Unos cuantos años antes de que Editorial Valdemar comenzase a explotar el filón de obras bizarras más o menos libres de derechos de autor, con tentadoras portadas y traducciones un poco más cuestionables (no sé si debe sorprender esto, si tenemos en cuenta que el más prolífico de sus traductores de Chesterton afirma que no soporta a Chesterton), otra editorial madrileña, Siruela, se especializó en publicar parecido tipo de novelas, en una colección cuyo título remitía al cuento de Philaréte Chasles sobre la noche de Halloween, casi un guiño para los aficionados al género: El Ojo Sin Párpado.
Agotadas con el tiempo, algunas de estas obras han terminado siendo reeditadas con un nuevo formato y un precio lo bastante respetable como para que el lector se pregunte si no le saldría más a cuenta ir directamente a un fumadero de opio.
“La caja de hueso” de Antoinette Peské (1931) y “La lechuza ciega” del iraní Sadeq Hedayat (1936) vienen ligadas por su temática y su vinculación a Francia: son dos novelettes a las que se les supone ya un poco anacrónicas en el momento de su publicación, de trayectoria editorial turbulenta y destino dispar.
“La caja de hueso” de Antoinette Peské (1931) y “La lechuza ciega” del iraní Sadeq Hedayat (1936) vienen ligadas por su temática y su vinculación a Francia: son dos novelettes a las que se les supone ya un poco anacrónicas en el momento de su publicación, de trayectoria editorial turbulenta y destino dispar.
Mhyrra Peské era hija del pintor Jan Peské, inmigrante ruso-polaco relacionado con las vanguardias francesas de principios de siglo. Sus primeros dibujos y poemas llamaron la atención de Apollinaire, que le seleccionó varios para una exposición aunque moriría antes de consumar el proyecto. Al llegar a la adolescencia y en un alarde de coquetería, Mhyrra cambió su firma por la de Antoinette, dejó de lado la poesía y se lanzó a la narrativa con “La caja de hueso”, un relato violento y romantizado, de suave hálito necrófilo, que sin duda en París tuvo que recordar vivamente al Guy de Maupassant de principios de 1890 cuando, azotado por la obsesión, comenzó a producir cuentos escabrosos del estilo de “La cabellera” o “Mademoiselle Cocotte”, preámbulo de su internamiento en un manicomio. El germen de “La caja de hueso” es precisamente una entrevista que tuvo su autora con un hombre al que habían ingresado en un psiquiátrico a resultas de un delirio amoroso.
Paradigmática de ese amour fou tan apreciado por los franceses, “La caja de hueso” emula a “Cumbres Borrascosas” con algo de la ingenuidad típica de una jovencita que se empolva la cara y se pinta las uñas de negro (está ambientada en las highlands de Escocia y su sensibilidad es a todas luces femenina); pero en sus páginas resuena también el eco demencial de la mejor literatura rusa y, sobre todo, de E.T.A. Hoffmann, una combinación todavía hoy terriblemente provocadora. En este sentido, el exordio con el que Peské abre el capítulo II no puede ser más claro:
“Por lo que puedo confiar en mi memoria, jamás me ha parecido que nada fuera natural”
Tras un instante de éxito entre los literatos galos, "La boîte en os” se esfumó de las librerías, resultando la posterior trayectoria de su autora no menos peculiar: Peské contrajo matrimonio con Pierre Marty –no confundir con el investigador que a partir de Freud desarrolló la psicosomática, aunque resulta curioso que dicho modelo indague, precisamente, en las fantasías como trastorno mental– colaboró en algunos cuentos juveniles de la archipopular saga de Fantomas, y haciendo honor a su conocido temperamento asocial no se dejó ver mucho más en el mundillo literario. Tendrían que pasar ¡cincuenta años! para que esa joven, ya convertida en anciana, publicase una segunda novela firmada a medias con su marido. Una renovada ensoñación de tonos melancólicos, “bigger than life” como dicen los ingleses, en torno a los “años perdidos” del zar Alejandro I en las estepas siberianas y en Mongolia: “Ici, le chamin se perd” (“Aquí, el camino se pierde”), inédita en castellano a día de hoy, pese a su éxito y las buenas críticas recibidas en periódicos franceses como Le Monde y Le Figaro.
