“Todo país es, al final, responsable de la ventana a través de la cual su prensa lo abre al mundo, y cualquier indiscreción que se lleve a cabo traerá consecuencias”
La frase podría pertenecer a la declaración de cualquier presidente o jefe de estado actual, aunque en realidad es de Guillermo II, káiser del impaciente Reich alemán. Y es que más de un siglo antes de que los gobiernos aparcasen sus diferencias poniéndose a la tarea de silenciar a Julian Assange y sus amigos de Wikileaks, un audaz grupo de editores, periodistas, dramaturgos y selectos dibujantes encendía los motores de una publicación que iba a poner a prueba la paciencia de las instituciones en lo que a libertad de expresión se refiere, llamada a marcar toda una época para los más de cincuenta millones de germano-parlantes: la genial SIMPLICISSIMUS –algo así como la versión ilustrada y de lux de Die Fackel, el legendario fanzine de Karl Kraus que acaparó todos los ojos de la Viena de entreguerras.
Como sucede con Die Fackel, en Simplicissimus quedaron consignados y a la vista no sólo las diversas corrientes estéticas y culturales, el humor, el lenguaje y los pensamientos contracorriente de las épocas que precedieron a esta, sino también los resortes y entresijos de poder que, modificados, mejorados y puestos al día, nos controlan todavía hoy, y cómo estos se enfrentan a la disidencia. La experiencia no es del todo reconfortante: en 1910, 1920 o 1930 la impostura era tan descarada, la indignación de la gente tan grande como lo es ahora; el “método oculto en la locura”, como lo definió Hugo Ball, estaba a la vista de todos, y sin embargo el establishment no sólo no varió un ápice, sino que continuó su inexorable y cotidiano avance a la escabechina de dos guerras mundiales a través de mentiras, falacias, políticas hipócritas y lavados de cerebro masivos.
A la larga, como es de esperar, Simplicissimus perdió la batalla, pero a esta no le faltó emoción.
Progresista, “relajada” en lo tocante a la moral, anti-militarista (en una época apasionadamente bélica), anti-colonialista, anti-clerical, anti-sistema en el más amplio sentido de la expresión, Simplicissimus fue una publicación gráfica semanal fundada en 1896, de poco más de una veintena de páginas en su mejor momento, con espectaculares portadas a color ilustradas por algunos de los artistas más interesantes de su tiempo. Sus fundadores, el editor Albert Langen y el dibujante Thomas Heine, tomaron prestado el nombre del protagonista de la maravillosa novela de Grimmelshausen (escrita en 1668 y el mayor clásico de la literatura picaresca alemana), Simplicius Simplicissimus, un “bendito”, por decirlo en términos dostoyevskianos (sin eufemismos: un rematado idiota) descrito como “alguien que no sabe de Dios ni de los hombres, ni del Cielo o el Infierno, ni del bien y el mal”.
La ocurrencia de vestirse de tal guisa parecía presagiar la revolución Dadá a punto de producirse en Zúrich, y no por casualidad Grosz y Wedekind fueron asiduos colaboradores (luego nos extenderemos acerca de su nómina); Simplicissimus hacía burla de su época, satirizaba y exponía situaciones cotidianas difíciles de formular de otro modo, refutando sobradamente el tópico de que los alemanes carecen de sentido del humor, y como era de esperar se ganó pronto las antipatías del Káiser y de las élites privilegiadas del Reich, a saber: la aristocracia, el clero, el ejército y la burguesía más conservadora; pero también se convirtió en blanco de los ataques de los partidos de izquierda, molestos con la cómica imagen que daba del populacho, y esto a pesar del apoyo que recibieron de ella durante las más sangrientas confrontaciones callejeras entre manifestantes y policía. En cualquier caso, las cifras hablan de su éxito, sin olvidar su longevidad: una larga travesía de casi cincuenta años que refleja las turbulencias de aquella época memorable.
