Después de la cena, permanecimos una hora o dos en el salón charlando de diversas cosas. Cuando digo “nosotros” me refiero a George Wilmot y a mí, ya que Hardy en un principio se abstuvo de abrir la boca para intervenir. Pronto, sin embargo, comenzaría a sentirse agitado, y en un punto terminaría explotando.
El tipo tenía el extraño hábito de transparentar cada una de sus emociones y sus pensamientos, de tal modo que sólo con echarle una mirada adivinabas lo que le pasaba por la cabeza. Wilmot seguía erre que erre con su historia de su inminente éxito en el mundo de las finanzas, y el desprecio de Hardy ya resultaba más que evidente incluso para George, que no podía dejar de advertir las señales de alarma.
“Tener dinero es una necesidad, ¿no? –decía Wilmot-, “porque sin él no somos nada. Esta es la época del dinero y el mundo gira a su alrededor. Es la nueva aristocracia, la de los ricos”
“¡La aristocracia de los ladrones!”, exclamó Hardy con desprecio.
“Es posible” –respondió Hardy, ruborizándose un poco-, “pero son ladrones valientes, que toman partido por ellos mismos cogiendo lo que quieren y no esperando a que alguien se lo dé”.
“Es justo lo contrario”, dijo Hardy, “son ladrones cobardes y débiles, que se esconden, que actúan al amparo de la ley, incluso cuando con dedos temblorosos les arrebatan a los pobres lo poco que tienen de los bolsillos. Son más dignos de respeto los criminales ordinarios que irrumpen en las casas para robar, porque al menos ellos arriesgan su vida, mientras que tus adorados reyes del dinero no lo hacen”.
George respondió acaloradamente: “Estupideces, simplemente son los más fuertes, y como tales se imponen sobre los débiles. Es así como siempre ha funcionado el mundo. Piensa en los antiguos barones de la época medieval, también ellos eran ladrones, simple y llanamente, eso es lo que eran si los miramos bien”
“Sí”, -repuso Hardy con los ojos encendidos-, “pero al menos ellos se exponían luego en el campo de batalla. Daban la cara, mostraban su duro puño y su yelmo para que todo el universo los reconociese. No merodeaban en las sombras como miserables, a la espera de caer sobre el primer incauto que pasara por allí, porque eran hombres y se comportaban como tales”.
“Pero piensa en todo lo bueno que hacen, hospitales, bibliotecas, museos cuyas puertas permanecen abiertas para que las masas trabajadoras puedan disfrutarlos. Estos reyes del dinero, como los llamas, son para mí los filántropos de este siglo”
En el rostro de Hardy se dibujó una lúgubre sonrisa.
“Ya veo que has aprendido bien sus lecciones, George”, dijo. “Sólo añadiré una última cosa, una imagen, para que se te grabe en la cabeza: estos reyes del dinero, estos buenos filántropos viven, diríamos, rodeados por una jauría de lobos flacos y hambrientos, para entendernos los llamaremos los lobos humanos. Cada día que pasa los lobos se acercan un poco más a estos rollizos filántropos, y los miran con ojos codiciosos. Por el momento estos lobos siguien siendo, como te he dicho, solamente lobos humanos, y en consecuencia duermen cuando cae el sol. Esto es el algo que saben bien los buenos y rollizos filántropos, y mientras comienzan a sentirse cansados, y tal vez un poco inquietos, ante la proximidad y la ferocidad de los lobos, elaboran un plan.
“Lo cierto es que me pone un poco nervioso tener que comer aquí”, dice el primero de los filántropos.
“Yo tampoco me siento tranquilo”, le contesta el segundo de los filántropos, “ayer mismo uno de ellos me quitó de la mano un exquisito emparedado, ¿te lo puedes creer?”.
“Sabes que por la noche duermen, ¿no?”.
“En efecto, duermen”.
Por abreviar la historia, esa misma noche los dos encantadores individuos se adentran en la manada y mientras los lobos duermen acuchillan a unos cuantos, digamos a una docena, sin el menor riesgo de que despierten y los ataquen. Por la mañana, los lobos ni siquiera se aperciben de lo que ha pasado, lo único que ven es a esos buenos filántropos que desde una distancia prudencial les arrojan algo de alimento. Ni siquiera pueden moverse de la sorpresa, pero finalmente trotan hacia ellos y tras lamerles las manos le echan el diente a la comida. Puede que no haya suficiente para todos, pero eso no importa, porque todos, incluso los más hambrientos y salvajes, se sienten realmente agradecidos. La comida sabe bien, un poco extraña al paladar, quizá, como si la hubiesen cocinado de un modo singular y desconocido. Sin embargo, hay un lobo que no piensa así. Es tan ingrato, esto lobo, que incluso se atreve a sugerir que lo que están comiendo es ni más ni menos que a uno de sus compañeros. No sólo eso sino que alega que los filántropos se han reservado la mejor parte para ellos. Esa ingratitud hace que se le califique de socialista, y se le expulsa de la manada para siempre. Yo soy ese lobo, George, y te digo que la comida repugnante que nos dan está compuesta de esos hospitales, bibliotecas y museos de los que hablas”.
