DOSSIER ESPÍAS: CONSTANTINOPLA

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Sólo permanecí unos pocos días en Sofía, y pronto continué mi viaje hacia Constantinopla. El tren partió hacia las dos de la mañana, pero como la tarde anterior se nos había dicho que el tren saldría esa misma noche a las 11 p.m., mis compañeros de viaje y yo nos presentamos en la estación a las diez, y tuvimos que aguardar cuatro horas en una destartalada y repugnante sala de espera, llena hasta arriba de soldados alemanes y de soldados y oficiales búlgaros; nada confortable ciertamente, si bien cálida. La mayoría de los alemanes jugaba a las cartas. Yo deseaba salir a tomar el aire, pero a nadie le estaba permitido acceder a la plataforma.

Mi salvoconducto expedido en Viena por el Ministro Búlgaro resultó de nuevo muy útil y, para mi alegría, descubrí que este papel podía servirme para muchas cosas. Tan pronto como lo mostré al comandante búlgaro me fue permitido salir al exterior. Allí estaba yo, un corresponsal de un periódico inglés, disfrutando de más privilegios que los que tenían los propios viajeros de nacionalidad germana –lo que me hizo sonreír en la oscuridad. La mayoría de los soldados alemanes se dirigía a Constantinopla y Asia Menor y algunos me comentaron que no habían visto sus hogares desde el inicio de la guerra. No se quejaban, de todas formas, pues estaban convencidos de que la victoria final sería suya. Parecían bien vestidos y bien alimentados, y no vi entre ellos a ningún viejo recluta. En Inglaterra tendemos a pensar siempre que el abastecimiento de tropas alemanes se está agotando. Los hombres que el Káiser enviaba esa vez a los Balcanes no tenían el aspecto de ser los últimos de la fila; de hecho, sería difícil imaginar mejores soldados y en mejor forma física.

Cuando finalmente dejamos Sofía me enfrenté a un viaje de veinticuatro horas, de nuevo con las ventanas del tren pintadas de blanco; pero esta vez me había asegurado de reservar un coche cama, y enseguida me encerré en él; no había nada más que hacer. En el compartimento éramos cuatro. Enfrente de mí había un hombre de negocios alemán en ruta hacia Asia Menor para comprar lana, la cual, como es sabido, es uno de los productos estrella de Turquía. El individuo parecía muy cansado y no respondió a mis intentos de entablar conversación. Pronto estaba roncando, tan fuertemente que encontré serias dificultades para conciliar el sueño.

A la mañana siguiente llegamos a Adrianópolis. ¡Vaya transformación había sufrido la ciudad en los ochos meses que separaban mi primer viaje de este otro! No había soldados turcos, ni banderas turcas, ni carteles turcos en la estación. Los soldados búlgaros montaban guardia bajo ondeantes banderas búlgaras, con anuncios búlgaros anunciando el nombre de la parada. Durante los últimos años la ciudad sagrada de los turcos había sufrido muchas vicisitudes. En la primera guerra de los Balcanes fue capturada por los búlgaros, aliados de Serbia. Cuando surgieron tensiones entre los varios miembros de la Liga Balcánica los turcos la reconquistaron, pero su dicha fue corta y ahora pertenece de nuevo a los búlgaros. No se veía un solo soldado turco en los andenes, y para añadir ironía a la situación, resultó que los turcos habían construido una nueva y flamante estación que los búlgaros se habían apresurado a tomar, a modo de compensación.

Tan pronto como mi tren se detuvo en Adrianópolis soldados alemanes entraron en tropel en los diferentes vagones pidiéndonos periódicos alemanes. Mientras estuve en Constantinopla pude ver que el único periódico en lengua inglesa que podía venderse en la ciudad era el Continental Times, un diario propagandista alemán con obvios intereses germanos.

Los lectores ingleses tendrían que recordar que los turcos consideran que están luchando por su propia existencia, y siendo así los Aliados no deberían engañarse en cuanto al carácter desesperado de la resistencia que los turcos van a ofrecer. Todos están convencidos de que la guerra con los aliados era algo inevitable, por el hecho de que Constantinopla había sido prometida a Rusia. Un diputado turco "amigo" mío nunca se cansaba de insistir en este punto.

En Lule Burgas hubo más interrogatorios y de nuevo tuve que pasar por la ordalía de estos exámenes, pero gracias a la carta personal que yo debía transmitir de parte del embajador turco en Viena a Halil Bey, el Ministro de Asuntos Exteriores turco, estas dificultades desaparecieron muy pronto. De hecho los oficiales fueron muy educados, deseándome un buen viaje.

