- Era una narración estupenda –dijo Enrique- . Estaba en un libro que mi padre sacó de la biblioteca y la leí durante los días que estuve metido en casa, con aquel resfriado.
- ¿De qué trataba? –preguntó Guillermo.
- Se hablaba en ella de la guerra atómica –explicó Enrique-. Después de la lucha, al final, sólo quedaban cuatro personas con vida, las cuales tenían que iniciar una nueva civilización.
- ¡Hombre! Una cosa que me gustaría hacer –declaró Guillermo-. A mí me parece que organizaría una mucho mejor que la que ahora tenemos.
- Se lleva muchos años para crear una civilización –advirtió Pelirrojo.
- No es necesario tanto tiempo –dijo Guillermo-. Apuesto lo que queráis a que yo podría dar lugar a una con bastante rapidez. Sería como volver a los tiempos primitivos para empezarlo todo de nuevo. Siempre ansié hacer una cosa así. He visto pinturas de las épocas primitivas y me parecieron sorprendentes.
- Yo también he visto cuadros de esos –manifestó Douglas-. Se me antojó peligroso cuanto contemplé en ellos.
Los Proscritos habían tenido que refugiarse en el viejo pajar, a consecuencia de un aguacero, y se entretenían hablando, en una conversación llena de altibajos, mientras esperaban a que cesase la lluvia.
“Jumble” se encontraba junto a la entrada, mirando hacia arriba y a un lado y otro, abatiendo el rabo ocasionalmente contra el suelo, como si quisiese dar a entender que aprobaba lo que acababa de decir uno de los chicos.
-No hay nada de eso- dijo Guillermo-. Lo peligroso verdaderamente es la civilización moderna, con sus coches, con sus criminales fugitivos, con la gente que pone vallas y cercos de alambre de espino alrededor de sitios interesantes, para que te arañes o te caigas si trepas hasta lo alto, con los profesores que ponen tareas agotadoras para hacer en casa… ¡Eso es lo peligroso!. Bueno, ¡ya está!. Pensemos en lo que tendremos que hacer para empezar una nueva civilización.
- Ahora llueve menos –dijo Douglas.
- ¡Qué va! –exclamó Pelirrojo-. Llueve más que nunca… De todos modos, ¿a qué viene ponerse a imaginar lo que haríamos para empezar una nueva civilización? Lo más probable es que no haya nunca una bomba atómica.
- Puede haberla –medió Enrique, lentamente-. Es de lo que se ocupaba aquel libro. Puede desencadenarse muy fácilmente, de pronto. Basta con que alguien, en cualquier país, se vuelva loco y apriete un botón… La guerra se extiende en nada de tiempo… Luego quedan, a lo mejor, cuatro seres humanos, para empezar una nueva civilización.
- Como nosotros cuatro –indicó Pelirrojo.
- Podríamos ser nosotros, sí, los que quedáramos –manifestó Guillermo-. Hay muchas razones para pensar eso… Tenemos tantas probabilidades como los demás.
- Y todo podría suceder en un segundo –dijo Enrique.
- Bueno… Pues entonces, lo que hemos de hacer es llevar a cabo una especie de preparación –declaró Guillermo-. No es nada bueno dejar las cosas para última hora. Si vamos a ser lo únicos seres que queden en el mundo para empezar una nueva civilización, hemos de pensar en ello.
- ¿En qué hemos de pensar…? –quiso saber Pelirrojo.
- Pues… hay muchas cosas… -contestó Guillermo-. Tenemos que pensar qué clase de civilización vamos a crear.
- Sí… -contestó Enrique-. De momento, está el problema de la educación…
- Eso no tiene por qué preocuparnos –declaró Guillermo-. Estoy liado toda mi vida con el asunto de la educación y no veo que ésta me haya hecho ningún bien. Pienso frecuentemente que lo habría pasado mejor sin ella.
- Leer y escribir es útil –afirmó Enrique.
- Sí. Supongo que tendremos que ocuparnos un poco de esas cosas –corroboró Guillermo-. Pero daremos de lado, en cambio, la geografía, el francés, la historia y otras materias semejantes, entre otras razones porque no existirán. Quiero decir que todo va a ser borrado del mundo, todo menos nosotros.
- Será como lo que ocurrió cuando el Diluvio, según cuenta la Biblia –aventuró Douglas.
- ¿Y de comer qué? –inquirió Pelirrojo.
- Los salvajes se alimentan con granos –notificó Enrique.
- Una vez probé a hacer lo mismo que ellos y me puse enfermo –informó Douglas.
- La gente de los tiempos prehistóricos se alimentaba con la carne de los animales salvajes –dijo Guillermo-, y nosotros vamos a volver a aquellas épocas… También necesitaremos las pieles de los animales salvajes, para vestirnos.
