Los personajes extraviados no son raros en literatura, de hecho son lugar común: de Raskolnikov a Marc Stanley Fogg, pasando por el increíble protagonista sin nombre de "Hambre" de Knut Hamsun, la lista es casi infinita. ¿Qué convierte en especial al Fabian de Erich Kästner? Primero, la singularidad de su carácter (un moralista siempre dispuesto a meterse donde no le llaman). Segundo, un talento innato para la sátira que hubiera hecho las delicias de Karl Kraus, a quien sin duda Kästner seguía. Tercero, estar situado de forma natural en el ojo de un huracán: el Berlín de 1931, con el desesperado gabinete de Brüning gobernando mediante decretos de emergencia y el partido nazi obteniendo seis millones de votos y 107 escaños en el Reichstag.
Es el "Berlín de las masas", como el médico francés Gustav Le Bon escribe poco antes:
"En una unión casual o intencionada de individuos, bajo influencia exterior, se crean sentimientos unánimes a través de los cuales se forma un alma común. La capacidad de trabajo mental disminuye y la facultad crítica de diferenciar lo verdadero de lo falso desciende hasta llegar a anularse totalmente".
En este contexto, que uno sospecha accidental a pesar de todo, cobra relieve el protagonista, un periodista de provincias sin empleo atrapado en el lapso entre un mundo desplomado y otro que se alza en forma de pesadilla, con la maldición añadida de no poder cerrar los ojos. Un "testigo ocular" estrangulado por la sensación de no saber qué hacer, qué decir -reveladores son esos accesos de silencio que sufre en algunos capítulos- ni adónde ir.
Es naturalmente un trasunto literal de Erich Kästner. Nacido en Dresde en 1899, Kästner tomó Berlín por asalto en 1927 tras combatir en la I Guerra Mundial y ganarse una afección cardiaca de la que no se libraría de por vida: se convirtió en una de las firmas habituales de periódicos como el Berliner Tageblatt y Vossische Zeitung, escribió poesía, guiones cinematográficos, participó en cabarets literarios y revistas teatrales y, para más inri, vendió dos millones de ejemplares de su novela infantil "Emilio y los detectives" (todavía hoy, esta y las que le siguieron pueden encontrarse en cualquier biblioteca española), siendo adaptado en dos ocasiones por Walt Disney en América.
"Fabian" es casi su única muestra de narrativa para adultos: una experiencia catártica y la prueba de que, pese a todo, las cosas definitivamente no iban bien para él ni para nadie:
"Fabian se sentó en una cervecería muy cerca del paso bajo nivel del ferrocarril de Halensee. Las conversaciones de sus vecinos de mesa le parecían totalmente sin sentido. Un pequeño dirigible iluminado, que llevaba en grandes letras la inscripción "Chocolate Triunfo", volaba por encima de sus cabezas hacia la ciudad. Un tren con las ventanas iluminadas pasaba por debajo del puente. Autobuses y tranvías recorrían la calle en una cadena ininterrumpida. En la mesa de al lado, un hombre cuyo cogote se deslizaba por encima del cuello de la camisa, contaba chistes, y unas cuantas mujeres sentadas junto a él chillaban como si hubiera ratones bajo sus faldas.
"¿Y qué sentido tiene todo esto?, pensó; luego pagó la cuenta y se marchó a su casa"
Lejanamente emparentada con "Berlín Alexanderplatz" en su método de montaje, entre expresionista y cinematográfico, Kästner rasga con las uñas la pantalla de su tiempo, y las imágenes se suceden como relámpagos, demasiado mordaces para resultar dramáticas: en el capítulo 19 lo escuchamos dirigirse a un muerto, el 9 nos describe un cuadro de lesbianismo y prostitución, el 6 un grotesco enfrentamiento a tiros entre un comunista y un nazi en un parque de Berlín.
El 14 da cuenta de un sueño alucinante, en esta ocasión más proclive a ser adaptado al cine por Tim Burton que por Disney:
"Fabian tenía hambre y sed y estaba mortalmente cansado. Vio que la calle no terminaba, pero seguía andando y quería llegar hasta el final.
- No vale la pena – dijo una voz
Se dio la vuelta. Detrás de él estaba el viejo inventor con la esclavina descolorida, con el paraguas mal enrollado y el sombrero grisáceo y tieso.
- Buenos días, querido profesor –exclamó Fabian. Creí que estaba usted en el manicomio.
