"Una sutil exposición de la estulticia típica inglesa": así definió Aleister Crowley su relato "La estratagema". La Gran Bestia lo escribió en 1916 tras un sueño de opio especialmente vívido, mientras convalecía en cama por una bronquitis. En septiembre de 1929 lo vería por fin publicado en un volumen que recogía también otros dos de sus extraños relatos cortos de ficción: "El testamento de Margaret Blair" y "Su pecado secreto". Pero Mandrake Press quebró y la tirada se quedó a medias. No obstante, algún ejemplar cayó en manos de Joseph Conrad quien se refirió a él como uno de los mejores cuentos ingleses de su época.
Admirador irredento de Arthur Machen, que no sentía por él más que aversión, Crowley era un lector voraz de criterio exquisito -Poe y Baudelaire también se contaban entre sus favoritos- que no había dudado en hablar el términos despectivos de "El mago", la novela de W. Somerset Maugham, sin importarle que estuviese dedicada a él; pero recuerda sin embargo que jamás se sintió tan orgulloso como cuando alguien le hizo llegar los elogios de Conrad.
LA ESTRATAGEMA
Los viajeros descendieron a la arena ardiente del andén. Era un empalme, uno de esos empalmes donde no hay un pueblo en kilómetros a la redonda, y cuyos servicios ferroviarios y sus dependencias hacen añorar los de las estaciones ordinarias.
El primer hombre en bajar era inconfundiblemente inglés. Mientras sacaba su equipaje de mano del vagón con ayuda de su compañero, se quejaba de la administración ferroviaria.
- Es una calamidad para la civilización - decía - que no habiliten conexiones en una estación tan importante como ésta; déjeme decirle, señor, que es el eje -si puedo usar esa metáfora de ramal que atraviesa prácticamente todo Muckshire y el sur de Tream. Y todavía nos queda una hora de espera, que seguramente serán dos y tal vez tres. Y peor todavía, el pub más cercano está en Fatloam, y si se nos ocurriera llegar hasta allí seguramente nos servirían un Whisky abominable. Afirmo, señor, que esto es una verdadera calamidad para el ferrocarril que lo consiente, para el país que lo tolera, y para la civilización que permite que sucedan semejantes cosas. Como le decía, señor, este país está gobernado por una cofradía inmunda, una banda de judíos, escoceses, irlandeses y galeses. ¿Y dónde está el viejo inglés de pura cepa? En apuros, señor, en apuros.
El tren dio una sacudida convulsiva hacia atrás, luego avanzó pesadamente imitando al mozo solitario que había observado impasible cómo desde el tren volaban los baúles como piedras de un volcán, y que tras un momento de contemplación, con una mueca en la cara, se había puesto a deambular por el andén en busca de algo que comer.
El inglés con su cara blancuzca poblada por un tupido bigote, al frente y el cuello manchados con grandes manchas rojizas, su barriga incipiente y su traje rígido como una armadura, contrastaba violentamente con el inquieto hombrecillo de barba puntiaguda a quien el destino había depositado, en el mismo compartimento y a la misma hora, en un transitorio exilio del resto de sus semejantes.
Tenía los ojos increíblemente negros y feroces, la barba entrecana y el rostro surcado por arrugas profundas y quemado por soles tropicales; pero ese rostro también expresaba inteligencia, vigor e imaginación en tal grado que hubiera sido el camarada idóneo en un momento de desesperación o en la defensa de una ciudad sitiada. Una cicatriz gruesa y honda le cruzaba el dorso de la mano izquierda. A pesar de todo esto, estaba vestido con singular pulcritud y corrección; esta circunstancia hizo sospechar a su compañero que era francés, aunque su inglés fuese más puro que el suyo. A pesar de la moderación de su vestimenta y de la serenidad de su conducta, el brillo sombrío de esos ojos negros, como puntas de alfiler debajo de las cejas enmarañadas, inspiraba cierta incomodidad en el más robusto de los dos. Un sujeto con el que es mejor no meterse, pensó. Sin embargo, como era un hombre muy viajado - Boulogne, Dieppe, París, Suiza, y aún Venecia-, carecía de esa insularidad que los extranjeros atribuyen a muchos ingleses y durante el trayecto había logrado entablar conversación con él. El hombrecito había resultado un pésimo compañero de viaje: taciturno, escatimaba palabras cuando un gesto satisfacía las normas de la cortesía, y parecía más interesado en su pipa que en su acompañante. Un hombre que esconde un secreto, pensó el inglés.
