«En esta época (1927) conocí a otro hombre extraordinario: Erich Maria Remarque. Como escritor era todavía desconocido. Un día tocó el timbre de mi puerta y se presentó como periodista. Quería tener una foto mía para la revista Scherl-Magazin. Poco después conocí a Ilsa Jeanne Zamboui, la señora Remarque.
Cuando la vi por primera vez en el estreno de una película en el Gloria-Palast de la Kurfürstendamm, quedé extraordinariamente impresionada. No sólo era muy bella, sino también muy inteligente. Cuando venía a verme, y me visitaba con frecuencia, llevaba siempre un manuscrito de su marido. Como él estaba desbordado de trabajo, decía ella, le cogía el manuscrito, corregía el texto y también le terminaba el último capítulo. Esto a mí no me extrañaba, porque era una mujer muy inteligente. Sólo posteriormente, cuando aquel libro se hizo mundialmente famoso con el título de “Sin novedad en el frente”, volví a acordarme de la época en que la señora Remarque había trabajado tan activamente en él. Remarque solía venir por la noche a mi casa a recoger a su mujer y yo tenía la impresión de que ambos formaban un buen matrimonio.
Remarque quería conocer al realizador de cine Walter Ruttmann (“Berlín: Sinfonía de una gran ciudad”), con el cual yo tenía amistad. Le prometí organizar en mi casa una agradable velada. Schneeberger había salido a rodar unos exteriores, de modo que éramos sólo cuatro personas. Cuando saludé a la señora Remarque, me quedé sorprendida. Vestía un elegante modelo como para asistir a una noche de gala. Sus cabellos rojos y rizados, recogidos con un pasador de bisutería, hacían resaltar su piel casi blanca. No sólo me gustaba a mí y su marido, sino también y sobre todo gustó a Walter Ruttmann.
Al principio todo fue muy animado y alegre. Bebimos vino y champán. La señora Remarque se comportó tan seductoramente que hizo perder completamente la cabeza a Ruttmann. De momento yo creía que todo aquello sólo era un juego, pero cuando la animación subió de punto, Ruttmann y la señora Remarque se levantaron y nos dejaron solos a mí y a su marido. Fueron a sentarse a otro rincón del sofá, menos iluminado. Yo me quedé junto a Remarque, que trataba de ahogar sus celos bebiendo. Ruttmann y la señora Remarque se comportaban como si estuvieran solos. Yo estaba perpleja y no sabía lo que debía hacer en aquella penosa situación. Remarque se hallaba sentado en la cama turca, con la cabeza baja, mirando al suelo. Me dio una lástima terrible. De pronto, vi de pie ante nosotros a la señora Remarque con Ruttmann y le dijo a su marido:
– Has bebido demasiado, voy a hacer que el señor Ruttmann me lleve a casa. Nos veremos más tarde.
Apreté las manos al desdichado Remarque, me dirigí hacia el ascensor, seguida de los otros dos, y les hice bajar. Al despedirles, le dije a ella:
– No haga sufrir tanto a su esposo.
Se limitó a sonreír y me mandó un beso con la mano. A Ruttmann no le di la mano, detestando tanto su modo de actuar como el de su acompañante.
Cuando volví a la habitación, me encontré con un hombre que sollozaba. Intenté consolar a Remarque, que estaba al borde de un ataque de nervios.
– Amo a mi mujer, la amo con locura. No puedo perderla, no podría vivir sin ella.
Yo quería llamar un taxi, pero él no quiso. De modo que me quedé a su lado hasta que amaneció. Bajo la luz de la mañana, parecía un desecho humano. Sin que ofreciera resistencia, pude ahora hacerle subir a un taxi. Yo me sentía completamente agotada.
Dos días después de este incidente me llamó Remarque por teléfono. Su voz sonaba ronca y excitada:
– Leni, ¿está mi mujer en tu casa? ¿la has visto, te ha telefoneado?
Casi no aguardó mi respuesta negativa y gritó:
– ¡No ha regresado, y tampoco puedo encontrarla por ninguna parte!
Entonces colgó.
Por la noche vino a verme y se desahogó llorando. Tomó un coñac tras otro. Continuamente aseguraba que, antes de aquel encuentro con Ruttmann, su matrimonio no se había visto turbado por nada, incluso había sido francamente feliz. No podía comprender el terrible comportamiento de su mujer. Creía que se trataba de un hechizo, y que ella volvería. Estaba dispuesto a perdonarle todo, sólo debía volver. Pero ella no volvió. Tampoco apareció por mi casa.