- Pero, ¡si ya no habrá animales salvajes! –exclamó Pelirrojo-. Todos habrán sido barridos por la bomba atómica.
- Puede ser que queden con vida algunos del parque zoológico o de otra parte –alegó Guillermo-. Hay que ser razonables. Si en el mundo quedan unos cuantos seres humanos con vida, lo mismo puede pasar con los animales que conocemos hoy…
- Si los animales son del parque zoológico serán bestias domesticadas y no salvajes –declaró Enrique-. Casi todos los animales del zoológico son así.
- Bueno, podríamos arreglárnoslas primeramente con animales domesticados, a los cuales enseñaríamos después a comportarse como salvajes –dijo Guillermo-. Será mejor que empecemos por los más pequeños. Tenemos, por ejemplo, el ratón de Enrique…
- Nunca harías de él un ratón salvaje –aseguró Enrique-. Y de todos modos es el mismo, sumamente pequeño…
- Todo empezó siendo pequeño –indicó Pelirrojo-. Luego apareció esa cosa llamada evolución, que hizo grandes a los seres.
- Se necesitaron años para que sucediera eso –advirtió Guillermo-, y nosotros no podemos esperar tanto. Tenemos ya once años. Y ya no nos queda tanta vida por delante… La bomba atómica, por otro lado, puede caer en cualquier momento, cuanto menos lo esperemos.
- Y yo diría que debe de costar mucho trabajo preparar la carne de los animales salvajes –dijo Pelirrojo-. No podemos comérnosla cruda.
- A mí me parece que unos cuantos botes de conservas sería mejor –declaró Douglas.
- Muy bien. Nos haremos con ellos –repuso Guillermo.
- Supongo que es lo que harían después del Diluvio –dijo Douglas-. Podría conseguir algún trigo para sembrar… La señorita Polliter, nuestra vecina, cría gallinas y yo sé dónde guarda el trigo con que las alimenta. Está en un cobertizo. No me costará trabajo quitarle algunos granos.
- De acuerdo –aprobó Guillermo-. Supongo que todos estamos conformes en que no habrá escuelas.
- Las personas necesitan tener algún conocimiento de aritmética –alegó Enrique-. De esta forma pueden contar.
- Podemos pasar muy bien sin la aritmética –declaró Guillermo-. Tenemos los dedos, ¿no?
- ¿Y de libros, qué? –preguntó Pelirrojo ahora.
- Tal vez con uno tendríamos bastante –repuso Guillermo-. Pero la verdad es que no son necesarios. No me acuerdo de un solo libro que valiera la pena imprimir. Con un libro hay más que suficiente. Gracias a él, la gente de la nueva civilización aprenderá a hacer frases como “Prohibida la entrada”, que se utilizaría cuando hubiese trozos de terreno que perteneciesen a diferentes dueños.
- ¿Y qué me dices de las casas? –inquirió Enrique.
- ¡Oh! No habrá casas, naturalmente- repuso Guillermo-. ¡Ni hablar, hombre! Nada de casas con alfombras, adornos, muebles y otros útiles. Es precisamente una de las cosas peores de la civilización, la vivienda de hoy. Viviremos en chozas.
- Todo será exactamente igual que después del Diluvio –dijo Douglas. Este pensamiento pareció producirle una gran confianza y satisfacción-. Supongo que ya entonces aquella gente se las construía.
- ¿De qué las haremos? –preguntó Pelirrojo.
- ¡Bueno! Cortaremos ramas de árboles… Emplearemos también otras cosas –repuso Guillermo, vagamente.
- Necesitaremos disponer de herramientas –advirtió Pelirrojo.
- Sí –consideró Guillermo-. Es una de las cosas que tenemos que procurarnos. Empezaremos a seleccionar nuestro equipo ahora mismo. Si todo se va a desarrollar con la rapidez que ha dicho Enrique, hemos de tenerlo todo dispuesto.
- ¿Dónde las guardaremos? –inquirió Pelirrojo.
Guillermo miró a su alrededor, fijándose especialmente en los rincones más oscuros del pajar.
-Este sitio es bueno –manifestó-. Podríamos traer las cosas aquí, guardándolas en este lugar. Las cubriríamos con trapos o sacos. Nadie las descubriría. De todos modos, aquí no viene nadie, más que nosotros… Traeremos nuestras cosas el sábado. Douglas se hará con el trigo y los demás iremos pensando en todo lo que puede ser de utilidad. Después, haremos una selección… Es hora ya de irse a comer. Estoy hambriento y hoy tenemos en casa pastel de liebre.
- Tendrás que irte acostumbrando a los granos –dijo Pelirrojo.
