no hubo prácticamente ningún bluesman local que no pasara por sus manos. Existe cierta corriente que tiende a describirlo como alguien cuyo principal interés fue siempre surtir de discos las alacenas de su pequeña tienda. Los viejos 78 rpm eran el único modo de poder escuchar música negra en otro lugar que no fueran las mismas calles, repletas por lo demás de músicos (Speir literalmente los recogía de allí); existía un público negro, casi exclusivamente femenino, compuesto por las afortunadas que trabajando en las plantaciones o sirviendo en las casas de los blancos ricos podían permitirse un gramófono, auténtico signo de distinción en una comunidad azotada por la miseria. Speir vio el negocio pero cuesta creer que su empeño en localizar músicos se fundara sólo en una cuestión económica.
Estrechamente relacionado con los ejecutivos de ARC y OKah, de quienes recibía un porcentaje fijo, su trabajo consistía en someter a los músicos a una audición y en caso de detectar cuatro o cinco temas grabables remitirlos a la gran ciudad, con un billete de tren a gastos pagados. Fue así en el caso de Charley Patton en 1929, quien llevaba ejerciendo su magisterio por los pueblos del Delta y el sur de Memphis desde 1910 (lo cual demuestra también que las grabaciones no dan una idea exacta del desarrollo y expansión del blues), y así fue también en el caso de Bo Carter, Tommy Johnson, Robert Johnson y Skip James. Speir había estado buscando a Skip durante algunas semanas para aprovechar unas audiciones organizadas por OKeh en el King Edward Hotel. Por alguna razón, su hombre permaneció desaparecido en algún lugar y fue varias semanas después, en febrero de 1931, cuando se presentó de motu propio en el 111 de la calle Farish. Allí tocó “Devil got my woman” ante un pragmático Speir, más atento por comprobar que su autor tuviera suficientes temas, y pocas semanas después se hallaba en Grafton, Wisconsin, registrando las 18 canciones que compondrían su repertorio clásico, uno de los legados seminales del blues.
En ese momento Skip James, con 29 años, era un músico consumado tanto en lo que respecta al piano como a la seis cuerdas –y no se conocen muchos que dominaran tan perfectamente ambos instrumentos-, dueño de un estilo inconfundible y característico de lo que se ha dado en llamar sonido Bentonia. Hoy se sabe que perteneció a la escuela de un guitarrista local no grabado, Henry Stuckey, tan aislado como él mismo, a su vez músico acompañante de aquel McCloud que lo deslumbró a los siete años. Stuckey le enseñó las técnicas y afinaciones que aprendió de los soldados negros, presumiblemente de las Bahamas, cuando estuvo en Francia durante la I Guerra Mundial. Skip cultivó a partir de ahí un característico sonido en tonalidad menor, diferente de lo que era habitual por entonces entre los músicos de blues. Más vibrante en sus piezas al piano (con las que anticipó a Thelonious Monk), y también más distendido, era quizá a la guitarra en donde Skip James obtenía mejores resultados y en donde se ha forjado su leyenda, mostrándose cautivador y asombrosamente versátil, haciendo uso de una técnica deslumbrantemente rápida en unas canciones (“I’m glad” suena tan feroz como cualquier cosa de Robert Johnson), retrayéndose en otras hacia su natural tono melancólico, levantando complejas estructuras o creando una ominosa atmósfera casi cinematográfica –en términos actuales- como en el caso de “Hard Time Killing Floor”, “Cypress Grove” o “Cherry Ball Blues”.