El tren abandonó la estación traqueteando y el mozo desapareció del paisaje.
- Un lugar desierto -comentó el inglés, cuyo nombre era Bevan -, especialmente con este calor espantoso. En realidad en el verano de 1911 hizo tanto calor como ahora. Sabe, recuerdo una vez en Boulogne... - se detuvo bruscamente, pues de pronto el oscuro hombrecito, enterrando varias veces la punta de su bastón en la arena y frunciendo las cejas, parecía decidido a hablar.
- ¿Qué sabe usted del calor? - gritó, clavándole a su interlocutor una mirada de intensidad demoníaca-. ¿Qué sabe usted de la desolación?
Desconcertado, Bevan no supo qué responder.
- ¡Un momento! -exclamó el otro - ¿Por qué no contarle mi historia? No hay nadie aquí salvo nosotros dos.
Miró con recelo a Bevan.
-¿Puedo confiar en usted?- preguntó, y se detuvo abruptamente. En otro momento Bevan se hubiera rehusado a recibir confidencias de un extraño; pero la soledad, el calor, el aplastante aburrimiento inducido por los modales previos de su acompañante, y aún cierta desconfianza ante la posible reacción del hombrecito si se negaba a escucharlo, conspiraron para que diera una respuesta afirmativa. Con toda solemnidad de que era capaz, contestó:
- Soy un caballero ingles de nacimiento, y puedo afirmar que jamás hice nada que me apartara de esa condición. Soy juez de paz - agregó tras una breve pausa.
-Lo sabía -exclamó el otro con excitación. Una mente entrenada en el ejercicio de la ley es la más calificada para apreciar mi historia. Jure, entonces -continuó con súbita gravedad-, jure que jamás dirá a nadie una sola palabra de lo que voy a contarle. Júrelo por el alma de su madre muerta.
-Mi madre vive aún- replicó Bevan.
-Lo sabía - exclamó su acompañante, mientras una extraña mirada de compasión iluminaba su rostro tostado por el sol. Era la misma mirada que tienen muchas estatuas de Buda, una mirada de misericordia divina, impersonal. - Entonces júrelo por el ministro de Justicia.
Bevan estaba más persuadido que nunca de que el extraño era francés. Sin embargo, hizo inmediatamente el juramento requerido.
- Mi nombre -dijo el otro- es Duguesclin. ¿No le dice nada? -Preguntó ansiosamente- ¿No le trae algo a la memoria?
- Me temo que no.
- Lo sabía - dijo el hombre del trópico. - Entonces tendré que contarle todo desde el principio. Por mis venas corre la sangre ardiente del más grande de los guerreros franceses, y mi madre descendía en línea directa de la Doncella de Zaragoza.
Bevan no pudo reprimir un sobresalto.
- Después del sitio, señor, se casó con un noble.- dijo bruscamente- ¿Cree usted que un hombre de mi abolengo permitiría que un extraño se atreviera a insinuar algo que ofendiese la memoria de mi tatarabuela?
El inglés afirmó atropelladamente que nada semejante se le habría cruzado jamás por la cabeza.
-Mejor así - prosiguió el otro, más calmado -. Sobre todo si tiene en cuenta que soy un asesino.
Ahora Bevan estaba bastante alarmado.