- Me iré acostumbrando cuando llegue el momento –contestó Pelirrojo.
- Aquella gente pudo llevar peces en el arca –consideró Douglas.
***
Guillermo fue el primero en llegar. Era portador de una sierra de dientes irregulares, un mango de escoba y un cubo que tenía un orificio en las proximidades del borde. De uno de los bolsillos de sus pantalones sacó un abrelatas; de otro, extrajo una linterna; se había colgado del cuello un neumático. Pelirrojo llegó unos instantes después. Aportó una raqueta de tenis con algunas cuerdas menos, unos patines, un guante de boxeo y un bote de guisantes cocidos. Cada uno echó una mirada crítica a las aportaciones del otro, durante la operación de almacenamiento de ellas en el rincón del viejo pajar.
- Supongo que podremos enderezar debidamente la hoja de sierra –dijo Guillermo-. El mango de escoba hará de cachiporra primitiva. Las gentes de la primera época de la humanidad las llevaba siempre, como armas.
- ¿Y para qué va a servir el neumático? –inquirió Pelirrojo.
- Podemos hacer muchísimas cosas con él –contestó Guillermo-. Lo encontré en una zanja que hay cerca de mi casa y me pareció que era una lástima dejarlo allí. Como puedes ver, se halla en bastante buen estado. Ya verás cómo nos resulta útil. Podría ser la base de una especie de vehículo… Con su goma será posible tapar el agujero del cubo… La goma sirve para tapar muchas cosas. Entonces, emplearemos el cubo para acarrear el agua que necesitemos. El cubo sirve, además, para guardar cosas, para transportarlas… ¡Ah! Fijaos… -Guillermo hundió una mano en uno de sus bolsillos y extrajo una caja de cerillas-. Me las he traído para cuando queramos encender una hoguera… En esta nueva civilización tendremos necesidad de fuego… Oye, tú: ¿para qué te has traído esa raqueta? Poco es lo que queda de ella en buen estado.
- La raqueta será un buen arma –explicó Pelirrojo-. Es muy fuerte. La usaremos para capturar peces si remendamos su trama un poco. Es posible que tenga otras muchas aplicaciones.
- Un guante de boxeo no puede ser de mucha utilidad –opinó Guillermo.
- Sí que es útil –señaló Pelirrojo-. Siempre es mejor algo que nada, de todas maneras.
- ¿Qué haremos con el cedazo?
- Si tenemos que beber agua de los ríos, la filtraremos primero con el cedazo, para despojarla de gérmenes.
- La nueva civilización no debe sentir preocupación con respecto a los gérmenes –dijo Guillermo-. Apostaría lo que fuese a que los hombres primitivos tenían sin cuidado los gérmenes –el chico examinó más detenidamente el cedazo-. Hay un puñado de orificios tapados. Por este cedazo se van a colar los gérmenes a centenares.
- Es viejo y lo habían desechado –declaró Pelirrojo-. No lo hubiera podido traer de haber estado en buen uso… Creo que los patines van a ser útiles de verdad. No habrá caballos salvajes que domar y habrán de pasar muchos años antes de que inventemos los trenes. Con los patines podremos cubrir largas distancias en esta nueva civilización… Aquí está Enrique. Seguro que trae algunas cosas buenas.
Las aportaciones de Enrique sin embargo resultaron un tanto decepcionantes. Habíase hecho responsable de la cultura artística y literaria de la nueva civilización, siendo portador de una vieja y destrozada cartera de mano, de la cual sacó una guía telefónica de Londres, y también un descolorido retrato del señor Gladstone. Sus únicas concesiones a la faceta práctica de la situación fueron un bote y una madeja de hilo.
- ¿Para qué demonios has traído eso? –le preguntó Guillermo, señalando la guía telefónica y el retrato del señor Gladstone.
- Bueno, yo he pensado que tendría que tendría que haber un poco de instrucción –respondió Enrique en tono de excusa-. En la guía telefónica se encuentran montones de palabras. Servirán para enseñar a pronunciar, a hacer frases, a indicar lo que se quiera. También contiene alguna geografía. Hay un mapa que abarca todos los lugares de las cercanías de Londres, además de la capital. Es posible que resulte muy útil.
- ¿Y éste para qué sirve? –preguntó luego Guillermo, contemplando con muy poca simpatía la arrugada faz del señor Gladstone.
El tono de excusa con que se había expresado Enrique se hizo más evidente.
- Ha estado en el desván, con otras muchas cosas, durante años… Pero es un “cuadro”. Es… “arte”. Alguien debió ser el autor de esta “obra”. Pensé que no estaba nada mal empezar la nueva civilización con una muestra de arte… También pensé en la música. Hemos de contar en la nueva civilización con ella –sacó una trompeta del fondo de la cartera-. Habrá cosas mejores, pero ésta nos sirve. La usaban en las representaciones escénicas del colegio, en las que yo hacía de heraldo.
