GÉZA CSÁTH: CUENTOS QUE ACABAN MAL

 

La siguiente historia la leí en un diario. El chico que lo escribió era un pariente lejano mío que falleció por suicidio a la edad de veinte años. Su madre murió hace poco, y tras su muerte llegaron a mis manos los diarios de su hijo. Durante mucho tiempo no tuve la oportunidad de echarles un vistazo. En estos días, por fin, he comenzado su lectura. Me ha sorprendido la manera directa y sencilla de escribir. En el tercer cuaderno descubrí estas interesantes anotaciones que, de forma más resumida y trastocando un poco la puntuación, aquí transmito.

La pequeña Emma fue la más bonita de todas las chicas con las que mi hermana menor, Irma, trabó amistad. Cuando la vi por primera vez ya encontré interesantes su cabello rubio, sus ojos grises y su carita fina.

Yo iba a segundo curso de la escuela elemental y ella, con Irma, a primero. También les gustaba a los demás muchachos, aunque no hablaban de ella. Les hubiera causado vergüenza confesar que les interesaba una chica, más aún si encima todavía estaba en primero.Yo, sin embargo, desde el principio fui consciente de que la quería y, aunque a mí también me daba vergüenza el asunto, decidí que la querría de por vida y que la tomaría por esposa.

La pequeña Emma venía con frecuencia a nuestra casa. En esas ocasiones jugábamos juntos con mis dos hermanas menores y con mi hermano mayor, Gábor. Algunas veces venían también otras chicas, como por ejemplo, nuestras primas Ani y Juci, con quienes solíamos darnos besos en el sótano, en el desván, en el jardín o en el leñero.

Era un precioso y cálido mes de septiembre. El tiempo agradable me alegraba mucho más que en verano porque, aunque hubiésemos vuelto al colegio y tuviésemos que permanecer sentados de dos a cuatro de la tarde y de ocho a once de la mañana, al salir se agradecía aún más el aire libre y poder jugar con la pelota. Antes de que el juego nos llegase a aburrir volvíamos a casa, tomábamos la merienda y corríamos de aquí para allá hasta que nos llamaban para cenar.

Incluso la escuela resultaba más interesante y divertida, ya que el nuevo maestro Mihály Szladk –un hombre alto, con cara roja y voz fina– nos mandaba pegar.

Nuestra casa pertenecía al distrito cinco, por lo que nos tocaba ir a esa escuela suburbial. La clase la conformaban, en su gran mayoría, niños campesinos. Algunos de ellos iban descalzos, con camisas a cuadros abigarrados; otros, en cambio, con pantalones de seda y botas. Les envidiaba, porque sentía como si ellos, en general, fueran mejores, más fuertes y más atrevidos que yo. Había uno que se llamaba Zöldi que era cuatro o cinco años mayor que nosotros. Llevaba una navaja en la caña de la bota. Un día me la enseñó diciendo:

- A mí no me asusta ni Dios padre.

Se lo conté a mi hermano. No me creyó.

Al nuevo maestro no les gustaba mandarnos leer o hacer caligrafía como a nuestro buen amable maestro de primero, sino que explicaba y nos mandaba recitar la lección. Si alguien conversaba o jugaba, le llamaba la atención una sola vez; a la segunda, le invitaba a salir de su asiento y en voz baja le decía:

- ¡Inclínate, hijo!

Después se dirigía a la clase:

- Va a recibir tres, ¿quién se los quiere dar?

En estas situaciones se generaba mucho guirigay; por lo general, se levantaban entre diez y quince. Después el maestro pasaba revista a los que se habían ofrecido. Al final llamaba a uno de ellos y le ponía la palmeta en las manos.

- Si no le pegas con todas tus fuerzas –decía-, entonces serás tú el que los recibas.

Luego, la clase, en el silencio sepulcral, presenciaba los palmetazos y gritos. Todo el mundo admiraba a los chicos que ni lloraban ni despegaban la boca, pero yo notaba que también les odiaban un poco. ¿Por qué lo hacían? Medité mucho sobre ello, pero no di con ninguna explicación.

Yo, personalmente, no temía al castigo. Tenía claro que el maestro tendría en cuenta que mi padre era comandante y que tenía un sable afilado, por lo que no se atrevería a mandar que me pegasen.