Unas dos semanas más tarde, el desesperado Remarque comenzó a venir a mi casa casi a diario. Me comunicó que ya no podía aguantar más seguir viviendo en Berlín, que quizá haría una cura de reposo. En cualquier caso, quería marcharse. Después de esto ya no supe más de él.
Algún tiempo después de que Remarque me visitara por última vez, tal vez habían transcurrido algunas semanas, leí en el periódico que la señora Ruttmann se ha había suicidado tirándose por la ventana.
Posteriormente me enteré por la prensa de los grandes éxitos de Remarque. Ya a finales del año siguiente, en noviembre de 1928, apareció “Sin novedad en el frente”, impreso primero en Die Vossischen Zeitung, y un año después como libro. Un éxito sensacional. A los tres meses ya se habían vendido medio millón de ejemplares y, antes de finalizar el año, 900.000. Nunca se había visto nada parecido. Narraba en forma realista la vida de los soldados en el frente occidental, sin paliativos de ninguna clase. Luego, cuando en 1930 la película del mismo título, producida en América, se proyectó también en Alemania, hubo manifestaciones.
Yo la había visto en el estreno en el Cine Mozart de la Nollendorfplatz de Berlín y presencié con qué medios se impidió la proyección. De pronto se produjo en la sala un griterío y un pánico, yo pensé de momento que se había declarado un incendio. Muchachas y mujeres se habían levantado de sus asientos, chillando. La proyección se interrumpió, y hasta que estuve en la calle no me enteré por personas que estaban a mi alrededor de que un tal Dr. Goebbels, cuyo nombre yo ni siquiera conocía por entonces, había provocado el pánico con centenares de ratones blancos que fueron soltados por la sala al empezar la proyección de la película. Por los periódicos supe que Remarque ya en 1929 se había marchado a Suiza, y en 1939 emigró a los USA.
LA BESTIA DE ACERO
En el futuro, yo misma tuve que dirigirme a Goebbels, por mucho que me pesara. No se trató esa vez de mis asuntos sino de Willy Zielke, un genial fotógrafo, y de su película Das Stahltier (“La Bestia de Acero”). La había producido por encargo de los Ferrocarriles del Reich para el centenario del ferrocarril. Cuando vi esa película por primera vez quedé sobrecogida. Una grandiosa sinfonía de imágenes como no había visto desde “El Acorazado Potemkin” de Eisenstein. El tema: la historia centenaria del ferrocarril, el destino de sus inventores y el desarrollo desde la más antigua máquina de vapor hasta la moderna locomotora. Zielke había hecho de este árido tema una película fascinante. Su locomotora daba la impresión de un monstruo viviente. Los reflectores de la locomotora eran los ojos, las armaduras el cerebro, los émbolos las articulaciones, y el aceite propulsor que corría por los frenéticos émbolos actuaba como sangre. La impresión venía además reforzada por el revolucionario montaje de sonido. Cuando los directivos de los Ferrocarriles del Reich vieron la película quedaron tan horrorizados, según me contó Zielke, que sin decir palabra abandonaron la sala. Su enojo era tan grande que no sólo decidieron prohibir toda exhibición, sino también destruir las copias e incluso el negativo. Aquella película no tenía nada que ver con la idea que tenían ellos: querían que fuese para los espectadores una invitación a viajar con el mayor placer en el ferrocarril.
Zielke se sintió mortalmente desgraciado. Había estado un año trabajando en su película, y ahora todo había sido en vano. Yo quise luchar como si la película hubiese sido mía. Afortunadamente, antes de la destrucción del negativo, adquirí una copia para mi archivo. Y tuve que atreverme a entrar en la caverna del león. Nadie excepto el ministro Goebbels, jefe de la industria cinematográfica alemana, podía impedir la anunciada sentencia. Yo esperaba con su inteligencia reconociera el valor artístico del film de Zielke y prohibiera la destrucción del negativo. Al encontrarme con él por la noche en el Prinz-Karl-Palais de la Wilhelmplatz, sede oficial del ministro, me extrañó encontrar sólo a una conocida actriz de teatro y de cine. Cuando se hizo la oscuridad y empezó la película, Goebbels y ella siguieron hablando, sin mirar a la pantalla. Casi no prestaron atención al film. La actriz hizo incluso comentarios despectivos sobre la película; soltaba risitas en pasajes especialmente interesantes y más de una vez estalló en sonoras carcajadas. Cuando volvió a iluminarse la sala, dijo el ministro:
– Tal como ha reaccionado esta dama, reaccionará también el público y rechazará la película. Admito que el realizador tiene talento, pero para la masa la película es ininteligible, demasiado moderna y demasiado abstracta, podría ser un film bolchevique, y no se puede exigir tanto a la dirección de los Ferrocarriles.
