Para la mayor parte de los hombres, su existencia tiene lugar realmente en el futuro. Encuentran en lo que quizá aún ha de ocurrir la posibilidad de justificarse. Esperan compensaciones por las desgracias sufridas, una felicidad nueva, impresiones más fuertes. Todo esto, en el caso de que su deseo no consista sencillamente en recuperar lo que han dejado escapar, reparar de algún modo las faltas cometidas, llevar a término las obras comenzadas.
En mí, es diferente. El futuro no tiene ningún sentido, ninguna forma: me parece completamente vacío y, en el fondo, considero que no existe. Son las imágenes del pasado las que me llenan de manera casi permanente. En los mejores momentos emergen en mí, con sus sensaciones, su tonalidad y sus colores, plenamente vivas y llenas de esencia.
Esos verdaderos milagros de la memoria son la mayoría de las veces provocados por los acontecimientos más insignificantes: una palabra cuyo sentido me es indiferente pero que es extrañamente subrayada, un ligero susurro que de una manera o de otra aflora a mis órganos auditivos, un olor sentido al pasar ante la puerta abierta de una casa; una impresión ínfima de esa naturaleza basta para hacer resurgir todo un mundo enterrado. Es así como me ha venido al recuerdo, hace algunos días, la historia de mi primer amor. Y eso es lo que quisiera contar aquí.
Mi primer amor, el más tierno y el más misterioso, tuvo por objeto una muerta. En el pueblo de montaña acogedor y ultracatólico donde, por decirlo así, retozó mi infancia -convertido hoy en siniestro y mundano lugar de sanación– ocurrió que la hija más joven de un respetado comerciante, que era también consejero municipal, murió de manera inesperada tras una breve enfermedad. Yo todavía no había cumplido los siete años y no sólo me mostraba abiertamente indiferente a aquella María, que debía tener alrededor de las diez primaveras, sino que incluso sentía algo parecido al desprecio, como en esa edad es propio de los muchachos con las muchachas. Nunca había ido a casa de sus padres, no había jugado nunca con ella y no le dirigía la palabra. Sólo sabía que ella existía, vislumbrando de vez en cuando su rostro insignificante, de sonrosadas mejillas, entre la pandilla de los colegiales. Fue al saber que había muerto cuando se despertó mi interés, he de decirlo, más por el incidente en sí mismo que por su persona.
En mi recuerdo me veo con algunos camaradas, sentados en un banco a la orilla del lago tan fatigados como de costumbre, casi extenuados por el juego, guiñando los ojos ante la superficie centelleante del agua, animada por un ligero movimiento. Uno de ellos propuso: “¡Vamos a ver a la pequeña María! ¡Su cuerpo ya está expuesto!”. Todos estuvimos de acuerdo y, movidos por la curiosidad, nos dirigimos hacia la casa de la muerta.
Al echar un vistazo por la ventana de la tienda vi al comerciante inclinado sobre sus libros de cuentas y a su mujer sirviendo a los clientes como de costumbre. Ese día, sin embargo, los dos batientes de la pesada puerta cochera estaban abiertos de par en par. Las cajas y balas de mercancías, que habitualmente obstruían la entrada, habían sido llevadas a un depósito situado en la parte de atrás. Un carruaje de postas que transportaba una pesada carga llegaba justamente con un ruido atronador y chasquidos de fusta. Subimos con paso firme la escalera recién lavada hasta el segundo piso y, después, acompañados en nuestra progresión por el olor a canela y raíces secas que llegaba de la vieja tienda, seguimos un estrecho corredor al final del cual se encontraba el salón.
Había sido preparado para la muerta. Al entrar no vimos al principio más que algunos cirios encendidos, pues, como veníamos del exterior, nuestros ojos aún estaban acostumbrados a la luz del sol. Con las persianas cerradas, la habitación era parecida a una pequeña capilla escasamente iluminada. Allí, sobre una cama que habían sobrealzado, yacía el cadáver, con medio busto levemente erguido. Con su vestido blanco adornado con lentejuelas, flores y pequeñas imágenes piadosas, ofrecía un espectáculo singular. A la turbación interior que sintió el muchacho que yo era por entonces, sucedió el mayor de los asombros. ¡Aquella no era la María que yo creía conocer! Un pequeño rostro, extraño, como hecho de cera, con pálidos párpados que ocultaban sólo parte de los globos oculares, y en cuya humedad se consumían lentamente las llamas de los cirios produciendo una impresión de vida.