Pronto el maestro se percató de que Zöldi era el que mejor pegaba con la palmeta. A partir de entonces era él quien ejecutaba los castigos. Lo hacía estupendamente. Hasta la palmeta quedaba en sus manos mejor que en las de los demás. Raramente terminaba una clase sin que hubiera habido uno o dos “palmetazos”. En las tardes otoñales, cálidas y amarillentas, había veces que cuando la clase estaba muy distraída e inquieta, la segunda hora, de tres a cuatro, se dedicaba por entero a repartir palmetazos. En cada segundo o tercer pupitre había un niño acurrucado llorando.

En una de esas ocasiones me comenzó a sangrar la nariz y se me permitió que bajara a pedir agua al bedel de la escuela para limpiarla. Pronto paró el sangrado. Cuando ya iba a subir a la primera planta, en el pasillo de las chicas, en la planta baja, vi a la pequeña Emma. Estaba en el quicio de la puerta de su aula, mirando hacia dentro, pero pronto me descubrió. Era evidente que la habían echado de la clase. Me acerqué a ella. Me hubiera gustado besarla y consolarla, pero me di cuenta de que no estaba triste en absoluto. No intercambiamos palabra alguna, sólo nos miramos. Se mostraba dulce y orgullosa, como si quisiera hacerme sentir en ese momento que mi padre era sólo comandante y el suyo teniente coronel.

Echó hacia delante su trenza y soltó el lazo color rosa, volviendo luego a atarlo con una lazada. Así pude contemplarla sin cohibirme. Mientras tanto, cada vez que ella alzaba la vista hacia mí, me daba un vuelco el corazón.

Al día siguiente, por la tarde, cuando vino a nuestra casa, me pidió en secreto que no le dijera a nadie que la habían echado de clase. Yo no dije ni una palabra. No obstante, por la noche le pregunté a Irma por qué habían castigado a Emma.

-Eso no te incumbe –fue la respuesta

Irma era odiosa. En ese momento me hubiera gustado propinarle una soberana paliza y darle patadas. Sin duda, tenía celos de mí por Emma. No quería que la amara ni que ella me quisiera a mí. No me dejaba que jugara con ella al escondite. Siempre estaba a su lado, la mimaba, la abrazaba y la besaba. Incluso me impedía que hablara mucho con Emma. La llamaba aparte, la cogía del brazo y paseaban juntas por el otro extremo del patio. A causa de esto mi corazón muchas veces se llenaba de amargura.

Pero la gran amistad de pronto se convirtió en un gran rencor. Un día advertí que no venían juntas de la escuela, sino que cada una iba con otra muchacha. Emma desde entonces dejó de venir a nuestra casa. Acosé a preguntas a mi hermana sobre cuál había sido la razón de su enemistad, pero ella me daba la espalda y se marchaba corriendo. Como venganza, una noche durante la cena se lo conté a mi padre. Pero Irma permaneció callada incluso ante las preguntas de mi padre, por lo que tuvo que ponerse de rodillas en el rincón y no recibió manzana.

Transcurrieron semanas. En vano intentaba convencer a mi hermana para que se reconciliara con Emma: guardaba silencio tercamente. Sus ojos, sin embargo, estaban lagrimosos, y por las noches en la cama lloraba sin razón aparente.

Hacia mediados de octubre en la escuela pasó algo horrible. El maestro en aquella ocasión quería mandar que pegaran a Zöldi. Le llamó para que saliera de su asiento.

- ¡Venga aquí, por favor!

Zöldi sin embargo no dijo palabra ni se movió. El maestro, acto seguido, bramó:

- ¡Arrastradle hasta aquí!