El primer encontronazo serio de Simplicissimus con la autoridad se produjo en 1898 a raíz de una portada sobre el Káiser. Se les sometió a todos a juicio, al editor, el dibujante y el firmante del artículo, nada menos que el dramaturgo Frank Wedekind, autor de la pieza teatral en la que se basó G.W. Pabst para rodar “La caja de Pandora”, obra que por otra parte ya le había dado problemas en Viena. Langen, siguiendo los consejos de su abogado, huyó y permaneció en Suiza durante varios años, hasta su regreso, tan campante como siempre. Heine se tragó seis meses en la cárcel, y Wedekind, siete, tras ser declarados culpables de faltar al honor de la monarquía prusiana.
Sin embargo, detener a Simplicissimus resultó una tarea imposible: con cada nuevo juicio su fama se extendía más. En 1906, cuando su nuevo editor Ludwig Thoma fue condenado a seis meses por injurias a las Iglesias (así en plural: tanto la católica como la protestante), la tirada de la revista se incrementó en un trescientos por cien. La competencia conservadora advertía de su nefasta influencia en colegios y universidades; pero ni la policía, ni el Káiser ni el Rey de Baviera encontraban forma de cortarle las alas.
Su desconfianza en las virtudes del imperialismo venía tal vez del hecho de que no estaba radicada en Berlín, sino en Múnich, una ciudad “abierta” donde había prosperado una burguesía acomodada y liberal, un poco alejada del territorio prusiano del norte. La encopetada capital bávara fue asimismo uno de los lugares estratégicos en donde se produjo, hacia 1911, la evolución del modernismo o Jugendstil a las vanguardias; allí por ejemplo tenían su sede los pintores agrupados en torno a Der Blaue Reiter: Paul Klee, Kandinsky, August Macke y Alfred Kubin, quien colaboró en sus páginas con algunos dibujos.
Eduard Fuchs, redactor y editor también de otras revistas satíricas como Leipziger Volkszeitung, fue otro de los primeros colaboradores de Simplicissimus, un encendido articulista que venía de pasar diversas temporadas entre rejas por llamar al Káiser “asesino de masas”, socialista radical, pacifista, antiguo librero y doctor en leyes, a él le debemos también algunas espléndidas caricaturas e ilustraciones, éstas muy influidas por Toulouse-Lautrec.
Pero resulta interesante que en la redacción de Simplicissimus y en una fecha tan temprana como esta pueda ya advertirse la deriva esquizofrénica que tomaría Alemania años más tarde: el editor Ludwig Thoma, dramaturgo provocador y progresista, con fama de mujeriego y adicto a los cabarets, pasaría de denunciar las políticas de Káiser y el doble rasero de la burguesía de Múnich, a escribir artículos de tufo antisemita en periódicos de derecha como la Miesbacher Anzeiger, como paso previo a su acercamiento al NSDP de Hitler que, no en vano, nació como un pequeño partido bávaro.
No obstante, con la incorporación de nuevos ilustradores como el noruego Olaf Gulbransson, Rudolf Wilke o Edward Thony, y la colaboración de plumas ilustres (Thomas y Heinrich Mann, Rainer Maria Rilke, Gustav Meyrink) Simplicissimus continuó poniendo a prueba el sentido del humor de sus lectores, en su estilizada línea habitual que era marca de la casa pero sin hacer oídos sordos a la evolución de las artes gráficas, ahora con el epicentro desplazado a Berlín (parece claro que la revista había nacido con vocación artística y no política, en la estela de otra famosa publicación radicada en Múnich, JUGEND, que se convertiría con el tiempo en paradigma de la belle époque alemana).
Muy crítica con la ola de patriotismo que condujo al país a la Primera Guerra Mundial, Simplicissimus acabó claudicando una vez iniciado el conflicto, demasiado consciente quizá del alud de embustes que en el extranjero señalaba a los alemanes como únicos culpables. En reacción típicamente germana, Ludwig Thoma reunió en 1914 a sus compañeros y les propuso disolver la revista: “no hay lugar para la sátira si esta se opone a los intereses de Alemania”. Heine y el resto discreparon y optaron por intentar mantenerse a flote en medio de un mar embravecido, constituidos ya como una suerte de sociedad limitada.