Guillermo contempló la trompeta, haciendo un gesto de aprobación.
- Bien. Supongo que hace ruido. Y en eso, sencillamente, consiste la música cuando se piensa con un poco de atención en ella. Sí, puede sernos útil… ¿Dónde estará Douglas? Le había encargado que trajera las semillas y éstas son una parte muy importante de nuestro plan.
Douglas pudo ser visto avanzando lentamente por el césped. Empujaba un carretón dotado de una sola pata sana, que parecía contener un surtido de los más variados artículos.
- No creo que todo esto vaya a hacernos un gran papel –dijo Pelirrojo, examinando todo-: una vieja tulipa… cordones… una funda de gafas, vacía… un viejo sombrero… ¡Dios mío! Fijaos; un tenedor para asados… una caja de bombones…
- Estas cosas las saqué del recipiente en que mi madre guarda los objetos desechados, que luego vende a compradores ambulantes. Se trasladó al jardín y yo tuve que moverme con mucha rapidez, para evitar que me sorprendiera a la vuelta. Son chismes que ella no quiere para nada. Me dije que serían útiles en nuestra nueva civilización. Más que si se transformaban en dinero, un dinero que siempre va a parar al Ayuntamiento, por acuerdo de todos los vecinos, para las obras de reparación de los tejados, llenos unos años sí y otros también de goteras…
- Pero, hombre –le interrumpió Guillermo-, tú dijiste que ibas traer semillas, semillas de trigo, las que, una vez sembradas, han de ser la base de nuestra alimentación.
- Ya lo sé –contestó Douglas, contrito-. Lo intenté… Fui al cobertizo donde la señorita Polliter guardaba sus sacos de grano. Resultó que la mujer había salido para pasar todo el día fuera, cerrando con llave el lugar. No pude entrar allí, por lo que me quedé sin lo que buscaba. Pero como mi familia tenía en la mesa cereales en conserva, de los que nadie hizo mucho caso, tomé lo que ellos dejaron, metiéndolo en el saco de plástico. Pensé que esto nos serviría. Es trigo. Yo creo que incluso puede sembrarse.
- Bueno, ¿dónde está? –preguntó Guillermo.
- Verás… Lo probé por el camino… Lo hice “sólo” para asegurarme de que tenía buen sabor… Tenía muy buen sabor, sí, y como yo estaba algo hambriento…
- Te lo comiste – terminó Guillermo, severamente.
- No quería hacer tal cosa –protestó Douglas-. Me di cuenta de todo cuando ya estaba hecho… En cambio…-hurgó en el carretón-, he traído una col… La cogí en la huerta. Pensé que en su día impediría que fuésemos víctimas del escorbuto.
Pelirrojo, que se hallaba en la puerta del pajar, gritó:
- ¡Eh! ¡Mirad! ¡Dios mío! ¡Lo que asoma por ahí!
Sus amigos se unieron a él en la entrada. Todo un nutrido y desordenado grupo de chicos cruzaba la extensión situada ante ellos, aproximándose al pajar. Se trataba de muchachos y muchachas de la población, todos ellos bien conocidos de los Proscritos.
Las vacaciones llegaban a su término y los chiquillos, habiendo agotado todas las posibilidades, dentro y fuera de la ley, empezaban a sentirse fastidiados y frustrados. Habían llegado a un punto en el que cualquier diversión era mejor que ninguna. Luego, se habían divulgado ciertas noticias… Douglas no había sabido nunca guardar un secreto; se había dedicado a mostrarse vago en sus palabras, sugiriendo datos ambiguos. Pelirrojo, aunque no había contestado a las preguntas que se le formularan, había adoptado una pose exasperante, un aire especial de persona que se halla al tanto de algo muy reservado. Guillermo había fruncido el ceño; su faz tenía la expresión del chico que anda tomando decisiones sobre la marcha, llevando sobre sí responsabilidades extremas. La sospecha se convirtió en certeza. Se estaba tramando algo y Guillermo Brown, como de costumbre, era el líder y organizador de la cosa. Las mentes de todos se hallaban alertan. Ostentando Guillermo el mando, todo se desarrollaría rápidamente, de una manera imprevista, apuntando hacia misteriosos reinos de peligro, azares, dramas y aventuras. Un rumor sucedía a otro. Ella Poppleham estaba convencida de que se aproximaba el fin del mundo y de que Guillermo tenía por anticipado conocimiento de la fecha exacta, llevando a cabo sus preparativos. Freddie Parker, que encarnaba el papel de Ricardo III en el colegio, pensaba que el misterioso acontecimiento iba a ser algo parecido a la Revuelta de los Campesinos, en tanto que Jimmy Barlow, cuyo padre era el presidente de la Asociación Conservadora, insistía en que todo se resolvería con unas elecciones generales por sorpresa. Pero fueron las sugerencias de Douglas, cada vez menos prudentes, a medida que sus interrogadores insistía más estrechamente, las que parecieron resolver el misterio.