Yo la contemplaba fijamente, sin perder detalle. Sus cabellos castaños le caían sobre la frente, rectamente cortados (por entonces, se denominaba a ese peinado un flequillo “a lo Gisele”, en referencia a la hija del emperador, la archiduquesa Gisele). Frente a la cama había un reclinatorio cubierto de coronas mortuorias; contra las paredes, objetos cotidianos –una máquina de coser protegida por una funda, aparadores en los que se habían dispuesto tarros de compota– contrastaban extrañamente con la cama de la difunta que estaba adornada como un altar. Yo tenía el corazón particularmente oprimido ante aquel cadáver –era el primero que veía– y me volví, un poco inquieto, hacia mis dos camaradas, que de hecho ya habían abandonado la habitación mortuoria y que, en el exterior, recibían de manos de una vieja mujer un trozo de pan. Era la costumbre: habían preparado dos cestas de pan para los visitantes. Aquella mujer –era la vieja sirvienta de la casa– entró en compañía de madame Gadenstätter, la comadrona del pueblo, y oí sus palabras sollozantes e impersonales detrás de mí.
La sirvienta le contaba a la otra el doloroso combate que la difunta había librado contra la muerte en el transcurso de la noche anterior y cómo éste había llegado a su fin al amanecer. También explicó que las ropas y medias se habían revelado demasiado pequeñas en el momento en que se había querido vestir el cadáver. “Oh, sí, los muertos se agrandan”, comentó la comadrona –lo que me hizo estremecer. Fue entonces cuando las dos mujeres me vieron. La sirvienta se adelantó hacia mí y me preguntó: “¿Quieres rociar con agua bendita a la pequeña María?”, al tiempo que me tendía una copa de pulido cristal llena de agua en la que flotaba una ramita de boj. Rocié vigorosamente a la muerta: el agua alcanzó sus pequeñas manos sólidamente juntas como para rezar, pero una espesa gota rodó también, como una lágrima, a lo largo de su rostro de una belleza inconcebible. Fue en esa ocasión cuando me di cuenta, por primera vez, de hasta qué punto era encantador. Yo estaba como fascinado, el cadáver de aquella niña era extrañamente seductor y sin embargo repulsivo en su inaccesibilidad.
Mis amigos me llamaban. Salí rápidamente de la habitación. El denso perfume de los cirios y un olor penetrante, que sólo podía emanar del mismo cadáver, me impelían a volver la cabeza.
El entierro de la pobre pequeña María tuvo lugar dos días después. Todos los niños del colegio, muchachos y muchachas, asistieron a él. Caminamos formando una larga fila delante del ataúd. Teníamos también una bandera, llevada con gran aplomo por un joven y esbelto campesino, que era el más fuerte de entre nosotros. El Padrenuestro y la Salutación angélica (¿en cuántos entierros no los habré oído después?) indefinidamente salmodiados por agudas voces, aún resuenan en mis oídos. Las incomprensibles oraciones latinas recitadas por el sacerdote al borde de la fosa, pero sobre todo el breve tintineo claro y ligeramente discordante de las campanillas, parecido a un gemido humano, me causaron una impresión tan duradera que, cuando de nuevo vuelvo a escucharlos hoy, me sumen en la mayor de las melancolías. A la Gloria de la exposición del cuerpo le siguió entonces la fosa profunda en la tierra, la pavorosa estrechez del ataúd, después los pesados montones de tierra que caían sobre la mortaja. Yo no llegaba a comprender por qué la inocente María, todavía viva un poco antes, había sufrido tal metamorfosis, víctima de un destino tan sombrío, mientras que nosotros nos quedábamos al calor en un mundo en el que era bueno vivir. Estaba persuadido de que, por alguna vía misteriosa, el cadáver debía sentir lo que le ocurría. Una piedad indescriptible me atormentaba, y por la noche susurré en mi cama ardientes palabras de amor dirigidas a la resplandeciente muchacha, que mi recuerdo no dejaba de sublimar.