Unos diez o quince chicos salieron corriendo de los pupitres más lejanos para abalanzarse sobre él. Entre ellos había muchos que temían a Zöldi y que estaban enojados con él. Yo también le odiaba y, no hay que negarlo, en un primer momento tuve ganas de participar en el arrastre, pero enseguida me vino a la mente que mi padre probablemente me despreciaría si se enteraba de que queríamos pegar a uno entre varios. Así que me quedé en mi sitio. Se me cortó la respiración y mis rodillas temblaban. Los chicos se esforzaban jadeando. Algunos intentaban sacar a Zöldi del pupitre empujándole; otros le agarraban por las piernas, pues él se enganchaba en el reposapiés; y el resto intentaba abrir sus dedos con los que se sujetaba obstinadamente al borde la mesa de madera. Tardaron al menos cinco minutos hasta que pudieron moverle de allí. Al final consiguieron tirarle al suelo. Allí se aferró de nuevo. Sin embargo, no se atrevía a pegar, pues probablemente pensaba que si lo hacía el maestro, que contemplaba la lucha de pie encima de su silla, intervendría. La cara de Szladeck estaba de color rojo oscuro de la rabia contenida.

Por fin le agarraron por las dos piernas y los dos brazos. Así le arrastraron hasta la cátedra, mientras su espalda se deslizaba por el suelo.

- ¡No le soltéis! –Dijo chillando el maestro-. ¡Acostadle boca abajo e inmovilizar sus brazos y piernas!

Los chicos, acalorados y reuniendo todas sus fuerzas, cumplieron rápidamente la orden. Ahora Zöldi ya no tenía dónde agarrarse. Se pusieron de rodillas encima de sus brazos, había cuatro sentados sobre sus piernas y otros dos le presionaban la cabeza. Esto era lo que el maestro estaba esperando. Tranquilamente se puso en cuclillas y apartó a los chicos para que no les alcanzara la palmeta. Después se puso manos a la obra propinando a Zöldi cinco o seis palmetazos, uno tras otro. Sonaban espantosos: penetrantes, densos y agudos. Una gélida sudoración inundó mi cuerpo, pero aún así, como bajo el efecto de una aturdidora coacción, me puse de puntillas encima de los bordes del reposapiés para no perderme nada del espectáculo. En ese momento el maestro paró, pero Zöldi no despegó los labios.

- ¿Volverás a ser desobediente? –preguntó en voz baja Szladeck.

- ¡Responde! –gritó el maestro tras una corta espera, casi trastornado de rabia.

Pero Zöldi no respondió.

- Muy bien, hijo –sopló el maestro entre dientes. Si no respondes ahora, responderás más tarde. ¡A mí me da lo mismo!

Y empezó a pegarle de nuevo. Hecho una fiera, cada vez atizaba más y más rápidamente. Los golpes apenas se podían contar. Pegaba concentrando todas sus fuerzas, consiguiendo que ese hombre grande y fuerte comenzara a gemir. Después, agotado, paró de nuevo y, jadeando, preguntó con voz ronca:

- ¿Volverás a ser desobediente?

Zöldi tampoco le respondió.

El maestro se secó la frente y continuó con palmetazos más lentos. Tras cada uno de ellos descansaba, preguntando una y otra vez:

- ¿Volverás a ser desobediente?

Así siguió con diez o quince palmetazos más. Finalmente, retumbó un espantoso rugido:

- ¡No-o-o!

El maestro colocó la palmeta en su sitio y mandó a sentarse a los chicos. Zöldi se levantó a duras penas, arregló su ropa, que se había desgarrado por varios sitios durante la contienda, y se marchó a su asiento. Su cara y su nariz estaban sucias del suelo contra el que le habían aplastado. Las lágrimas empapaban su chaqueta. Escupió sangre.

Pero el maestro le llamó otra vez.

- ¿Te ha dicho alguien que puedes irte a tu sitio? ¡Ven aquí, por favor! –Zöldi salió tambaleándose con la cabeza agachada. Szladek, como el que se siente satisfecho tras el trabajo bien hecho, se frotaba las manos y, con voz simuladamente benévola y mansa, le dijo:

- Lo he hecho, querido hijo, para que lo recuerdes bien y aprendas de ello de cara al futuro. Es una ingratitud ser desobediente con tu maestro y, como veo tu propensión hacia el mal, te voy a dar también un par de bofetadas.

Pero de “un par” salieron muchos, pues el maestro se animó nuevamente y le abofeteó hasta que Zöldi cayó casi desmayado contra la pared. Por suerte, se agarró y salió corriendo por la puerta. El maestro profirió palabrotas en voz baja, cerró de un portazo, subió a la cátedra y se sentó. En la clase se hubiera podido oír el vuelo de una mosca.