“La lechuza ciega”, de Sadeq Hedayat, funciona por su parte como un electuario de estramonio, ajenjo y opio de Esmirna ingerido durante el Día de los Muertos, o sea un bad trip en toda regla: alucinación de connotaciones eróticas, sombría y negrísima, pero no exenta de belleza. Poco más de cien páginas que muchos coinciden en incluir entre lo más brillante de la literatura iraní de todas las épocas:
“Quiero exprimir mi vida entera como se exprime un racimo de uvas, echar gota a gota el zumo, no, el vino, como el agua del Viático, en la reseca garganta de mi sombra”.
Más que a Edgar Allan Poe, con el que es comparado siempre, Hedayat recuerda por su sensibilidad y ciertos datos biográficos a Franz Kafka: llama la atención que uno sus primeros libros publicados en Irán girase en torno al aberrante trato que damos a los animales (“Hombre y animal”, 1924), aunque sería en Europa donde se extendió sobre su vegetarianismo, escribiendo todo un libro sobre ello. Su interés por la India lo llevó a aprender pahlavi (el ancestral idioma mezcla de persa y arameo), y a entrevistarse con un santón, lo que recuerda un poco al protagonista errante de “El filo de la navaja”. También tradujo “La metamorfosis” al persa, y el último libro que publicó lleva por título “El mensaje de Kafka”.
Uno se pregunta si existe modelo terapéutico alguno que pudiera haber salvado a Hedayat del destino que le estaba reservado: sus primeros intentos de suicidio datan de su estancia en Berlín en 1927 –el Berlín agónico, frenético y musical de la República de Weimar nada menos–, ciudad en la que trata de terminar sin éxito sus estudios de ingeniería tras haber abandonado su idea inicial de convertirse en dentista. Los viajes y traslados son frecuentes, pero la alienación es una constante; regresa una y otra vez a su ciudad natal Teherán (allí ocupará un cargo funcionarial en la banca), mientras amplía la producción de una obra diversa, ajena a la necesidad de sobrevivir, cada vez más deprimente: cuentos sobre folklore iraní anterior a la ocupación árabe (que detestaba profundamente), traducciones de autores occidentales, dramas históricos y varias colecciones de relatos bajo títulos como “Enterrado vivo” y “Tres gotas de sangre”.
La primera impresión de “La lechuza ciega” tuvo lugar en la India en multicopista en 1936, apenas unos cientos de ejemplares. El oscuro año de 1941 la vería aparecer por entregas en la revista Irán, desafiando la censura del integrismo local suscitada por su carácter malsano y necrófilo, y al final los franceses se harían cargo de ella en mejores condiciones (si la obra de Antoinette Peské provocó elogios de Jean Cocteau, los más entusiastas defensores de “La lechuza ciega” serían André Breton y su grupo de surrealistas, nada extraño dado su carácter onírico). Hedayat sin embargo no aguantaría mucho más: en 1951 se trasladó a París por última vez, destruyó las obras que tenía en marcha y tras sellar las puertas y ventanas de su apartamento, abrió la espita del gas. Lamentable final que tal vez quede un poco atemperado por la siguiente anécdota referida en Radar Libros:
“Otra de las historias que le gusta contar a Comeau-Montasse, agregado cultural del cementerio Père-Lachaise de París, es la que circula sobre la tumba del poeta iraní Hedayat, fácilmente reconocible por el cerezo que crece frente a una pirámide negra en la que está grabado el dibujo de un búho. El autor de “La lechuza ciega” había sido un gran amante de los gatos; los felinos del vecindario le retribuirían este afecto reuniéndose por decenas, a medianoche, alrededor de su tumba”.