Hoscos, poderosos, conducidos por su inconfundible voz en falsetto, sus blues -indistintamente ya de que tocase la guitarra o el piano- deben ser vistos como una extensión orgánica de su indómita, elusiva naturaleza, plasmada con una técnica de la que tomarían buena nota gigantes de la talla de John Lee Hooker, Jimi Hendrix o el mismo Robert Johnson. La relación entre ambos, más allá de sus no documentados contactos personales, puede ser objeto de especulación. Sin duda Johnson conocía la obra de James –realizó una personal adaptación de “22-20 Blues”, subiendo el calibre a “32-20 Blues”- así como la labor de Speir, y se sabe que su mayor deseo como músico por esas fechas era ser grabado. Sin embargo esperó más de cinco años, hasta noviembre de 1936, para presentarse en la tienda de éste, perfeccionando mientras tanto sus blues y radicalizándolos hasta límites de introspección rayanos en lo obsesivo, desde luego deudores, en buena parte, de los suyos.
En Skip James –desde siempre un hombre profundamente religioso, con dificultad se hubiese permitido las licencias casi pornográficas de “Travelling Riverside Blues” por ejemplo- había sin embargo una extraña dulzura en el tono, irresistiblemente natural, entre raptos de melancolía y fatalismo, accesos místicos y un clima de tensión que pudo haber hecho presagiar lo que vino a continuación: tras registrar los dieciocho cortes y frustrado a medias el intento de promocionar “Hard Time Killing Floor Blues”, una de sus canciones más sombrías y auténtica banda sonora de la Depresión, las ilusiones de James se vinieron abajo cuando la Paramount detuvo su actividad debido a las secuelas de la debacle de Wall Street, y Skip James desapareció del mapa durante treinta años.
En Skip James –desde siempre un hombre profundamente religioso, con dificultad se hubiese permitido las licencias casi pornográficas de “Travelling Riverside Blues” por ejemplo- había sin embargo una extraña dulzura en el tono, irresistiblemente natural, entre raptos de melancolía y fatalismo, accesos místicos y un clima de tensión que pudo haber hecho presagiar lo que vino a continuación: tras registrar los dieciocho cortes y frustrado a medias el intento de promocionar “Hard Time Killing Floor Blues”, una de sus canciones más sombrías y auténtica banda sonora de la Depresión, las ilusiones de James se vinieron abajo cuando la Paramount detuvo su actividad debido a las secuelas de la debacle de Wall Street, y Skip James desapareció del mapa durante treinta años.
“AND THE SUN GOIN’ DOWN / AND YOU KNOW WHAT YOUR PROMISE MEANS / AND THE SUN GOIN’ DOWN / AND YOU KNOW WHAT YOUR PROMISE MEANS / AND WHAT’S THE MATTER, BABY, I CAN’T SEE / I WOULD RATHER BE DEAD AND SIX FEET IN MY GRAVE” (“Y el sol se está poniendo / y te das cuenta de lo que significan tus promesas / y el sol se está poniendo / y te das cuenta de lo que significan tus promesas / Y lo que está pasando / yo no puedo verlo / Ojalá estuviera muerto y a seis pies bajo tierra”). “Cypress Grove Blues”
Hasta finales de la II Guerra Mundial la grabación y distribución de discos de blues y jazz estuvo mayormente en manos de las grandes discográficas y no sería hasta esa fecha que comenzaron a surgir sellos minoritarios, algunos dirigidos por negros. El crack del 29 hizo gemir hasta los últimos clavos del buque, pero en cierto modo que la carrera de Skip James acusase este período de sequía hasta el punto de desaparecer de la circulación no es sólo coyuntural; podemos suponer que también responde a su naturaleza. Y si en 1932 apenas se grabaron discos, lo cierto es que tanto el Delta como Memphis o Texas bullían de músicos llamados a convertirse en legendarios, y la migración a las ciudades del Norte, río arriba, apenas acababa de comenzar. En este mismo sentido la súbita claudicación de Skip James fue sólo definitiva en lo tocante al blues. Gayle Dean Wardlow cuenta cómo algunos años después el propio Speir persuadió de nuevo a Skip para grabar en Memphis, y hasta llegó a arrastrarlo al estudio. Malhumorado y sombrío, Skip se negó a tocar otra cosa que no fueran viejos espirituales: “En aquella época o servías a Dios o servías al diablo –comenta Wardlow-, y si tú tocabas blues y llevabas el estilo de vida de un bluesman, entonces servías al diablo y tu destino obvio era quemarte en el Inferno. La gente religiosa no quería tener nada que ver con el blues. Skip dejó de tocarlo y volvió al seno de la Iglesia, eso es todo”.