Ese día, nada más llegar a casa, me subió la fiebre y comencé a delirar. Me metieron en la cama y por la noche mi padre me interrogó. Le tuve que contar lo que había ocurrido en la escuela. Mis padres tacharon de bestia y canalla a Szladek y acordaron confiarme a otro maestro. Una semana después ya iba a la escuela del centro urbano. Desde entonces ya no pude ver a diario a la pequeña Emma. Me dolía el corazón.

El veinticinco de octubre leí en el periódico que habían ahorcado a un cochero por haber matado y desvalijado a su pasajero. Se describía minuciosamente el comportamiento del cochero tanto en la celda del condenado a muerte como ya por la mañana bajo la horca. Ese día, mis padres conversaron sobre la ejecución durante la cena y mi padre contó el ahorcamiento que había presenciado cuando tenía veinte años.

- ¡Cómo me hubiera gustado verlo! –Exclamé.

- Alégrate –dijo mi padre–, por no haberlo visto, y no presencies ninguno nunca en tu vida, porque soñarás con él durante siete años, como hice yo.

Al día siguiente por la mañana, después de clase, propuse a mi hermano mayor Gábor montar una horca y colgar en ella a un perro o un gato. A Gábor le gustó el plan y pronto nos pusimos a trabajar en el desván. Cogimos una cuerda de tender la ropa e hicimos un nudo. Renunciamos a construir la horca en el patio pues, por una parte, no disponíamos de vigas y, por otra, temíamos que si realizábamos las ejecuciones allí, nuestros padres acabarían interviniendo en el asunto.

Gábor no era un apasionado torturador de animales, pero cuando se animaba tenía unas ideas estupendas. Así, por ejemplo, un año atrás, había cortado en dos un gato vivo con el cuchillo grande de cocina. Esto ocurrió en el jardín. Ani y Juci sujetaron el gato, después lo aplastamos entre todos contra el suelo estirándolo boca arriba. Luego Gábor lo seccionó en dos por la tripa con el cuchillo de cocina.

Echamos la cuerda por encima de una viga del desván. El mismo día por la tarde, un teckel perdido entró desde la calle a nuestro patio. Cerramos la puerta, capturamos al perro y rápidamente subimos todos al desván. Las chicas estaban alborozadas. Gábor y yo nos preparamos tranquilamente.

- Tú serás el juez –exclamó Gábor–, yo el verdugo. Te informaré cuando todo esté listo para el ahorcamiento.

- Bien –dije– ¡Verdugo, cumpla con su deber!

Entonces Gábor ajustó el nudo de la cuerda, mientras yo levantaba un poco al perro. Luego, por orden de mi hermano mayor, lo solté de repente. El teckel emitía aullidos tristes, profundos y llorosos, mientras agitaba sus patas negras con manchas amarillas. Poco después se estiró y quedó inmóvil. Durante un rato lo estuvimos observando, y dejándolo colgado, nos fuimos a merendar. Después de la merienda las chicas estuvieron merodeando sin cesar alrededor de la puerta y consiguieron atraer con caramelillos a otro perro. Lo pusieron en su regazo y se lo llevaron a Gábor para que organizara otra ejecución. Mi hermano mayor, sin embargo, desmontó el plan. Manifestó que era suficiente con un ahorcamiento por día, así que Juci abrió la puerta dejando salir al perro.

En los días siguientes nos olvidamos completamente del asunto, porque nos regalaron una nueva pelota. Gábor y yo siempre jugábamos en pareja.

Un día conversamos sobre Emma. Gábor afirmó que la odiaba porque era orgullosa y que a Irma la había llamado tonta por desvivirse tanto por ella.

- ¡Lo mejor sería que nunca más se reconciliaran, porque entonces vendría de nuevo a nuestra casa para vanagloriarse y hacer remilgos! –dijo furioso Gábor.

El deseo de Gábor no se cumplió. Por la tarde del día siguiente, Emma se presentó en nuestra casa. Llegó con Irma.

- ¡Repugnante! –susurró Gábor a mis oídos.

- ¡Dulce, querida! –pensé yo para mí, pero estaba muy enfadado con Irma.