- Se trata de otro Diluvio –opinó Ella Poppleham-, y sólo Guillermo Brown conoce la fecha en que se producirá.
- Sí, él tiene que estar al tanto –declaró Arabella Simkin.
Invariablemente, Arabella intentaba esconder el secreto respeto que Guillermo le inspiraba con una actitud desdeñosa.
- Guillermo Brown ha sido siempre muy aficionado a meter la nariz donde nadie le llama. Tratándose de un Diluvio, o de una inundación, a él le tiene sin cuidado que la gente se ahogue, con tal de salvarse… Por mí puede guardarse donde quiera lo que tiene entre manos.
Pero los chicos se dedicaron a vigilar constantemente a los Proscritos, siguiéndoles en sus menores movimientos. Cuando los sorprendieron por las inmediaciones del pajar transportando sus efectos, ya no hubo espacios para dudas. La inundación sospechada estaba a punto de producirse y los Proscritos preparaban una especie de Arca. Podía ser también que la estuviesen montando en alguna otra parte, haciendo acopio de elementos esenciales en el famoso pajar. Sea lo que fuere, los chicos se encontraban absolutamente de acuerdo en un punto: no querían que se les dejase fuera. Su fastidio y desaliento se desvanecieron. Rápidamente, furtivamente (ya que se daba por descontado que el mundo de los adultos no había de tener la menor noticia del acontecimiento), reunieron aquellos efectos personales de los que no deseaban separarse de ningún modo, complementados con otros que cogieron pensando que podían echarlos de menos. Seguidamente, se pusieron en marcha, para reunirse con los Proscritos en el pajar, donde todos juntos esperarían que se produjese el famoso acontecimiento.
Arabella Simkin se llevó en una silleta a su hermano Fred, de dos años de edad. Fred, portador de un cubo en una mano y una pala en la otra, quedaba casi enterrado bajo la bata casera de Anabella, por uno de cuyos lados salía el mango de una azada y por el otro el puño de una sombrilla rota.
Caroline Jones llevaba consigo un par de sacudidores, un paño de cocina, una pala de plástico y un osito de juguete.
Ella Poppleham aportó su fantástico atavío como Cherry Ripe y un paquete de polvos de los usados para lavar.
Georgia Bell empujaba un carro sobre ruedas, dentro del cual había colocado su tren y un reloj al que le faltaban las manecillas.
Jimmy Barlow llevaba su embarcación de juguete, un mazo de croquet y un juego de dados.
Bobby Dexter cargó con su colección de sellos, media docena de revistas infantiles y un saquito de patatas.
Maisie Fellowes era portadora de una toalla de baño que se había echado sobre los hombros.
Freddie Parker llevaba un paquete de regaliz y una zanahoria.
Launcelot y Geraint, los gemelos Thompson, aportaron dos perros, un gato, un hamster y un conejo.
Frankie Miller los seguía, caminando lentamente, con dificultad, transportando un animal en una jaula.
A continuación venían otros chicos, provistos de diferentes cosas de uso personal y doméstico.
Arabella encabezaba aquella procesión. Guillermo le salió al encuentro, ante la puerta del pajar. Estaba muy serio. Sus cejas se habían juntado, dando a su rostro una expresión casi feroz.
- No podéis entrar aquí.
- ¿Qué? –preguntó Arabella, con voz chillona-. ¿Quién crees ser tú para impedírnoslo? ¿Noé? ¿Hitler? Tenemos tanto derecho a entrar como tú… Nosotros…
Frankie Miller se había abierto paso entre sus compañeros, situándose en cabeza también.
- He pensado que este pájaro que tengo aquí podría hacer las veces de paloma.
- ¿A qué paloma te refieres? –inquirió Guillermo-. No sé de qué me estás hablando.
- Me refiero a la paloma que apareció llevando en el pico unas hojas de olivo después de la inundación –explicó Frankie-, se había posado en lo alto de una montaña… como dice la Biblia.
- ¿La inundación? Esto no tiene nada que ver con ninguna inundación.
- Naturalmente que tiene que ver –dijo Arabella-. No pretendas darnos de lado, Guillermo Brown. Estamos bien enterados de todo. Eres muy egoísta. Quieres reservártelo todo para ti. Te da lo mismo que los demás se ahoguen mientras tú puedas salvarte. Unos egoistones, eso es lo que sois todos.