No podía evitar pensar en ella. Sufría indeciblemente. Imaginaba que, cuando llovía, el agua se infiltraba poco a poco en el suelo y se introducía en el ataúd, mancillando a aquel ser angelical. Llegué incluso a llorar, lo que era muy raro en mí. Tenía que hacer algo: era absolutamente necesario que la pequeña María se convenciese de la sinceridad de mi amor y de mi admiración. ¡Qué pena se apoderaba de mí al imaginarla en su espantosa soledad, allí, bajo la tierra fría, arrancada a la comunidad amada que formaban sus padres, sus hermanos y hermanas y los demás niños! Ahora me asaltaban amargos remordimientos por no haberme preocupado de la muerta cuando aún estaba viva, por no haberle prestado nunca, ay, la menor atención. Había dejado escapar una ocasión única, ¡y a partir de ahora la pequeña María era para mí de una frialdad glacial! ¡Quería hacerle una verdadera ofrenda!
Guardaba desde hacía mucho tiempo un “tesoro”, escondido dentro de una sólida cajita. Mi pieza más preciosa: un fragmento de la asa dorada de un jarrón chino; tenía también un adorno de cotillón, que mi madre me había ofrecido, diversas insignias de un club de tiro así como un pequeño salero de rojo cristal tallado. Mi tesoro comprendía, igualmente, un general austriaco en uniforme gris azuloso que llevaba un fajín y un casco con penacho verde, que mi padre había pintado para mí con mucho arte y al que estaba muy unido –y, para acabar, una selección de mis más bellos cuadros. Ese era mi tesoro y aunque nunca suscitó la codicia de ladrón alguno, yo estaba convencido de que debía ser cambiado regularmente de escondrijo. Durante un tiempo lo dispuse bajo el asiento de un viejo fiacre que ya no se utilizaba; después en el tronco hueco de un sauce, completamente recubierto de despojos. Eso solo duraba, cada vez, algunos días. Tales eran los objetos –mis bienes más bellos y preciosos– que yo quería ofrecerle a la muerta.
Aproximadamente dos semanas después del entierro, mi padre tuvo que ausentarse por razones de su trabajo. Era de noche, yo había devorado mi rebanada de pan con mantequilla y llegó la hora de ir a acostarse. Le rogué entonces a mi madre que me permitiese ir una última vez al jardín para atrapar las mariposas nocturnas en el crepúsculo, pues esa es la hora en que estos animales vuelan en torno a la flores. Mi petición fue satisfecha como algo excepcional. Era evidente que mi madre se alegraba de ver que yo no compartía el tonto temor que las tinieblas inspiran a la mayoría de los niños. Bastaría con que llamase cuando quisiera entrar, y vendrían a abrirme la puerta de casa.
Mi piadosa mentira no me pesaba demasiado. Me precipité fuera, cogí mi tesoro –se encontraba entonces justamente detrás de la estrecha escalera que llevaba al granero de la casa, en un palomar abandonado–, trepé la empalizada del jardín parroquial, que lindaba con el nuestro, y me dirigí así por el camino más corto y sin hacerme notar hasta el cementerio. El crepúsculo estaba muy avanzado, y las numerosas clavelinas que florecían en las tumbas desprendían un perfume embriagador. Sólo brillaban las piedras tumbales de las sepulturas de ciudadanos de un cierto rango. El resto estaba sumido en la penumbra, pero encontré sin embargo, inmediatamente, la tumba que era para mí tan importante: la de mi amor.
Estaba situada detrás del osario, justo al lado del panteón de su familia donde reposaban toda una serie de parientes, muertos desde hacía mucho tiempo y desconocidos para mí. Con las manos y la ayuda de una pequeña tabla, cavé apresuradamente un agujero. Todo tenía que ocurrir con la mayor discreción y el menor ruido posible y no tuve, de hecho, ninguna dificultad en cavar en la tierra aún blanda, recién amontonada, un hondón lo bastante grande como para depositar allí mi tesoro. Todavía hoy, cuando ya han pasado cinco decenios, recuerdo perfectamente cómo mi corazón parecía querer salírseme del pecho y cómo tenía la garganta anudada mientras realizaba todo ese trabajo. En mi extrema agitación murmuraba: “¡Estás abandonada, completamente abandonada!” y otras palabras absurdas.