- Estoy orgulloso de eso -continuó Duguesclin. - A los veinticinco años de edad mi sangre era más ardiente que hoy. Me casé. Cuatro años más tarde encontré a mi mujer en brazos de un vecino. Después degollé a nuestros tres niños, porque las serpientes solo engendran serpientes. Degollé a nuestros criados porque fueron cómplices del adulterio, y si no lo fueron, tampoco debían presenciar la deshonra de su amo. Degollé a los policías – serviles mercenarios de una república corrupta- que vinieron a arrestarme. Prendí fuego a mi castillo, resuelto a morir bajo los escombros. Por desgracia un pedazo de mampostería, al desprenderse, me golpeó el brazo. Mi rifle cayó al piso. Alguien vio el accidente, y los bomberos me rescataron. Me propuse vivir, pues tengo un deber con mis antepasados: continuar con el linaje del que soy el único vástago directo. Ahora viajo por Inglaterra en busca de una esposa.
Hizo una pausa, y observó con orgullo el paisaje que los rodeaba. Bevan se abstuvo de hacer el esperado comentario acerca del sorprendente desenlace del relato. Sólo preguntó:
-Entonces, ¿no fue condenado a morir en la guillotina?
- No, señor -replicó el otro con vehemencia-. Por aquel tiempo la pena capital jamás se aplicaba en Francia, aunque no había sido abolida oficialmente. Me atrevería a decir -agregó, con la soberbia de un senador- que mi acción contribuyó a que la restablecieran. Fui sentenciado a prisión perpetua en la isla del Diablo -al decir esto se estremeció. -¿Puede concebir a esa isla siniestra? ¿puede imaginar siquiera una vislumbre de su horror? ¿puede una pesadilla eclipsar ese infierno, ese limbo habitado por los malditos? Uso palabras fuertes, señor, pero no hay palabras que puedan describir ese infierno: arena, alimañas, cocodrilos, serpientes venenosas, miasmas, hambre, yuyos hediondos, pantanos que exhalan olores mortíferos, árboles horrendos y rebosantes de veneno, calor inaguantable, insoportable (eso dijo elDaily Telegraph en la época del caso Dreyfus); un calor continuo y sofocante, sin la menor brisa salvo el hedor pestilente que proviene del lago, un calor que deja la piel convertida en un mar de irritación que recibe con alivio las picaduras de los mosquitos y los ciempiés, las interminables tareas bajo el sol tórrido, los azotes ante la menor infracción a las duras reglas de la cárcel o a las leyes de cortesía hacia nuestros guardianes, hombres apenas menos malditos que nosotros.Pero estos tormentos eran lo de menos. La crueldad es el único entretenimiento de los gobernadores de una prisión como esa, y su propio desasosiego los vuelve más ingeniosos que los inquisidores de España, que los árabes en su furor religioso, que los chinos en su fría crueldad lujuriosa. El gobernador era un gran conocedor de la psicología humana, conocía cada rincón de la mente de los hombres y utilizaba ese conocimiento para torturarnos.
"Recuerdo que un preso disfrutaba manteniendo su pala siempre pulida -continuó-, tal como ordenaba el reglamento, algo casi imposible en un lugar donde el moho cubre todo en segundos. El director advirtió que ese hombre disfrutaba con el reflejo del sol en el acero, y le prohibió que usara su pala. Una tontería, por cierto. Pero, ¿qué sabe usted lo que significan esas tonterías para los presidiarios? El hombre se volvió loco, sólo por esa tontería. Estaba convencido de que la refinada crueldad de ese acto era la prueba final de la innata e inherente vileza del universo. La demencia es la consecuencia lógica de una certidumbre semejante. No, señor, le ahorraré la descripción.
Bevan pensó que las descripciones habían sido abundantes, y con esa inclinación a la complacencia que tienen los ingleses conjeturó que Duguesclin exageraba, pues sabía que los franceses eran propensos a ello.
Pero observó que debió de haber sido una experiencia terrible. Habría dado cualquier cosa, ahora, por no haber dado pie a que la conversación continuase. No era nada agradable encontrarse en un andén solitario con un hombre que confesaba ser un asesino múltiple, y que probablemente habría escapado de la cárcel mediante una consecuente y prolongada cadena de crímenes.