Sadeq Hedayat en 1928
9 comentarios:
Sin duda la mejor colección de literatutra fantástica aparecida por estos lares, frecuentadora de caminos poco transitados, con autores como Machen, Tomasso landolfi, Blackwood, Kubin, Lernet Holenia... absolutamente imprescindibles... O la monumental bigrafía de Crowley escrita por el gran John Symmonds. Todo terminó cuando su aristócrata propetario vendió la firma a Planeta... desde entonces Siruela ya no levanta cabeza...
muchas gracias m aduyaron con mi tarea de optometria
Normal, Abuelito. Reconozco mi escaso respeto por la aristocracia -si exceptuamos al simpar Herr Ferdinand Von Galitzien claro está-, pero el señorito Jacobo sabía realizar un buen trabajo. Yo siempre tuve una especial y plebeya predilección por robar los libros de su editorial en mi época de estudiante, no sólo respondían a mi cada vez más pervertido gusto, sino que por ende eran finos y pequeñitos y en consecuencia fáciles de esconder. La biografía de Crowley la tengo pendiente... Saludos!
Juás!
Maravilloso Blog, pero no entiendo las insinuaciones sobre las traducciones en Valdemar: ¿ Tienes pruebas de que sean " cuestionables" o simplemente " te apetece" dejarlo caer? Además, no me parece que Valdemar explote determinados filones " sin derechos" mas que el primer ( y también maravilloso) Siruela. Victorderqui
Ah, por cierto, también yo detesto el derecho y, sin embargo, me gano bien la vida como procurador de los tribunales ( y conozco a muchos compañeros en la misma situación) Victorderqui.
Tratándose de una editorial tan superlativa como Valdemar, que sólo me ha dado placer, admito que el tirón de orejas es bastante torticero. ¡Soy un maldito ingrato!. Se debió en definitiva a que recordé que el traductor José Luis Moreno Ruiz decía sentir irritación y náuseas cuando le encargaban traducir a Chesterton (señalar por cierto que Valdemar ha dispuesto de, al menos, cuatro traductores más de G.K.). "Me pongo rápido con sus relatos para cobrar y quitármelos de encima", observaba, recordando que cuando preguntó a la editorial porqué publicaba "a un autor tan vil", Valdemar le respondió que "sus libros se venden muy bien". No dudo que se puede ser profesional traduciendo algo que no te gusta, pero me pareció excesivo. "La esfera y la cruz" no es lo mismo que un libro de cocina después de todo. Por otra parte, alguna vez he notado que otras traducciones de Hoffmann o Meyrink parecen mejores que las de Valdemar; pero es una apreciación personal, no puede probarse. Igual soy un poco ingenuo, pero me fío más de alguien como Carmen Bravo-Villasante que adoraba a Hoffmann y lo tradujo para Olaneta (otra editorial fuera de serie), que de Moreno Ruiz y su aversión a Chesterton. Lo del saqueo sí que es una tontería. Yo mismo lo hago con los fondos de Internet Archive sin miramientos y con más ganas que buenos resultados. Gracias por visitar el blog, saludos.
Gracias por tu respuesta. Siento adoración por Valdemar, y me parece una editorial que, aunque tenga fallos, merece apoyo y cariño. Además, siempre la he considerado una más que digna heredera de esa gran precursora que fue Siruela ( el primero). En cualquier caso, le debo muchas de mis horas de felicidad. Por ciero, José Luis Moreno, en su blog, sin embargo, hablaba prodigios de la traducción de " las Cámaras del Horror de Jules de Grandin", del insigne Seabury Quinn. No puedo hablar de GK, pues no he leído nada de él, pero en el caso del cazafantásmas sí le alabo el gusto ( y eso que es un " autor de segundas" -como muchos de mis favoritos-) y encuentro encantadora su traducción. Gracias de nuevo por tu blog y respuesta, del que seré cercano seguidor en el futuro. Victorderqui.
Espero que continúen durante muchos años. En el blog del colega Wolfville, El Curioso Caserón, se hacen eco de uno de sus últimos lanzamientos, el supervolumen de 800 páginas de William Hope Hodgson con todos sus relatos de terror marítimo. ¿Qué otra editorial sacaría algo así?
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