No sólo Adrianópolis ha sido incorporada a territorio búlgaro, sino también Lule Burgas, la estación situada a continuación. No fue hasta que dejé atrás Lule Burgas que comencé a ver soldados turcos.

La impresión que obtuve de Turquía fue la de un país empobrecido y monótono; no vi a nadie cultivando la tierra y, con la excepción de algún miserable pueblo, era fácil imaginarse a uno mismo en un país inhabitado.

Era la una de la mañana cuando llegamos a Estambul, la parte turca de Constantinopla. Fui directo al Pera Palace Hotel en un viejo carruaje, el único que encontré disponible. No se veía una luz en ningún sitio. Toda la ciudad estaba sumida en tinieblas. El Pera Palace es bien conocido entre muchos ingleses como el único buen hotel del lugar, pero ahora es más caro que nunca, habiéndose incrementado los precios de forma considerable. Me hubiera resultado más barato alojarme en el Ritz de Londres que en el Pera Palace Hotel de Constantinopla. Tras unas horas de sueño, inicié una exploración a pie por la ciudad, que ya conocía de mi anterior viaje. ¡Vaya cambios se habían producido!

Mi primera precaución fue adoptar un fez con objeto de taparme la cabeza. Cuando estés en Roma haz como los romanos, dice el dicho, y con mayor razón en tiempo de guerra. Una y otra vez había notado que el mejor modo de moverse en un territorio ocupado por soldados era llevar una indumentaria militar de alguna clase. En Constantinopla el fez es casi una carta de presentación. Pero subrayaré los cambios que noté en la ciudad: mala comida, tickets de pan negro, o más bien "librillos" de pan negro, ya que el pan en sí prácticamente incomible; el hotel convertido en un enjambre de soldados alemanes bramando sus quejas por el menú, y todos hablando de Egipto con frases rimbombantes.

En Constantinopla uno siente la presión de la guerra más intensamente que en cualquier otra de las grandes capitales en guerra. La escasez de productos básicos ha llegado a ser alarmante. A pesar de ellos, los alemanes que atestan las calles, las oficinas de su gobierno y los trenes de mercancías que llegan destinados a servirles están bien surtidos. Cuanto más examino a los alemanes en esta guerra, más cuenta me doy de que todo el cuidado y toda la atención del Imperio Alemán están dirigidos a su Armada; cualquier otra dependencia gubernamental presenta un aspecto descuidado –tan empobrecido como siempre podríamos decir. Sin luz eléctrica ni de gas, pero la Oficina de Guerra que controlan los alemanes ha sido redecorada de arriba a abajo y reluce tanto como lo haría estando en la mismísima Prusia.

Los extranjeros de los países que luchan contra Turquía y que actualmente siguen en Constantinopla sufren las mayores humillaciones. Resulta desalentador describirlas. Para mi alivio, descubrí que la mayoría de la colonia inglesa había abandonado Estambul antes de que comenzasen las hostilidades, pero muchos franceses y búlgaros todavía permanecían allí, también un cierto número de rusos, que por una razón u otra se rezagaron y ahora se hallan en una condición deplorable. Antes de la guerra muchos de ellos pertenecían a las clases acomodadas pero actualmente son pobres y dependientes. Un belga con el que trabé cierta amistad en mi primer viaje, un hombre honesto en quien se podía confiar, me contó al respecto muchas cosas interesantes.

Cuando la guerra estalló vivía con su mujer y sus tres hijos en el lado asiático de la ciudad, al otro lado del Bósforo, que debe ser considerado un suburbio de Constantinopla. Casi todos los hombres de negocios sólo tienen sus oficinas en Constantinopla, y el noventa por cierto viven en la Costa de Asia Menor, que es más saludable, limpia y agradable. Este belga poseía, además de la casa en la que vivía con su familia, otras cuatro residencias y una granja situada veinte millas al interior. Era dueño de un coche a motor, tres carruajes, dos botes a motor y un cierto número de vacas y caballos. Sus casas fueron requisadas por el gobierno turco para ser convertidas en hospitales, reservándolos para los peores casos como cólera, peste y otras espantosas enfermedades.

Se le exigió que abandonase su casa familiar y que se refugiase en un hotel de la ciudad. Esta casa fue saqueada. Se llevaron todo cuanto tenía allí; su bonita colección de rifles, pistolas, cuadros y muebles, todo cayó en manos de los soldados: sus caballos, vacas, y de hecho todas sus pertenencias, sin entregarle recibo ni documentación alguna. Los turcos se apropiaron incluso de sus cuentas del banco.