- Pero, ¿quiere saber cómo escape de allí?- continuó Duguesclin. Eso, señor, es lo que me dispongo a contarle. Mis observaciones anteriores no han sido más que una introducción; sé que parecen de interés, pero eran necesarias, ya que usted tuvo la gentileza de interesarse en mi persona y en la historia de mi familia.
Bevan reflexionó nuevamente que, a diferencia del gobernador de la isla del Diablo, su interlocutor debía de tener un magro conocimiento de la psicología humana, dado que él no había expresado ni sentido el menor interés por ninguno de esos dos temas.
-Todos los convictos teníamos un placer universal, que sólo cesaba con la pérdida de la vida o de la razón, un placer que el director podía restringir (y de hecho lo hacía), pero no eliminar. Me refiero a la esperanza... a la esperanza de escapar. Sí, señor, esa llama (la única que quedaba del antiguo fuego) ardía aún en mi pecho, y en el de mis compañeros de cárcel. Pero sabía que no podría hacerlo sólo. No poseo un gran intelecto- prosiguió con modestia -, mi abuela era de pura ascendencia inglesa, una Higgibotham, de los Higgibotham de Warwickshire -(¿qué tiene que ver eso con su estupidez?, pensó Bevan)- y la mayoría de mis compañeros eran hombres desprovistos no sólo de inteligencia, sino de educación. La única excepción era nada menos que el gran Dodu. ¡Ja!... ¿le sorprende?
Bevan seguía imperturbable.
- Sí, el mismo. El filósofo de fama mundial, el descubridor del dodium, el más raro de los elementos conocidos, hasta tal punto que se supone que en todo el universo no hay más de treinta y cinco mil fracciones por miligramo, y esto sólo en una estrella llamada Pegasi. Dodu destruyó el proceso lógico de la permutación, y redujo el cuadrilátero de oposiciones a la condición de cuadrado británico en Abu-Klea. Usted sabe todo esto, pero tal vez ignore que, pese a ser un civil, era el más grande estratega de Francia. Desde su gabinete trazó el despliegue de las tropas en las Ardennes, y el plan de 1890 para las fortificaciones de Lunéville se debió pura y exclusivamente a su mente genial. Por esta razón el gobierno se resistía a condenarlo, si bien la opinión pública se había pronunciado duramente contra su crimen. Como usted recordará, después de probar que las mujeres mayores de cincuenta años eran una carga inútil para el Estado, demostró su convicción decapitando y devorando a su madre viuda. El gobierno se proponía facilitar su escape durante el trayecto a la isla, para esconderlo en algún lugar seguro y continuar utilizando sus servicios. Sin embargo, el gobierno fue derrocado sorpresivamente; Dodu fue desplazado por un rival, y las autoridades de la isla lo trataron como a un criminal común.
"Dodu era el hombre indicado (naturalmente) para idear un plan de fuga. Pero por más que me exprimiera los sesos -mi abuela era una Higgibotham de Warwickshire- no lograba encontrar un modo de llamar su atención. Sin embargo, él debió de adivinar mis intenciones, pues, un día, al cumplirse aproximadamente un mes de su llegada a la isla (yo había llegado siete meses antes) tropezó y cayó como fulminado por el sol precisamente cuando yo pasaba junto a él. Mientras yacía en el suelo, consiguió pellizcarme tres veces en el tobillo. Busqué su mirada; alcanzó a esbozar la señal de reconocimiento de la fraternidad masónica. ¿Es usted masón?
- Soy Pasado Provincial del Gran Portador de la Espada de esta provincia - respondió Bevan- Soy fundador de la Logia 14.883, Boética, y de la Logia 17.212, Colenso. Y soy Pasado Gran Haggai en mi Gran Capítulo Provincial.
- ¡Lo sabía! - exclamó Duguesclin con entusiasmo.