Simplicissimus había alcanzado su cenit con una tirada de 85.000 ejemplares semanales en los años previos a la Gran Guerra, pero su papel durante los años veinte seguiría siendo influyente. Karl Arnold se sumó al equipo directivo, tras el abandono de Thoma. Se añadieron nombres descollantes acordes con el nuevo y desesperado zeitgeist (Erich Kästner, Kate Kollwitz, el gran George Grosz), mostrando su apoyo a los gobiernos moderados de la República de Weimar como reacción al golpe de estado muniqués de Hitler de 1923, y al empeño de nazis y comunistas por desestabilizar el país al precio que fuese. Con inflación o sin ella, ironizando sobre los términos del tratado de Versalles o culpabilizando a los políticos, nada les impidió seguir desplegando su malicia: políticos, banqueros, jueces, potencias extranjeras, comunistas y socialistas, burgueses, aristócratas, grandes empresarios, mutilados de guerra, obreros, hedonistas y cabareteras, patriotas, antisemitas, y la gran masa indolente cayeron bajo su mirada, casi hasta que les fue cortado el oxígeno por así decir: en 1933 las S.A. se personaron en sus oficinas comunicándoles que no iban a tolerar ninguna burla más sobre Hitler (quien había declarado que Simplicissimus era sólo otro vehículo en manos de los judíos). Se acababan las cartas amenazantes, las advertencias más o menos explícitas. Era la época –poco antes de la noche de los cuchillos largos– en que algunos propietarios de salas de cine que desoyeron la orden de no programar películas norteamericanas de propaganda anti-fascista habían sido ahorcados (¡en el mismo cine!) por los camisas pardas, para dar escarmiento. Heine y Walter Trier decidieron huir del país. Grosz, a quien algún nazi había dado en los periódicos el alarmante título de “”bolchevique cultural número uno”, también escapó, en su caso a Estados Unidos. El resto consideró continuar, desplazando el foco de atención a las políticas extranjeras (Churchill se convertiría en uno de sus blancos predilectos).
El artífice de la integración más o menos velada de Simplicissimus al aparato de propaganda nazi sería Eric Schilling, quien hasta entonces se había opuesto al Führer con las mismas ganas que sus compañeros. Más convencido con el nuevo orden que amedrentado por él, por lo que parece, Schilling puso punto final a la aventura de Simplicissimus con su suicidio en Múnich en 1945. Un año antes la revista había dejado de editarse.
Para los interesados, todos los números de Simplicissimus, desde 1896 hasta 1944, están digitalizados y pueden verse online AQUÍ, y en similar formato un tanto más accesible, AQUÍ. (No importa que no se domine la lengua de Bertolt Brecht: las ilustraciones, caricaturas y hasta las páginas de anuncios son una delicia para los ojos).
Fuente:
Simplicissimus, an informative article about the satirical German journal.
6 comentarios:
Tremendo!! Lo de injurias a las iglesias es para enmarcar, sin duda. Es genial que en cada época, no importa el momento y el lugar, siempre haya habido un grupo de irreductibles tocapelotas del sistema.
Por cierto, y a colación del tema revistero... sugiero un monográfico sobre las revistas erotico-festivas que, supuestamente, Kafka leía (y guardaba por ahi en un armario secreto), de las cuales -sepa disculpar mi mala memoria- no recuerdo ahora los nombres.
Un saludo!
¡Magnífica idea, Wolfville! y lo único que me falta para obsesionarme ya del todo, ¡carne femenina de entreguerras en negro satén, ligueros, corsets, guantes largos y botines, todo desparramado por el suelo! ¡y el perfume de 4711!
¡Pero qué magnífico regalo! Gracias, gracias, gracias...
Por supuesto, apoyo la sugerencia del señor Lobo, y vengan a nosotros esas revistas sicalípticas de don Paco Grajo, y si no las de él, las de Max Brod, y si tampoco, las del Káiser mismo.
:-)
El tema merece una profunda investigación, sin duda. Respiraré hondo, me ajustaré el monóculo y me pondré a la tarea durante estas entrañables fiestas.
Animo con tu investigación. Nos enmudece tu trabajo entre escombros.
Que bello es criticar ..pues nos libera de actuar
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