En saquear a un hombre de sus posesiones los turcos exhiben una minuciosidad que haría palidecer de envidia a los alemanes. Así, encontré a este belga tan empobrecido que ni siquiera podía encontrar comida para sus hijos. De no ser por algunos conocidos de países neutrales que lo conocían de antes de la guerra, este hombre y su familia hubiesen muerto de hambre. El embajador americano, Mr. Morgenthau, al que se le encomendó la tarea de proteger a esta gente, no puede hacer nada por asistirlos. No sólo mi amigo belga sino muchos otros individuos me comentaron que cuando iban a la embajada norteamericana para denunciar que los turcos les habían robado, eran puestos de patitas en la calle, tras asegurarles que no les era posible hacer nada por ellos.

Sin duda los comandantes de los barcos de guerra franceses e ingleses ignoraban el modo en que los turcos iban a compensar a sus fieles por las pérdidas provocadas por sus bombardeos. En cuanto una casa de un turco es demolida por la artillería enemiga, se confiscan todas las propiedades de aquellos individuos naturales de estos países, y ellos y sus familias son enviados al interior de Asia Menor. Y todo lo que les pertenecía, entregado a las familias turcas.

Para mi deleite, la situación financiera en Turquía es de naturaleza alarmante. Yo nunca he sido un enemigo de los turcos. Los consideraba una raza sencilla, bienintencionada, y en cierto modo superior a los países de su alrededor. Pero lo que he hallado aquí durante esta última visita ha hecho que mi opinión cambie por completo. En muchos aspectos positivos pueden reclamar el honor de igualar a los alemanes. En barbarismo, crueldad y falta de escrúpulos, los superan. No, de ningún modo puedo decir ahora que soy amigo de los turcos. Especialmente, no soy amigo de su gobierno.

En mi visita anterior me asombró la cantidad de oro que había en circulación en el país. Siempre había oído decir que Turquía era un país pobre, y cuál no sería mi sorpresa cuando entré a un banco con el propósito de cambiar algunos billetes austríacos y descubrí que podía cambiarlo por todo el oro que quisiese. No se me pasó que ese oro tenía un aspecto sospechosamente nuevo. Luego descubrí que era el que los alemanes habían dado, o prestado, a sus nuevos amigos turcos, con objeto de que se sumasen a la guerra. Ese oro también era resultado de la necesidad que tenía Turquía de sobreponerse tras la agotadora guerra balcánica, que casi acaba con su fuerza militar. Pero pude saber que esas necesidades no habían sido finalmente satisfechas por el gobierno alemán. De hecho, los alemanes han incumplido sus compromisos con todos y además los oficiales turcos han empleado el oro de forma fraudulenta. El resultado: una constante y amarga disputa entre turcos y alemanes que, por ambas partes, tratan de mantener en secreto.

Por razones obvias los alemanes se niegan a enviar más oro –de hecho, no les queda ni para ellos mismos. Hace algunos meses Enver Pasha viajó a Berlín a tratar de solucionar el problema, y se dice que tuvo éxito.

En esta visita a Constantinopla encontré que la situación económica del país era crítica. Todo el oro había desaparecido y, lo que es más significativo, también la plata era difícil de conseguir. Esto es debido a que los nuevos bonos del tesoro emitidos por el gobierno turco son rechazados en el interior de Turquía, que es en donde se sitúan las granjas. Los granjeros de Anatolia se niegan en redondo a aceptar papel moneda por la venta de sus productos, y los comerciantes turcos no tienen más remedio que pagarles en plata si quieren conseguir sus mercancías. El resultado: escasez de plata en Constantinopla, y abundancia en el interior de Asia Menor.

Al no circular la plata, el comercio en la ciudad ha sufrido una parálisis, y el gobierno se ha visto en la necesidad de pensar en una alternativa. Unos pocos días antes de abandonar Constantinopla pude ver el papel moneda más absurdo que quepa imaginar. Imaginad la situación. En Turquía, al cambiar un billete de una libra, incluso en las oficinas del Gobierno o las estaciones de tren, uno pierde aproximadamente 10% en la transacción. Para resolver el problema del cambio en monedas los turcos han decidido que resulta válido cortar en dos el billete de una libra, así que cuando comí un día en el Restaurante Tokatlian, en Pera Street, resultó que me devolvieron el cambio adaptándose a esta nueva moda. Resultó ciertamente muy raro la visión de un tipo sacando un cuchillo de su bolsillo y cortando en dos el billete.