Bevan comenzó a sentirse sumamente incómodo con esa conversación. ¿Acaso este hombre - este criminal- lo conocía?. Decía saber que era juez de paz, que su madre estaba viva y ahora había demostrado que reconocía su rango masónico. Este francés le provocaba cada vez mayor desconfianza. ¿No sería su relato sólo un pretexto para pedirle un préstamo de dinero? El extraño parecía próspero y viajaba en primera clase. Tal vez fuese chantajista y supiese otras cosas sobre él, como por ejemplo aquella aventura en Oxford o el incidente de Edgware Road, o aquel asunto de Esmé Holland. Resolvió estar más alerta que nunca.
-Comprenderá la alegría - siguió Duguesclin, inocente o indiferente ante los pensamientos siniestros que ocupaban la mente de su interlocutor – con que recibí y respondí esa inconfundible muestra de amistad. Aquel día no se presentó otra oportunidad de comunicarnos, pero la mañana siguiente lo observé minuciosamente y vi que arrastraba los pies de una manera extraña. "Ja!"- pensé, -"una zancada para una señal larga y un paso común para una corta". Lo imité ansiosamente, haciendo la letra A en código Morse. Su mente privilegiada captó de inmediato mi mensaje; alteró su código (que era de un orden diferente al mío) y respondió con una B en Morse, utilizando mi propio sistema. Contesté con una C; replicó con una D. A partir de entonces pudimos comunicarnos con total fluidez y libertad , como si estuviéramos en la terraza del Café de la Paix en nuestra amada París. Sin embargo, mantener una conversación en semejantes circunstancias lleva su tiempo. Durante toda la marcha a las barracas sólo consiguió decir: "Escapemos pronto... por Dios". Antes de cometer su crimen, se consideraba ateo. Me alegró enterarme de que el castigo lo había incitado a arrepentirse.
Bevan se sintió aliviado. Era incapaz de admitir la existencia de un masón francés; que uno de ellos se hubiese arrepentido lo llenaba de una sensación de triunfo casi personal. Empezó a sentir simpatía por Duguesclin, y a creer en sus palabras. Su falta había sido espantosa; si su venganza parecía excesiva y aun indiscriminada, ¿acaso no se debía a su nacionalidad? Los franceses cometían esa clase de locuras. Y después de todo los franceses también eran seres humanos. Bevan sintió una intensa sensación de benevolencia; recordó que su interlocutor no sólo era un hombre, sino también un cristiano. Resolvió esmerarse para que el extraño se sintiese cómodo.
- Su relato me interesa enormemente -dijo. -Siento una profunda simpatía por los horrores y sufrimientos que le ha tocado vivir. Me alegra que haya logrado escapar, y le ruego que continúe con la narración de sus aventuras.
Duguesclin no necesitaba esas palabras de aliento. Lejos de la apatía con que había bajado del tren, su actitud se había tornado animada, chispeante, exaltada; estaba arrebatado por la excitación que le producían sus apasionados recuerdos.
-El segundo día Dodu logró explicarme sus pensamientos. "Escaparemos con una estratagema", me informó. Era un comentario obvio, pero Dodu no tenía por qué tener una alta opinión de mi inteligencia. "Con una estratagema", repitió con énfasis. "Tengo un plan", continuó. "Me llevará veintitrés días comunicárselo, si no somos interrumpidos; entre tres y cuatro meses para prepararlo; dos horas y ocho minutos para ejecutarlo. En teoría es posible escapar por aire, por agua o por tierra. Pero nos vigilan día y noche, y sería inútil tratar de cavar un túnel que nos llevara al continente; no contamos con aeroplanos ni globos, ni tampoco con medios para construirlos. Pero si pudiéramos llegar a la costa, robaríamos un bote y nos lanzaríamos al mar".