Cuando hube acabado, aplasté la tierra con la mano para borrar cualquier huella de mi paso. Mientras tanto, una oscuridad total había reemplazado a la penumbra. Fue entonces cuando oí pasos. Un camino partía del lago, atravesaba el cementerio, rodeaba la iglesia y llegaba hasta la plaza vieja. Vi un pequeño punto luminoso en la dirección de donde venía el ruido y adiviné en el acto que se trataba de la punta incandescente de un cigarro. El fumador pronto iba a pasar a mi lado, y, a pesar de las emociones que acababa de conocer, tuve ganas de aprovechar aquella extraña situación para hacer una de mis diabluras. Me dejé deslizar suavemente en las altas hierbas, al lado del túmulo de la pequeña María. Sólo estaba separado por una hilera de tumbas del sendero por el que el hombre, sin duda ebrio, avanzaba titubeando. Tendido en el suelo, yo no hacía el menor ruido y, en el momento preciso en que pasaba ante mí, lo llamé susurrando: “¡Psst, psst, ¡acérquese!”.
Dios mío, cómo me sorprendí cuando vi que el hombre se ponía a gritar, tiraba, asustado, su cigarro y corría hacia el lago. Poco después yo volvía a mi casa en la noche profunda. Mi madre dormía ya, pero la criada me esperaba y me abrió la puerta. Después de enterrar el tesoro, sentía que un lazo casi físico me ataba al cadáver que yo amaba por encima de todo. Sin duda, la muchacha había sido sustraída para siempre a nuestros ojos terrestres pero ella estaba aún presente en mi excitada imaginación. La veía ante mí, envuelta en sus velos, al alcance de la mano y misteriosamente seductora. Sólo algunos metros de tierra, en efecto, me separaban de la pequeña María. Yo podía ir discretamente a la tumba tantas veces como quisiera: nadie me perturbaba en mis divagaciones solitarias.
Transcurrieron tres meses; después, llegó la festividad de los muertos, esa triste jornada consagrada al recuerdo de los difuntos. Había nevado toda la noche anterior. La nieve se había fundido en gran parte dejando en los caminos grandes charcos de agua y mucho barro. Sin embargo, quedaba bastante como para algunas rápidas escaramuzas de bolas de nieve. Después de la comida nos dirigimos al cementerio. Mis padres, mi hermana –que estaba completamente endomingada– y yo, para ver las tumbas, que se habían adornado para la ocasión.
Busqué inmediatamente con la mirada la única tumba que contaba para mí, mi santuario. Sobre la cruz de madera habían colgado una corona de asters otoñales con un lazo negro; en cuanto al pequeño montículo, estaba cuidadosamente adornado de sinforosas. En su centro ardía la lúgubre llama de una lámpara funeraria. Fue entonces cuando el espanto se apoderó repentinamente de mi corazón. Al lado de la tumba, pisoteada en el barro, vi la más preciosa de las cosas que había enterrado: mi magnífica medalla de cotillón. La situación me apareció entonces en todo su horror. ¡El tesoro que yo había escondido había sido descubierto por el jardinero o la persona –fuera quien fuese– que había preparado la tierra para la festividad de los muertos!
Me puse a buscar febrilmente los demás objetos. Cerca del muro del cementerio, aislado por una empalizada de tablas, se encontraba un rincón de tierra no consagrado. Estaba cubierto de ortigas y otras malas hierbas. Era allí donde se enterraban a los niños nacidos prematuramente y fallecidos a los que no había dado tiempo a bautizar, y los miembros amputados, así como los cuerpos de los suicidas que se sacaban del lago. Fue ahí, también, donde mi ojo petrificado pronto descubrió los otros lamentables vestigios de mi tesoro: fragmentos del asa del jarrón, una pequeña águila dorada de dos cabezas, un ciervo con una minúscula diana en el extremo de una cinta negra y amarilla, y después, completamente arrugado y destrozado por la humedad, el pequeño paquete que contenía mis laboriosos cuadros y, para acabar, la cabeza arrancada del general que mi padre había pintado para mí con tanto arte.
Alfred Kubin, Historias Burlescas y Grotescas, 1926
3 comentarios:
no abandones, estamos esperando...
venga, tío, déjate de milongas y cuelga algo
coming soon, man... thanx!
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