Wilmot había estado escuchándolo con visible disgusto, y al finalizar, exclamó:
“No puedes negar que la aristocracia del dinero está abierta a todo el mundo, cualquiera puede ascender y llegar a ser uno de ellos, no importa cuál sea su origen”.
“Sí, claro, ascender, o caer diría yo, como caerás tú, precipitándote montaña abajo. En los viejos días a los hombres se los coronaba por sus méritos en el campo de batalla, ahora se les corona por sus argucias dentro del campo de los negocios”.
Su exaltación estaba dejando sitio al cansancio. Ahora parecía exhausto.
“Haz lo que quieras, Wilmot, sigue el camino que desees, pero te aseguro que tu camino no es el mío”.
“¿Quieres decir que te vas? ¿dejas el apartamento, después de estos dos meses que hemos estado juntos, Bill?”.
Hardy se levantó de su asiento.
“No, pero para mí ya estás completamente perdido. Nunca más verás mi cara, ni escucharás mi voz, me considero fuera de tu vida para siempre. Puede que alguna vez lo lamentes, como se lamenta la pérdida de una vieja amistad, incluso es posible que alguna vez me veas dirigiéndome a ti, pero tu elección está tomada y debemos tomar caminos distintos. Que Noman sea tu guía. Él te llevará allí donde poder cumplir todos tus deseos. Yo estaré lejos. Ruega a tu Dios que no tengas que cruzarte conmigo otra vez, porque si eso pasa, Wilmot, te juro que está escrito en el gran libro de la vida que sucederá algo terrible”
Y con esta extraña advertencia, este tipo tan aparentemente loco se perdió por el pasillo dejándome sumido en el más maravilloso de los asombros. Miré a Wilmot y le noté el rostro pálido y verdoso. Su labio inferior temblaba, como un bebé a punto de echarse a llorar. Cuando se dio cuenta de que lo observaba se recompuso un poco y se tocó la sien con un dedo.
“Loco, está loco”, logró articular al fin. “Eso es lo que trae haberse relacionado con ese montón de sucios socialistas con los que ha estado estos últimos meses”.
Se levantó y, dirigiéndose hacia la mesa, escanció whisky en un vaso bebiéndoselo de un trago. El color volvió a sus mejillas.
“¡Que se vaya al diablo! Me pone de de los nervios, te lo aseguro. Tengo el corazón débil, ¿sabes? Nada alarmante, pero que me altere de este modo no es nada bueno para mí. Él lo sabe, y no tiene la más mínima consideración”.
“¿De verdad piensas que se le está yendo la cabeza?”, le pregunté. “Tal vez sea bueno que lo vea un doctor, ¿no te parece?”
“Oh, no. Se pone así a menudo, bueno, quizá no así, como hoy, pero es seguro que por la mañana se encontrará perfectamente”
“Igual deberíamos quedarnos esta noche aquí, para vigilarlo o hacerle compañía”
“¿Y no acudir a la cita con Noman?” –exclamó-, ¡ni en broma!”
“Bueno, pues entonces, ¿por qué no lo llevamos con nosotros?”
George empezó a reír.
“Porque detesta a Noman más que al peor de los venenos. En todo este tiempo, no he podido lograr ni siquiera que se den la mano”.
“¿Por qué?”
“Es imposible. No sé, existe algo entre ellos, una antigua envidia o rencor. Ya sabían el uno del otro antes de que yo llegase a la ciudad –añadió, mirando su reloj-. Simplemente, se odian con todas sus fuerzas. Pero llegaremos tarde si seguimos entreteniéndonos, ya son la diez y media. Vamos a movernos”
“Pero si el tipo no es responsable de sus actos no está bien que lo dejemos aquí solo”
“Te digo que no pasa nada, es sólo un cascarrabias, olvídate de él”.
Con cierta reluctancia me puse mi abrigo y mi sombrero y seguí a Wilmot, adentrándome en la noche neoyorkina.
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