"Dodu explicó que me decía esas obviedades por varios motivos: (1) para evaluar mi inteligencia de acuerdo con la comprensión que yo tenía de ellas; (2) para asegurarse que si fallábamos sería a causa de mi estupidez y no porque hubiera dejado de informarme en cada detalle; (3) porque había adquirido ese hábito profesional como otro hombre contrae la gota. ¿Comprende usted cuál era el plan?
Bevan respondió que le parecía el único plan posible.
-Un hombre como Dodu -continuó Duguesclin- no da nada por sentado. Ninguna precaución es poca; y si el azar es un factor en sus planes, es un factor cuyo valor está calculado con veintiocho fracciones de decimal.
"Pero acababa de transmitirme los rudimentos de su esquema, cuando nos interrumpieron. El cuarto día se limitó a señalarme una y otra vez: "¡Espere! ¡Obsérveme!". Por la tarde se las ingenió para ubicarse en el final de la fila de presidiarios, y entonces me explicó su problema: "Hay un traidor, un espía. De ahora en adelante utilizaré una nueva manera de comunicarle los detalles de mi plan. Lo he pensado a fondo. Me comunicaré por medio de acertijos, que ni siquiera usted logrará resolver a menos que tenga todas las partes y la clave. Procure grabar en su memora cada una de mis palabras".
"Al día siguiente continuó: "¿Recuerda el viejo molino que los prusianos tomaron en 1870? Mi dificultad está en que debo proporcionarle el esqueleto del rompecabezas, pero no puedo hacerlo con palabras. Observe las líneas trazadas por mi pala y por mis huellas, y cópielas".
"Hice lo que me ordenaba con la mayor precisión posible y obtuve esta figura. El día de mi autopsia -dijo Duguesclin dramáticamente-, la encontrarán grabada sobre mi corazón.
Extrajo una libreta de su bolsillo, y dibujó rápidamente una figura.
"Como ve, la figura tiene ocho lados y esas veintisiete cruces están dispuestas en grupos de tres, mientras que en uno de los ángulos hay una cruz mucho más grande y gruesa y dos cruces más pequeñas no demasiado simétricas. Este grupo representa el factor del azar; y si recuerda que ocho es el cubo de dos, y veintisiete el de tres, vislumbrará algo de la verdad.
Bevan adoptó una expresión de inteligencia.
"En el camino de regreso - prosiguió Duguesclin -, Dodu dijo: "El espía está alerta. Cuente las letras que hay en el nombre del discípulo favorito de Aristóteles. Era una alusión a Platón, y por ende a Sócrates"; entonces conté A -L - C - I - B - I - A - D - E - S = 10, y así burlé por completo al espía. Al día siguiente, repitió: "Rahu", con mucho énfasis, dándome a entender que el próximo eclipse lunar sería el momento adecuado para nuestra evasión, y pasó el resto del día comentando trivialidades, a fin de acallar las sospechas del espía. Durante tres días no tuvo oportunidad de decir nada, ya que estuvo con fiebre en el hospital. El cuarto día:
"Descubrí que el cochino espía es un teniente opiómano de Toulon. Lo tenemos; no conoce París. Ahora bien, dibuje una línea que vaya desde la Gare de I'Est a la Etoile; construya un triángulo equilátero sobre esa línea. Piense en el nombre del hombre, famoso en el mundo entero, que vive en el vértice". (Esto fue un toque de suprema genialidad, pues me obligó a usar el alfabeto inglés como base para la clave, y el espía no hablaba sino su propia lengua, excepto un poco de suizo.) ."A partir de ahora me comunicaré con un código formado por el orden numérico aditivo directo, cuya clave será ese nombre".
"Fue gracias a mi fuerte contextura física que pude sumar la tarea de descifrar sus mensajes a las penurias impuestas por el gobierno. Memorizar perfectamente un mensaje cifrado de media hora de duración es toda una hazaña mnemotécnica, en especial cuando el mensaje descifrado está envuelto en el más oscuro simbolismo. Por ejemplo, recibí este mensaje:owhmomdvvtxskzvgcqxzllhtrewz, que, al ser descifrado, sólo significaba: "Los duraznos de 1761 brillan en los jardines de Versailles". O este otro: "Hunt, el Papa preso; la Pompadour; el Ciervo y la Cruz" .
