1916. NAcimientO oficial de dadá, bajo el nombre de dadá, EN zÚRICH.
1916. En Francia, la batalla de Verdún se desarrollaba con violencia. En París, sin duda con el fin de levantar la moral de la retaguardia, se organizaba, en el vestíbulo del diario Le Matin, una exposición que mostraba, en vitrinas, cortezas de pan negro, el pan K, ese al que llamaban KK y que comían, al parecer, los alemanes víctimas del bloqueo y amenazados por el hambre. En esos tiempos en los que sobre las paredes crecían oídos, podía ser fatal olvidar un sombrero que llevara la etiqueta de un sombrerero de Viena o de Berlín: le tomaban a uno indefectiblemente por un agente de los Habsburgo o de los Hohenzollern y era objeto de la furia ciega de los patriotas atacados de espionatitis. De día, de noche, algunas palomas con las alas dobladas y marcadas con la cruz de hierro sobrevolaban París. Alarmas nocturnas obligaban a los durmientes a bajar en pijama a los sótanos. Esta ceremonia en la que se hacía patente el pánico colectivo me aburría tanto que yo fingía, para no asistir a ella, no oír nada de nada. Pero mi madre, que se sabía un poco dura de oído, se ataba a la muñeca a nuestro perro, cuyas sacudidas provocadas por el terror de las sirenas la sacaban del sueño. Entonces ella me arrastraba al sótano, con rapidez y a menudo con el pantalón del revés. Una noche, desde la ventana de mi habitación, vi dar vueltas alrededor de la Torre Eiffel, en cuyas proximidades vivíamos, un maravilloso, un milagroso zeppelin. Cogido entre los reflectores, su cola de plata brillaba y pude distinguir perfectamente a la tripulación corriendo despavorida a lo largo de la barquilla. El dirigible intentaba huir, lo consiguió y no fue alcanzado hasta Saint-Quentin, donde la defensa antiaérea terminó por abatirlo. 1916 fue el décimo año de mi vida y, en la capilla de San Luis Gonzaga, hice mi primera comunión el mismo día del entierro de Galliéni, Gobernador militar de París y héroe de guerra.
En aquella misma época, mi padre me llevaba a los espectáculos que le divertían. Me llevaba al Circo de París, convertido en teatro por las necesidades de una temporada de opereta, y allí vi y escuché a la encantadora Gaby Deslys en el papel de Miss Helyett, entre muchos otros . El Trianon Lírico embelesó mi juventud desde Madame Angot a Mariage Secret. Otro circo, el Cirque d’Hiver, se convirtió temporalmente en un cine sobre cuya pantalla desfilaron ante mis ojos, prestos a cualquier deslumbramiento, Judex y Les Mystèries de New York, Max Linder, Rigadin y Charlot.
Un primo mío, médico militar en Nogent-le-Rotrou, me acostumbró al espectáculo del horror haciéndome visitar el hospital de la ciudad donde cuidaba y reparaba a los que habían sido heridos en la cara y que se llamaron, más tarde, los gueules casées.
Tenía trece años y la guerra había acabado hacía algunos meses. Mi amor por la poesía era mayor que cualquier otro gusto y me entusiasmé por los poetas publicados por Le Mercure de France que mi padre traía por lotes, en orden alfabético. De este modo leí a Elskamp antes que a Laforgue y Rimbaud.
El incansable espíritu de mi precocidad me empujaba a direcciones más y más audaces. Por ejemplo, del teatro de Bataille me dirigí hacia manifestaciones de espíritu menos estacionario, que el público intelectual calificaba de vanguardia y la mayoría de alienación mental. Ya entonces había oído a mi familia y vecinos ridiculizar el ballet Parade. Sus autores, Erik Satie, Jean Cocteau y Pablo Picasso, en mi corazón palpitante, llevaban la aureola de la libertad, de la audacia y del escándalo. Me interesaba secretamente todo lo que se relacionaba con ese modernismo tan despreciado y que todos rechazaban con horror. Comencé a frecuentar ciertas librerías que difundían las ideas menos convencionales y que proponían a mi juventud ardiente y conquistada de antemano una literatura prohibida. Me apasioné por Apollinaire, del que supe que acababa de morir, y por Max Jacob del que no me cabía ninguna duda sería pronto mi amigo. En casa de Adrienne Monnier encontré revistas como Sic y Nord-Sud en las que se manifestaba el nuevo espíritu. Al franquear la puerta de una librería sita en la avenida Kleber, Au Sans Pareil, entré en un mundo cuyo descubrimiento me hechizó.
Para los escolares de aquellos tiempos Rimbaud no existía. No figuraba en la Literatura de Desgranges, y la de Lanson, más adusta y más seria, no mencionaba su nombre más que en una nota peyorativa. Mi descubrimiento de Rimbaud me valió la penúltima bofetada por parte del autor de mis días que, sin embargo, no recurría jamás a ese argumento. Preciso penúltima porque la última bofetada me fue otorgada después de una increíble algarada a propósito de una adquisición que acababa de hacer, la de Cinéma calendrier du coeur abstrait, poemas de Tristan Tzara ilustrados con grabados sobre madera de Hans Arp. A un primer vistazo mi padre se divirtió mucho con el gendarme amour qui pisse si vite. Pero su buen humor no resistió la extrañeza del verbo y del trazo que caracterizan ese libro en su conjunto. Mi padre se sublevó contra lo que se le escapaba, y contra el sentido del libro y la inteligencia de su hijo. Estaba furioso, fuera de sí. Para mí había sonado el momento de la rebeldía. Una semana más tarde escribí, a la cabeza de mi redacción de francés sobre la querella entre Antiguos y Modernos, este epígrafe tomado de Tzara: la cola del diablo es una bicicleta. Acabábamos de entrar en contacto, mi padre y yo, con dadá, el cual, en ambos casos, había alcanzado su meta: desmoralizar a uno y cargar al otro de dinamita.