Después de ese incidente viajó hasta Plano, Texas, en busca de su padre, para dedicarse a predicar y a tocar en iglesias y congregaciones religiosas a lo largo de la siguiente década (llegaría a convertirse en ministro baptista) regresando a Bentonia tras la muerte de su madre, en los años cincuenta. Sería a mediados de los sesenta, con el revival blues y folk que tuvo en el Festival de Newport uno de sus puntos culminantes, cuando a Skip James se le brindó otra vez la oportunidad de registrar nuevos temas y regrabar los clásicos, de una forma difícilmente viable treinta años atrás. Skip, que ya fue escasamente retribuido por sus sesiones en los años 30, nunca dejaría de ser pobre, y finalmente los cuatro mil dólares en royalties que le reportó la versión que hicieron Cream de su “I’m Glad” le servirían para costearse los gastos del hospital de County y de sus propios funerales, cuando el cáncer acabó con su vida en 1969. Tal vez no pueda reprochársele su natural desconfianza. Los músicos que habían crecido admirándole (por ejemplo Henry Vestine de Canned Heat y los Mothers of Invention, uno de sus descubridores, el mismo Bob Dylan) y los chicos bohemios de Greenwich Village que se deleitaban explayándose en las excelencias de Leadbelly y organizando sus conciertos, naturalmente también las discográficas, se encontraron así con un panorama difícil cuando dieron con él: un cuasi anciano de rostro apergaminado, conductor de tractores en una granja, desilusionado, pobre de solemnidad y tan elusivo como en su juventud –si no más- que declaraba no recordar mucho de aquellas míticas sesiones con Speir; aunque sí guardaba memoria, en cambio, de las ocasiones en que siendo un músico callejero la gente le pedía que por favor dejara de tocar, porque acabaría hundiéndolos más que la propia Depresión.
Por qué Skip James decidió abandonar su retiro y volver al mundo de la música (lo que él llamaba “the music racket”) puede ser un enigma o no serlo. Tal vez lo tentó la ocasión de ganar algún dinero, o simplemente el tocar de nuevo sus canciones. Quizá echó un vistazo a su alrededor y llegó a la conclusión de que, después de todo, este mundo no tenía redención posible, y poco podían añadir o quitar sus pequeños blues al asunto. Lo que está claro es que la fatalidad se precipitó de nuevo sobre él cuando aceptó recibir a sus admiradores, tocar en donde le proponían (universidades, clubs privados y festivales) y, finalmente, abrir las puertas de su casa a un improvisado biógrafo, Stephen Calt, uno de los muchos jóvenes blancos que se relacionó con él en esta época.
Fue, en cierto modo, como invitar al diablo a su propia casa. Tras cuatro años de relación epistolar y una larga serie de encuentros y entrevistas personales, Calt se descolgaría con un cruento estudio biográfico sobre Skip, el único del que tengo conocimiento (“I’d rather be the devil: Skip James and the Blues”, publicado con posterioridad a su muerte) donde arranca maldiciendo el día en que se le ocurrió presentarse ante él. A lo largo de 386 profusas páginas se encarniza con el que se supone que alguna vez fue su ídolo, sugiriendo varios asesinatos y una juventud confinada entre rejas, trazando el perfil psicológico de un perturbado y explayándose con extraño rencor en un personaje que, por utilizar sus propias palabras, “expresaba toda su inmensa y profunda rabia con voz queda”. Calt, vitriólico en todos sus comentarios, dibuja también de paso un desmitificador cuadro de esa época de revival y “justicia final”, quizá no muy alejado de la verdad si uno decide mirar únicamente hacia un lado (cita por ejemplo a un ejecutivo de una discográfica al comentar que “mentalmente, aquello llegó a ser como una plantación... todo el mundo quería tener su propio negro”).