- Yo me encargaré del lavado de las ropas y de quitar el polvo –anunció Caroline Jones-. También puedo limpiar los cristales de las ventanas.
- Nosotros podemos confeccionar unas manecillas para el reloj –dijo George Bell-. Creo que por dentro todo está en orden.
- Sí –chilló Arabella-. Fíjate en todas las cosas que hemos traído. Deberías sentirse agradecido en lugar de portarte así.
- No sabréis nunca la hora sin el reloj –explicó George-. De esta manera sabréis a qué hora se producirá la inundación.
- Tampoco sabréis en qué momento llegaréis a la montaña sin la ayuda de mi pájaro –insistió Frankie Miller-. Estaríais navegando día tras día, sin parar… Y mi pájaro habla. Dice cosas. Nos hará compañía, sin ocasionar ninguna molestia.
- No estamos dispuestos a que nos deis de lado, Guillermo Brown –afirmó Arabella-. Le he dicho a Fred todo lo que había y él ha traído su cubo y su pala, para cuando estemos junto al agua, en cualquier orilla. Así, pues, ¡adelante! ¡Vamos, todos!
- ¡Fuera de aquí! –gritó Guillermo, salvajemente.
Pero Arabella y sus seguidores continuaron avanzando y a los pocos momentos la invasión era un hecho.
Arabella y Guillermo se empeñaron en una serie de escaramuzas con la ayuda de una pala y de un mango de escoba. Caroline Jones intentaba descargar su pala de plástico contra la cabeza de Pelirrojo, en tanto que éste descargaba golpes a diestro y siniestro con su raqueta de tenis. Maisie Fellowes había alcanzado a Douglas en el estómago con un objeto alargado y Douglas procuraba mantenerla alejada valiéndose de su tenedor para asados. Ella Poppleham, envenenada por la agitación de la lucha, esparcía polvos de lavar sobre todo aquel que se ponía a su alcance; Jimmy Barlow y Frankie Dangers pugnaban por apoderarse del neumático. George Bell, arrancaba prolongadas y discordantes notas a la trompeta de Enrique; Bobby Dexter estaba ensayando una tirada de golf, imitando pasablemente a su padre, valiéndose del mazo de croquet y de la lanza de guisantes. “Jumble” y los perros de los Thomson andaban empeñados en lo que parecía ser una lucha a muerte; el gato de los Thompson, alargaba de repente sus patas delanteras, cuando la ocasión le era propicia, para ver a quién podía arañar. El hámster se había refugiado tras el jersey de Geraint y el conejito se había entregado a la placentera tarea de devorar la col de Douglas en un rincón. Los gemelos Thompson se mantenían tan despegados de los demás como siempre. Launcelot estaba leyendo las revistas infantiles de Bobby Dexter y Geraint jugaba a los dados contra sí mismo.
Cada vez era mayor el griterío, más estruendosos los trompetazos. Fred, al verse repentinamente abandonado, había empezado a proferir chillidos ensordecedores.
- ¡Fuera de aquí! –vociferaba Guillermo, parando como Dios le daba a entender los golpes de Arabella-. ¡Fuera de aquí todos!
De pronto, vio que dos hombres estaban instalando una cámara cinematográfica en las inmediaciones de la entrada del pajar. Un tercer desconocido se había plantado allí, inmóvil, contemplando las escaramuzas de los chicos con aire de asombro.
Guillermo se desembarazó como pudo de Arabella, aproximándose al desconocido.
- ¿Qué desean ustedes? –inquirió ferozmente-. Ésta es una propiedad particular.
- ¿Quién anda al frente de todo esto? –preguntó a su vez el hombre.
- Yo –repuso Guillermo
- Supongo que nos encontramos en un Centro de Juegos Infantiles para las vacaciones…
- En efecto –replicó Guillermo, pensando que aquella explicación podía ser tan buena como cualquier otra.
- ¿Y estás tú al frente del mismo?
- Sí –contestó Guillermo, que no abrigaba la menor duda en lo tocante a aquel extremo.
- Bueno, verás… Nosotros… -dijo el hombre-, estamos realizando un documental sobre este tipo de centros.
- ¿Para la tele? –inquirió Guillermo.
- Sí. Llevamos a cabo primeramente una selección, pero luego nos dimos cuenta de que en su mayor parte se hallaban regidos por personas adultas. Nosotros deseábamos dar con un centro gobernado por los propios chicos y chicas. Vamos de un sitio para otro y disponemos de tiempo, de manera que no vacilamos en detenernos aquí cuando en la carretera nos encontramos con todos esos muchachos camino de este lugar, transportando diversas cosas. Creímos que valía la pena echar un vistazo… Así, pues, este es un Centro de Juegos Infantiles y tú eres el organizador del mismo…
- Sí –contestó Guillermo-. Este es un Centro de Juegos Infantiles y yo soy el organizador.