-Esto es precisamente el manicomio –dijo el viejo, y golpeó uno de los edificios con la empuñadura de sus paraguas.
Produjo un sonido de hojalata y luego se abrió un portón donde no había nadie.
-Mi último invento –dijo el viejo-. Permítame usted que vaya delante, querido sobrino, aquí estoy en mi casa.
Fabian le siguió.
En el cuchitril del portero estaba el director Breitkopf, en cuclillas y sujetándose el vientre, gimiendo.
- Voy a tener un niño. La secretaria ha vuelto a descuidarse.
Luego se dio golpes en la cara, que sonó como un gong.
El profesor introdujo el paraguas mal enrollado en la garganta del director y lo abrió. La cara de Breitkopf estalló como un globo.
- Muchísimas gracias –dijo Fabian.
- Ni lo mencione –contestó el inventor-. ¿Ha visto usted ya mi máquina?
Cogió a Fabian de la mano y le condujo, a través de un pasillo iluminado por una luz azulada de neón, hacia el exterior. Delante de ellos se levantaba una máquina tan grande como la catedral de Colonia. Ante la máquina había obreros semidesnudos armados con palas con las que echaban cientos de miles de niños pequeños a una caldera gigantesca, en la que ardía un fuego rojo.
- Venga usted al otro extremo –dijo el inventor. Marcharon por cintas transportadoras a través del patio grisáceo-. Aquí –dijo el viejo, y señaló al aire.
Fabian miró hacia arriba. Unos convertidores Bessemer inmensos e incandescentes bajaban, volcaban automáticamente y vaciaban su contenido encima de un espejo horizontal. El contenido estaba vivo. Hombres y mujeres caían encima del vidrio resplandeciente, se ponían derechos y miraban, como hechizados, su imagen palpable y, sin embargo, inalcanzable. Algunos hacían señas hacia la profundidad, como si se reconocieran. Uno sacó una pistola y disparó. A pesar de haber apuntado directamente al corazón de su imagen, se dio en el dedo gordo de su pie real, y torció el gesto. Otro estaba dando vueltas sobre sí mismo. Obviamente quería dar la espalda a su imagen, pero el intento fracasó.
- Cien mil al día –explicó el inventor-. Y eso que he acortado el horario de trabajo introduciendo la semana de cinco días.
- ¿Todos son locos? –preguntó Fabian.
- Es sólo una cuestión semántica –contestó el profesor. - Un momento, está fallando el embrague.
Se acercó a la máquina y empezó a hurgar con el paraguas en una abertura. De repente, desapareció el paraguas. Luego desapareció la esclavina, que tiró del viejo y se lo llevó. Ya no estaba. Su máquina se lo había tragado.
Fabian regresó por la cinta transportadora a través del patio.
- ¡Ha ocurrido una desgracia! –Avisó a gritos a uno de los obreros semidesnudos.
En aquel momento cayó un niñito de la caldera. Llevaba gafas de concha y un paraguas mal enrollado en sus manitas. El obrero recogió al bebé con la pala y lo devolvió a la caldera ardiente (...)".
Como es de suponer, Käster tuvo sus encontronazos con el régimen de Hitler: la Gestapo lo interrogó en varias ocasiones, encerrándolo durante un tiempo, y hacia finales de los 30 disfrutó del privilegio de asistir en primera fila a la quema de sus libros por las turbas enloquecidas. En 1944 los bombardeos aliados destruyeron su casa berlinesa, arrasando poco después Dresde, la ciudad que lo vio nacer y a la que mitificó con la añoranza del paraíso perdido. Huyendo del asalto final soviético a Berlín, se inventó junto con otros una cita para un supuesto rodaje que le permitió llegar a Mayrheim, en el Tirol.
Tras la guerra se instaló en Munich y continuó formando parte de la vida cultural alemana, pero su producción declinó y hacia los años 60 desarrolló problemas de alcoholismo que acabaron neutralizando su fe, o su creatividad, o ambas cosas. Los premios y el reconocimiento sin embargo nunca le faltaron. Pacifista y crítico con la entrada de la RFA en la OTAN, impotente frente a la desastrosa naturaleza humana pero todavía con la esperanza intacta en los niños (a los que siguió complaciendo con libros infantiles) Kästner se mantuvo solitario y expectante hasta su fallecimiento en 1974, superado por el implacable devenir del tiempo y de esa cultura de las masas en la que continuamos atrapados hoy, pero todavía con los ojos bien abiertos.
Erich Kästner, tras la guerra
Kästner en 1930
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