En la librería Au Sans Pareil que, retrospectivamente, podía pasar por ser el depositario general de las publicaciones dadá, su director, René Hilsum, editaba a los jóvenes poetas, exponía a los últimos pintores y se entregaba al proselitismo más contagioso. Si se quería estar al corriente de la trepidante actividad de este insólito, de este misterioso movimiento que se llamaba absurdamente dadá, allí se encontraba la documentación indispensable. Los primeros números de dadá venían de Zúrich: la revista 391 para cuya publicación Francis Picabia había utilizado impresores de diversos países; Littérature, dirigida por Louis Aragon, Andre Breton y Philippe Soupault; un poco más tarde Proverbe, en la que Paul Eduard propagaba las imágenes sobre las cuales su poesía tiene el secreto; manifiestos, panfletos, folletos de todos los colores y todas las tipografías, agresivos, desconcertantes, rozando el insulto y el sinsentido, aparecían junto a publicaciones más trabajadas, obras de escritores cuyo talento no admitía ninguna regla y su espíritu ningún freno. Sucedía lo mismo con los pintores que exponían en aquel lugar. El atrevimiento de esas manifestaciones sobrepasaba cualquier medida. Visitantes y periodistas se sentían burlados y se marchaban. Todo informaba. Si se quería conocer la historia de dadá, ese monstruo en pleno desarrollo, no había más que abrir los ojos, mirar y ojear todos aquellos impresos. Si se consultaba por ejemplo aquel almanach dada, obra bilingüe, francés-alemán, publicado en Berlín en 1920, en cuya cubierta bizqueaba la cara de Beethoven, de la página 10 a la 28 se podía escuchar a Tristan Tzara. Su relato se titulaba: chronique zurichoise (1915-1919). El tono era entusiasta y su estilo adornado con estampas, alerta, sincopado y un tanto sorprendente. Uno se enteraba de que dadá era internacional, que su actividad en el campo artístico y literario podía revestir los más diversos aspectos y que, según los países, se intelectualizaba o se orientaba al pueblo. Sensible a los acontecimientos, su rebelión espiritual guardaba sin embargo su autonomía, y en todas partes mantenía siempre una provocación enorme, una provocación a cualquier precio y por todos los medios, una obsesión, un desafío perpetuo.
Dadá ganaba terreno. A las exposiciones y ediciones de Au Sans Pareil se sumaron inmediatamente las de Povolovsky y las de la Librairie Six. Dadá se multiplicaba. Sus manifestaciones se hacían más frecuentes y ganaban intensidad. Penetraba en todas partes. Al mismo tiempo que era un anexo de la revista Littérature, y que engendraba otros periódicos simpatizantes, hacía que se hablara de él en los periódicos del mundo entero. Al mismo tiempo que hacía su aparición en Pekín, la prensa parisina intentaba reaccionar y calificaba a dadá de germanófilo. “No nos dejamos engañar y tomamos nota de los nombres de los Dadaístas que tienen una sucursal en Berlín”, había proclamado L’Intransigeant en 1918, y este argumento se utilizará una y otra vez. Dadá molestaba a todo el mundo porque se oponía al arte bajo todas sus formas, aunque fueran de vanguardia. Destructor de ideas heredadas y destructor de reputaciones establecidas, todo bienestar del espíritu se consideraba imposible fuera de la euforia dadá. Todo le servía para alcanzar sus fines, la publicidad y el insulto, la confusión y la risa, la afirmación desconcertante y la estruendosa negación. A los pueblos no les gusta que se desordene su lenguaje, ni a las clases sus costumbres. Todos comulgan con el respeto al heroísmo y a las lágrimas. Ahora bien, dadá lo revolucionaba todo, escupía sobre todo, ignoraba las ideas admitidas, las instituciones establecidas y los sentimientos más sagrados. Su valor residía en la apología del abandono de todo. Utilizaba la sinrazón teniendo razón. Metía en el mismo saco a burgueses e intelectuales; dadá cortaba el camino a la reacción y también a la vanguardia. Su ironía superaba el desastre, y nadie parecía darse cuenta.
Así es como se presentaba al público dadá. Así es como aparecía en mi enfebrecida juventud, ebria de espacio intelectual, ebria de libertad. Era preciso que uno hiciera suya esta rebeldía si no quería perecer en la sofocante literatura de la época. Hablar de dadá como lo haría un historiador académico sería una traición. Ante todo, es preciso restituirle su subversión y su violencia. También se trata de hacer que se oiga su risa, de perpetuar su frescura y su vitalidad, eso es lo único que hoy importa, eso es lo que hay que conseguir que se oiga hoy, eso es el malestar que importa que no se calme. Que un chupatintas llene con su prosa mediocre y clasificadora el grueso papel couché de las revistas de arte al servicio del nuevo conformismo burgués sólo desnaturaliza el auténtico sentido de su intervención. Dadá insultaba al público, dadá escapaba de toda catalogación, dadá se oponía violentamente a los panegíricos con que hoy se le mancha, volcando los incensarios que ahora se agitan en su honor. Los que hoy le alaban son los mismos que ayer le despreciaban. El tiempo pasa, las guerras lo hacen todo moderno. Pero no se aprisiona una nube en una jaula. Los Pensums no saben reír como reía dadá y el escándalo no se codifica más que cuando se le pone precio.
Por lo demás, todo esto me resulta perfectamente dadá.
“La Aventura Dadá 1916-1922”. Georges Hugnet
The International Dada Archive
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