Hablaba en tono doctrinal. Su expresión era seria, autoritaria. Había dejado de ser un superviviente de la Guerra Atómica. Era el organizador de un Centro de Juegos Infantiles para las vacaciones.
- Bien… -dijo el hombre, que parecía estar todavía un poco perplejo-. Veamos. Ahora quisiera, en primer lugar, hacerte unas cuantas preguntas. Formula tus respuestas aproximándote al micro.
El hombre se llevó a Guillermo algo aparte, acercando a sus labios el micrófono. Levantó la voz para que se le oyera a pesar del griterío.
- ¿De manera que tú eres el organizador de este Centro de Juegos Infantiles para los chicos de la vecindad?
- Sí –repuso Guillermo, simplemente-. Yo soy el organizador.
La mirada de su interlocutor se paseó por la multitud de chicos y chicas, que seguían forcejeando entre ellos, dando continuos gritos.
- Todos parecen estar haciendo cosas distintas –señaló el hombre del micrófono.
- Sí. Yo los puse a hacer cosas diferentes –replicó Guillermo, impertérrito.
- Dos de tus amigos dan la impresión de estar luchando.
- Sí. Les ordené que lucharan.
- Son bastante ruidosos tus compañeros, ¿no?
- Sí. Les dije que hicieran mucho ruido –contestó Guillermo-. Eso les va bien.
- Pelean sin someterse a reglas.
- ¡Oh, sí! Es una especie de lucha libre.
- Uno de ellos parece querer poner un cubo sobre la cabeza de otro. ¿Es eso un juego?
- Sí. Se trata de un nuevo juego que yo he inventado para ellos.
- Hay algunos que tiran formidables patadas a otros.
- Sí. Es otro juego de mi invención.
- Uno de ellos parece querer poner a otro por collar un neumático.
- Sí –confirmó Guillermo-. Es otro de los juegos que he inventado para ellos. He inventado muchos juegos así, para que se diviertan.
- Y ése de los patines… ¡Oh! Aquí se acerca una chica, que seguramente viene en tu busca.
Arabella, todavía armada con una pala, emergió de entre la multitud. Tenía el rostro encendido por la agitación de aquella pequeña batalla campal y no apartaba los ojos de Guillermo.
- Oye, niña –dijo el hombre-. Me gustaría hacerte unas cuantas preguntas en relación con este Centro. Este chico me ha explicado que es el organizador de todo esto y yo me inclino a pensar que todos vosotros confiáis mucho en sus iniciativas –el hombre parpadeó al llegar a sus oídos un fuerte trompetazo mezclado con un alarido de Fred-. Ahora haz el favor de contestar acercándote al micrófono –aproximó éste a los labios de la chica-. ¿Te diviertes de veras en este Centro de Juegos Infantiles organizado por tu camarada?
- ¿Qué? –chilló Arabella.
Francamente nervioso, el hombre repitió su pregunta.
- ¿Qué? –replicó Arabella-. Ése no ha organizado ni piensa organizar nada que no sean malas travesuras y alborotos. ¿Sabe usted cómo piensa? A él le da lo mismo que nos ahoguemos todos. Esto le tiene sin cuidado. Lo importante es que se salve “él”, en su Arca. Y, ¿dónde está su Arca? Es lo que quisiera saber. Trajimos todas estas cosas para ella, pero ¿dónde está? –Arabella fijó una furiosa mirada en su interrogador-. ¿Dónde está? ¿Quiere usted decírmelo?
El hombre había apartado el micrófono de sus labios. Su nerviosismo iba en aumento. Estaba mirando a su alrededor, como si hubiese buscado por dónde huir cuando, de repente, apareció Fred. La silleta había sido volcada y el chiquillo logró salir de debajo de ella con algunas dificultades. Sus alaridos sonaron ensordecedores sobre el tumulto.
- ¿Qué te pasa, pequeño? –inquirió el hombre.
- ¡Hambre! –baló Fred-. ¡Hambre!
- Dice que tiene hambre –explicó Arabella.
Arabella estaba habituada a traducir el discurso imperfecto de Fred desde la infancia, y aunque ahora podía articular el niño unos vocablos más o menos fáciles de interpretar, la chica no había abandonado aquel hábito.
Fred tomó aliento para proferir otro desgarrador aullido. Apresuradamente, el hombre se sacó de un bolsillo una chocolatina, alargándosela.
- Aquí tienes, pequeño.