"¡De esas indicaciones yo debía extraer un plan de evasión! Quizá más por intuición que por raciocinio, de unas doscientas pistas de esa clase deduje que los guardias Bertrand, Rolland y Monet había sido sobornados, y que además les habían prometido un ascenso y (lo más importante) una transferencia lejos de esa isla aborrecible, si colaboraban con nuestra fuga. Al parecer el gobierno necesitaba los servicios de su mayor estratega.
"El eclipse estaba previsto para dentro de diez semanas, y no requería sobornos ni promesas. La dificultad era asegurarse la presencia de Bertrand como centinela en nuestro corredor, Rolland en el cerco que rodeaba la prisión y Monet en el puesto de vigilancia. Las probabilidades de que talcombinación se produjera durante el eclipse eran infinitesimales: una contra 99, 487, 306, 294, 236, 873, 489.
"Hubiera sido una locura confiar en la suerte en un asunto tan importante. Sin embargo, el tono de confianza que se desprendía de los mensajes de Dodu ("cosechan uvas en Burgundy; las exprimen en Cognac; ¡Ja! Un soufflé sucré nos espera a orillas del Sena", y otros similares), me hacían pensar que su cerebro colosal había resuelto satisfactoriamente el problema. El plan era infalible. La noche del eclipse esos tres guardias estarían de servicio en los lugares indicados; con pedazos de su propia ropa Dodu atacaría y amordazaría a Bertrand, y luego me rescataría. Juntos atacaríamos a Rolland, tomaríamos su uniforme y su rifle, dejándolo atado y amordazado. Luego correríamos hacia la playa, haríamos lo mismo con Monet, y después, vestidos con sus uniformes, robaríamos un bote de pesca, remaríamos hasta el muelle y en nombre del director pediríamos su yate para perseguir a un fugitivo. Luego buscaríamos la ruta de los bosques e incendiaríamos el yate, a fin de ser rescatados y llevados a Inglaterra, desde donde negociaríamos nuestra rehabilitación con el gobierno francés.
2Dodu había pensado hasta el más mínimo detalle, pero llegó el día fatal. El espía, abatido por la fiebre amarilla, cayó muerto mientras trabajábamos. De inmediato, sin dudarlo un momento, exponiéndose a un castigo atroz, Dodu corrió hacia mí y me susurró: "El plan que le expliqué en clave durante estos cuatro meses era una pantalla. Ese espía lo sabía todo. La muerte ha sellado sus labios. Tengo otro plan, el verdadero plan, más simple y seguro. Se lo diré mañana".
El silbido de una locomotora que se acercaba interrumpió este trágico episodio de las aventuras de Duguesclin.
"Sí", dijo Dodu - continuó el narrador -"Tengo un plan mejor. Una estratagema. Se las diré mañana".
El tren que debía llevar al narrador y a su oyente a Mudchester asomó por la curva.
"Esa mañana nunca llegó. El mismo sol que había matado al espía destruyó el gran cerebro de Dodu. Esa misma tarde, convertido en un maníaco balbuceante, fue arrojado dentro de una celda de aislamiento, de la que ya nunca saldría.
El tren se detuvo en el andén de la modesta estación. El guarda hizo sonar su silbato casi en la cara de Bevan.
"¡Ni siquiera era Dodu! - exclamó -, era un criminal común, un epiléptico; nunca debieron enviarlo a la isla del Diablo. Estaba loco desde hacía meses. Sus mensajes no tenían el menor sentido, ¡todo había sido una broma cruel!
"Pero ¿cómo?, - dijo Bevan, volviéndose mientras trepaba al vagón-, "¿cómo logró usted escapar al fin?
"Con la estratagema - respondió el irlandés, y de un salto subió a otro compartimento.
0 comentarios:
Publicar un comentario