Ya lo dijo Tom Waits, transfigurado en airado predicador bíblico: allí donde estén los buitres encontrarás el cadáver. A partir de ese momento y con semejante precedente el de Skip acabaría por convertirse en el objetivo de un sin número de intelectuales blancos con estudios de psicología, historiadores del blues sensacionalistas y otros perros de presa; carnaza a la que no se ha dejado de morder en aras de esa enfermedad moderna que es el Diagnóstico. Lo cierto es que Skip James fue un músico de intensa singularidad y a la vez un típico ejemplo de bluesman, con las clásicas obsesiones (misantropía, fatalismo, epifanías) y sus canciones y sus textos ejemplifican el género en todos los sentidos. Por qué se eligió a él como «mesías de los condenados» y no a cualquier otro no es difícil de imaginar. Al contrario que Robert Johnson por ejemplo, que hasta su temprana muerte supo rodearse de un poético e impermeable halo de misterio –y cuyos blues resultan tan confesionales y llaman tanto la atención en este sentido como los de Skip- éste fue en esencia un tipo sin más máscara que la suya propia. Como declaró una vez: “Es sólo mi música.. no puedo cantar las canciones de otra gente. No me sale la voz para cantarlas. No puedo”. La exhaustiva serie de análisis de su vida y obra han permitido desenterrar episodios de violencia y oscuridad más o menos verídicos, en realidad puntuales (no se conoce, por ejemplo, ninguna agresión o maltrato hacia ninguna mujer a pesar de los intentos de Calt por demostrar lo contrario, y una de sus últimas canciones, “Lorenzo Blues”, es un cálido homenaje a su esposa); sin embargo ha sido proclive a los diagnósticos más pintorescos y la imagen que terminan ofreciéndonos, por decir algo, es la de un distorsionado cruce entre déspotas legendarios del estilo de Chuck Berry y el Lee Marvin rastrero y cruel que arroja café hirviendo a la cara de Gloria Grahame en “Los Sobornados” de Fritz Lang.
Realmente el hecho no es nuevo y tampoco debiera llamarnos la atención. Son incontables los creadores –se llamen William Blake, John Lennon o Skip James- engullidos por su propio mito, y por lo que a nosotros respecta es un precio relativamente bajo por el privilegio de su resurrección. Las sesiones que grabó en esta época ciertamente se ajustan a un modelo más ortodoxo de blues, menos sorprendente, y carecen en conjunto de la vibración y del fervor de su estilo original. Pero continúan siendo maravillosas, a la altura del mejor material de John Lee Hooker por ejemplo.
Publicadas bajo diversos títulos, muestran a un Skip James resignado y a la vez más relajado en las nuevas piezas (“Worried blues”, en el estilo mushmouth de Jimmy Reed, “Crow Jane”, “All night long”) junto a relecturas de clásicos no precisamente desdeñables. La de “Cherry Ball Blues” sin ir más lejos, con sus angustiosos breaks finales, es simplemente espeluznante, la demostración de que el fuego que lo animó en su juventud no se había extinguido después de todo.