Pero una nueva fuerza invasora se presentaba en el campo. Estaba capitaneada por la madre de Arabella, a la que seguían todas las madres de los otros chicos y chicas. Todas habían asistido a una reunión en la Liga de Mujeres, donde había sido dada una conferencia sobre la “Vida en Estambul”, a cargo de un amigo del vicario, quien había pasado una noche en dicha ciudad. Al volver a sus casas pudieron comprobar que sus retoños se habían desvanecido, en unión de diversos elementos del equipo doméstico. Unas cuantas preguntas sirvieron para encaminarlas al lugar del drama. La madre de Arabella se encaró con el hombre del micrófono. La mujer apretaba los labios, en un gesto de extrema severidad.
- ¿Qué andan ustedes haciendo por aquí? –le preguntó-. Atrayendo a nuestros chicos para grabar un filme comercial, ¿eh? ¿A quién han pedido permiso para proceder así? Bueno, menos mal que los hemos sorprendido “in fraganti”… Tendrán que pagar, si no quieren pasarlo mal –de los labios de las otras mujeres salieron unos murmullos aprobatorios-. No puede usted negárnoslo. Le hemos visto dando esa barrita de chocolate a nuestro Fred, delante de la cámara. No sé qué marca de chocolate quiere anunciar ni me importa. Todo lo que sé es que a los chicos se les paga por aparecer en esos anuncios comerciales. Yo me ocuparé de que Fred cobre su parte.
- Pero, señora –empezó a decir el hombre-. Permítame que le explique…
- ¡Oh, sí! Estoy segura de que tendrá una hermosa historia en reserva, para contárnosla –repuso la madre de Arabella con una sarcástica risa-. Pero lo cierto es que nosotras lo hemos sorprendido “in franganti”. ¿No es verdad, acaso?
De nuevo, las seguidoras de la madre de Arabella produjeron unos murmullos de asentimiento. Encontraban aquella escena mucho más interesante que la conferencia sobre la “Vida en Estambul”.
- Pero, señora, escúcheme, por favor, mire… -insistió el hombre del micrófono, fuera de sí.
El alboroto en el pajar había cesado. Los chicos se congregaban en la puerta ahora para presenciar la escena.
Todos ellos… con la excepción de cuatro.
Guillermo, Pelirrojo, Enrique y Douglas, seguidos por “Jumble” (quien se había desentendido de sus contrincantes en la reyerta, para acompañarles), se habían deslizado por el seto próximo y avanzaban en dirección a la carretera procurando no ser vistos. Ya en las inmediaciones de aquélla, se detuvieron para escuchar… Percibieron la voz iracunda de la madre de Arabella, mezclada con los ladridos de los perros de los Thompson.
- ¡Dios mío! –exclamó Guillermo.
- ¡Menos mal que nuestras madres no se encontraban allí!
- Pero se enterarán… -opinó Guillermo.
- Y nos echarán la culpa a nosotros de todo lo sucedido –aventuró Pelirrojo.
- ¿Por qué? No es justo –se lamentó Guillermo-. Nosotros no les pedimos que se presentaran allí. Nosotros teníamos en marcha un juego entretenido cuando irrumpieron en el sitio, echándolo todo a perder.
Avanzaron unos metros más y volvieron a detenerse. El tumulto estaba remitiendo, siendo reemplazado por un murmullo de voces infantiles. En medio de éste fue claramente perceptible un nombre: Guillermo Brown.
- ¡Ya estamos! –exclamó Guillermo, con una leve y perversa nota de satisfacción en la voz-. Sabía que dirían que yo tengo la culpa de todo. De todas las cosas malas que pasan, según ellos, la culpa siempre la tengo yo.
- Ninguno de nosotros tuvo la culpa de eso –señaló Pelirrojo.
- Desde luego –corroboró Guillermo-. Nosotros no hicimos nada.
- Nada –repitieron a coro Pelirrojo, Douglas y Enrique.
- Bueno, probemos a dar la impresión de que no hemos hecho nada –dijo Guillermo-. Esto, a veces, ayuda. Por algo tenemos que empezar.
Se sacudió el polvo de la chaqueta y los pantalones, haciendo saltar las huellas dejadas en sus ropas por la pala de Arabella lo mejor que pudo. Se alisó los cabellos. Recompuso su expresión. Los otros siguieron su ejemplo. Incluso “Jumble”, adivinando que se cernían sobre ellos el castigo y el peligro, se apresuró a adoptar una pose de perro inofensivo, treta que le había sacado de más de una situación apurada.
Luego, lenta y formalmente, con los ojos fijos (ojos ensoñadores) en el horizonte, en sus rostros una expresión de total inocencia, los cuatro amigos emprendieron el regreso a sus casas.
BY RICHMAL CROMPTON
2 comentarios:
Una grata sorpresa. De pequeño leía los libros de Crompton.
Yo "todavía" lo hago XD
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