A Irma prácticamente le bailaban los ojos de alegría. Mientras jugábamos, constantemente llamaba a Emma aparte, la abrazaba, la besaba, casi la ahogaba. Pese a ello, más tarde volvieron a enfadarse.

- Entonces, ¿no me prometes que no hablarás más con Rózsi? –preguntó Irma casi llorando.

- ¡Eso no! –respondió Emma resuelta, mientras sonreía.

Juci y Ani susurraban entre ellas. Gábor, Irma y yo contemplábamos a la pequeña Emma. ¡Qué bonita era, Dios mío, qué bonita!

Eran los últimos días soleados de otoño. El patio era nuestro. Mi padre y mi madre habían salido a cabalgar. La cocinera nos trajo café, retirándose después a la cocina a guisar.

- ¿Has visto alguna vez un ahorcamiento? –preguntó mi hermana a Emma después de la merienda.

- ¡No! –respondió Emma agitando la cabeza de tal forma que su cabellera cayó sobre su cara.

- Pero, ¿lo habrás oído de tu papá?

- Sí, me ha contado que han ahorcado a un asesino –dijo Emma con frialdad y sin interés alguno.

- ¡Pues nosotros tenemos una horca! –se jactó Juci.

Inmediatamente nos plantamos todos en el desván para enseñar a Emma cómo se practicaba un ahorcamiento. Días atrás habíamos enterrado al teckel, con ayuda de Gábor, en la fosa de la basura, por lo que el nudo de la horca se balanceaba libre.

- Ahora podemos jugar a ahorcar –dijo Irma. Emma va a ser la culpable, será a ella a quien ahorcaremos.

- Mejor a ti –se carcajeaba Emma.

- ¡Verdugo, cumpla con su deber! –se ordenó Gábor a sí mismo.

La pequeña Emma palideció, pero siguió sonriendo.

- Ahora quédate aquí quieta –dijo Irma. Yo le coloqué el nudo en el cuello.

- A mí no, no quiero –lloriqueaba la pequeña niña.

- ¡La asesina implora clemencia! –gritó Gábor enardecido–. Pero las ayudantes del verdugo agarran a la condenada. –Entonces Juci y Ani inmovilizaron los brazos de Emma.

- ¡No, lo dejo, no! –chilló la pequeña Emma, y rompió a llorar.

- ¡La clemencia está en manos de Dios! –declamó Gábor, mientras Irma levantaba en volandas a su amiga sujetándola por las rodillas.

No podía con ella, casi se le caía, así que me acerqué para ayudarle. Fue entonces la primera vez que la abracé. Mi hermano mayor tiró de la cuerda, cruzó sus extremos sobre una viga y lo ató. La pequeña Emma se quedó colgando. Al principio braceaba y pataleaba fuertemente con sus pequeñas piernas delgadas cubiertas con unas medias blancas. ¡Eran tan raros esos movimientos suyos! No pude ver su cara, pues en el desván ya había bastante oscuridad. De repente paró de moverse. El cuerpo se estiró como si con los dedos del pie buscara una banqueta en la que apoyarse. Después no se movió más. Entonces un miedo espantoso nos inundó a todos. Bajamos del desván corriendo como alma que lleva el diablo, y nos escondimos desperdigados por el jardín. Ani y Juci corrieron hacia la casa.

Fue la cocinera, que quería buscar algo en el desván, quien encontró el cadáver media hora más tarde. También fue ella quien llamó desde nuestra casa al padre de Emma, aún antes de que hubieran llegado nuestros padres…

En este punto finalizan abruptamente las anotaciones referentes a este asunto. El que escribe el diario y a quien había tocado la desgracia de ser partícipe de un acontecimiento tan estremecedor, no lo menciona más. Sobre la suerte de la familia sólo sé que el padre es coronel jubilado, Irma actualmente es viuda y Gábor oficial militar.

“La pequeña Emma”, Géza Csáth

“Cuentos que acaban mal” (2007), Editorial El Nadir

Trad. Dixon Servicios Lingüísticos S.L.  Tomada sin permiso.

1 comentarios:

ZeoimbbmioeZ dijo...

Vaya que acabo mal.

Publicar un comentario