Siempre he deseado ver a una mujer turca cara a cara, sin velo por supuesto. Con él parecen tan misteriosas que uno se las imagina más guapas de lo que realmente son. En mi anterior visita fracasé en mi intento por ver alguna al descubierto; esta vez fui más afortunado. Un día entré en una oficina de correos en Estambul, donde no viven europeos, y me dirigí al mostrador para preguntar si había alguna carta para mí. Me atendió una chica joven, una preciosa criatura de rasgos orientales. Al principio la tomé por una de las innumerables chicas judías o griegas que hay en Constantinopla. Hablaba muy bien francés, y tras conversar unos minutos le pregunté si era griega o armenia. Me respondió enseguida: "No, soy musulmana". "¿Cómo dice?” -exclamé-, "¿es usted turca? ¿una turca auténtica?". "Sí, lo soy", me dijo, y me contó que durante los últimos quince días un cierto número de jóvenes chicas mahometanas había entrado al servicio del gobierno, y otras muchas iban a hacerlo en el futuro. Si todas las muchachas turcas son tan encantadoras como esta de la que hablo, entonces un harén turco debe ser algo mucho más interesante de que lo que yo había llegado a imaginarme.

En muchas ocasiones había visto tropas de turcos negros marchando por las calles; hombres de aspecto típicamente africano. No lograba imaginar de qué lugar de Turquía podían proceder. Descubrí al fin que no se trataba de nativos turcos, sino que eran soldados coloniales franceses capturados por los turcos en la campaña de Galípoli. Por ser mahometanos, se los incorporó enseguida al ejército turco. Se les trataba bien, les dieron el mismo uniforme que a todos, ¡y ahora luchaban contra los franceses!

Vi por todas partes soldados alemanes, altos y bien vestidos. Se ha escrito mucho sobre soldados envejecidos reclutados por el ejército alemán, y chicos jóvenes tomados del frente del Oeste, pero esa clase de alemanes no son los que el Káiser envía a Oriente Próximo. Su tropas en Constantinopla son realmente de primera clase. El corresponsal del Times en Salónica ha cifrado en 50.000 los efectivos germanos en Estambul, un número que posiblemente debe entenderse como el total de los que han pasado por la ciudad. En mi opinión, el número actual de soldados del Reich aquí no supera los 10.000.

Cuando estuve en la ciudad ocho meses atrás la encontré animada. Resulta extraordinario el cambio que se produce cuando el gas y la electricidad desaparecen. De inmediato se cierran los cines, teatros, cafés y otros lugares de ocio, así como la mayor parte de las tiendas. La falta de carbón ha terminado destruyendo la vida de la ciudad casi por completo. En Londres puedes ver al menos alguna luz en la noche, pero en Estambul la única manera de moverte tras la puesta de sol es con la ayuda de antorchas eléctricas. La más pequeña costaba 8 chelines (schillings)

En todos los asuntos cotidianos la ciudad parece asolada por la hambruna. El servicio de tranvía prácticamente no existe, por lo que al público atañe. Tomé minuciosas notas de los precios de los servicios básicos: 5 chelines (s.) una libra de azúcar, 6 s. una libra de café, y el tabaco ha subido un 40%. Los que conozcan la ciudad, sabrán lo que esto significa para unos habitantes habituados a pasarse prácticamente todo el día fumando. Una caja de cerillas cuesta 3 peniques. Las reservas de parafina se han agotado, así como las de chocolate y el queso, excepto en su horrible variedad turca. El cordero ha subido un 40% y la carne de buey no está a la venta. Los pequeños huevos turcos, que valían un cuarto de penique, cuestan ahora dos peniques cada uno. La sopa es ridículamente cara. Hay muy poco arroz, pero el pescado, por supuesto, abunda tanto como siempre, gracias al Bósforo.

A pesar de todas estas dificultades la maquinaria de guerra alemana parece moverse con su acostumbrada eficacia y precisión. A los turcos les puede faltar la comida, pero los alemanes tienen raciones llenas todos los días. Que es como debe suceder, según el punto de vista alemán. 

2 comentarios:

Uriel Cormorán dijo...

Me gustó mucho la anécdota del billete diseccionado y de los franceses negros que pelean para Turquía contra los franceses.

SUPPORT ANIMAL LIBERATION FRONT dijo...

Mal sea no tengamos que ingeniárnoslas así con el euro!...

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