Su aparición el festival de Newport en 1964 ante un público cien por cien blanco y junto a un plantel de los que quitan el habla (Son House, Bukka White, Mississippi John Hurt y Howlin’ Wolf entre otros) consolidó su imagen de tipo raro y enigmático, un extranjero incluso entre sus propios hermanos de generación. Un testigo lo describe así: “Skip James parecía alguien fuera de lugar en compañía del resto de los artistas, formando parte de la celebración y al mismo tiempo manteníéndose llamativamente al margen. No sólo por su actitud, sino también por su música. Incluso Howlin’ Wolf parecía un poco intimidado ante él. Su versión de “Devil got my woman” sonó tenebrosa e hipnótica, se acerque o no a lo que era capaz de hacer con ella hace treinta años. “Worried Blues”, con la que cerró su actuación, parece más ajustada a lo que quizá James cree que espera su nuevo público, recordando tal vez la falta de éxito de su estilo original”
Tom Jacobson, otro de los jóvenes blancos que lo conoció en sus últimos años, indignado ante lo que llegaría a escribirse sobre él, nos ofrece también una imagen muy diferente a la del tipo amargo y neurótico, casi infernal en su miseria, que nos pinta Calt en su definitivamente pasada de vueltas biografía. Lo hace con afecto, recordando entre otras cosas su ingenuo entusiasmo cuando lo llevó a visitar el zoo de Chicago, su solicitud a responder a todas las preguntas típicas de fan, y la ocasión en que le envió un puñado de dólares por correo al saberle en uno de sus habituales aprietos económicos, algunas semanas más tarde, y obtuvo a cambio un agradecimiento realmente desproporcionado que duró hasta el fin de sus días. “Yes, I’m a good man –le respondió James por carta- but I’m a poor man, you understand...”.
Necesario epitafio, tal vez, ante alguien a quien simplemente no tiene sentido juzgar de ninguna de las maneras. Para nosotros Skip James seguirá siendo un músico de misteriosa y rara pureza, indestructible al paso de los años. Tal vez por eso, porque los diamantes simplemente acaban desenterrándose tarde o temprano, su vigencia parece hoy mayor que nunca. Primero fue Beck quien versioneó “Devil got my woman” en su EP “Jack Ass”. Poco después los hermanos Coen, chicos más listos todavía, escogerían su “Hard Time Killing Floor” en la versión de Chris Thomas King para el soundtrack de su peregrina “O Brother”, un gesto que se repetiría con “Ghost World”, la adaptación al cine del comic de Daniel Clowes, respecto a “Devil” de nuevo. Recientemente, es Win Wenders quien lo ha llevado a Cannes dedicándole uno de los capítulos de “The Soul of a Man”, la esperada serie de films documentales producidos por Scorsese que pretenden honrar la memoria de los músicos que establecieron los cimientos culturales de América.
13 comentarios:
Completísimo artículo!.
Muchas gracias.
Saludos
El festival de Newport es del 66', y se pueden ver algunas partes en youtube de las grabaciones que hizo Alan Lomax. Skip James interpretando devil got my woman es un fantasma del blues.
Gracias por el artículo.
Saludos
Gracias a ti por la corrección, saludos
Yo también te doy las gracias por el sobresaliente post que has publicado sobre la figura de este pionero del blues. He disfrutado con la lectura y enriquecido mi pasión por el blues.
Con tu permiso, hago referencia en mi blog de él y así difundir la figura del gran Nehemiah Curtis James.
¡Saludos!
Fue un brujo! Gracias a ti por pasarte por aquí. Saludos!
Excelentísimo artículo que me ha servido de inspiración y referencia para una retrospectiva que he hecho yo el gran Skip. Con tu permiso, lo he puesto en la bibliografía. Un saludo
Pues encantado! Tomo nota de tu web. La verdad es que escribes de maravilla. Saludos
Magnífico artículo y excelente blog. Enhorabuena.
Fantastico. He caido aquí casi sin querer, y me he leído el artículo de cabo a rabo. Admirable. Me apunto este blog. Te seguiré leyendo
Gracias por este genial articulo. Skip James es el blues-man que más admiro y siempre había estado incomodo con ese retrato biográfico que lo mostraba como un proxeneta.
Hermoso comentario sobre un músico excepcional
Tan lúcido y conmovedor como el relámpago en la noche. Así lo fue su música en mi vida
Muchas gracias por los recientes comentarios. La voz y la música del viejo Skip llegan muy hondo, de eso no hay duda. Que descanse en paz allí donde esté.
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