– ¡Pero eso no es razón para destruir la película! Es una obra de arte –respondí yo, excitada.
– Lo siento, señorita Riefenstahl, pero la decisión incumbe exclusivamente a los Ferrocarriles del Reich, que financiaron la película. Yo no quiero inmiscuirme en ello.
Así quedó dictada la sentencia de muerte sobre la obra de Zielke.
EL DÍA DE LA LIBERTAD
Tras un regreso de los Dolomitas tuve que ir dos días a Nuremberg para cumplir la promesa de rodar allí un corto sobre los ejercicios de la Wehrmacht en el congreso del partido del Reich en 1935. Era la escena que, para indignación de los generales, no había incluido en “El Triunfo de la Voluntad”. Para este trabajo se contrató a quince operadores, entre ellos el genial Zielke, Ertl, Frentz y Kling. Aparte de los ejercicios de la Wehrmacht, que se efectuaron en un día, no tuvimos que hacer más tomas de vistas.
Así se originó un film corto de una duración de 25 minutos aproximadamente, para el que Peter Kreuder compuso una música muy briosa. Recibió el título de “El Día de la Libertad”. Mi empresa, que desde 1934 se llamaba Reichsparteitagfilm, vendió la película a la UFA, que la puso en el programa accesorio como “locomotora”, para una de las películas más flojas con argumento. Cuando estuvo terminada, se me pidió que fuera a exhibirla a la Cancillería del Reich.
Para lograr una reconciliación con la Wehrmacht, Hitler había organizado un pequeño estreno e invitado a muchos generales con sus esposas. A las ocho de la noche debía empezar la proyección. Cuando sólo faltaban diez minutos para las ocho todavía estaba yo luchando en casa con mis rebeldes cabellos, sin lograr un peinado razonable. Crucé enloquecida con mi coche las calles de Berlín. Sólo el tráfico que entonces era escaso pudo salvarme de un accidente. Cuando llegué precipitadamente y mal peinada a la Cancillería, llevaba un retraso de veinte minutos. Un desastre. Hitler y Goebbels se hallaban ya de pie en el vestíbulo, llenos de impaciencia. Hitler estaba pálido. Goebbels parecía sonreír con ironía. Gozaba viéndome en una situación tan penosa. El saludo fue glacial. Angustiada y confusa, intenté una disculpa.
Comenzó la proyección. Todavía estaba yo aturdida y tenía la sensación de una gran soledad. Mientras se desarrollaba la película, me encontraba muy lejos de allí con mis pensamientos. Al cabo de algunos minutos noté un interés creciente, algo así como calor. El que ha estado a menudo en el escenario, desarrolla un sexto sentido para percibir si ha captado el interés de los espectadores. La película, sorprendentemente, fue ejerciendo un efecto intenso.
Cuando la sala volvió a iluminarse experimenté una victoria. La gente me estrechaba las manos, me abrazaba. Leni por aquí, Leni por allá, el entusiasmo era grande. También Hitler vino contento hacia mí y me dio la enhorabuena. En el semblante de Goebbels podía leerse cuán profundamente le disgustaba mi éxito.
Hitler tenía sentido del humor: por Navidad me regaló un reloj de porcelana de Sajonia con juego de campanillas eléctricas».
Leni Riefenstahl, “Memorias” (Editorial Lumen, 1991)
2 comentarios:
Interesantísimos testimonios todos... El que versa sobre Reamarque bien daría -si no lo es ya- para un relato corto, con visos inquietantes: eso de que antes de ver a Rutmann la relación entre esposos era perfecta... Parece una escena sacada de algún filme de la época, incluso americano d ela era pre-code...
El Abuelito
Muchas gracias Abuelito... La autobiografía que escribió Leni resulta terriblemente inspiradora, importa poco lo que pueda tergiversar o directamente falsear, la inexplicable omisión de ciertos detalles -apenas cuatro observaciones sobre el auge del nazismo y del Berlín devastado por las bombas- y que su ingenuidad contraste de forma brutal con los hechos y con su fama de manipuladora... Todo ello le añade el repentino, hoffmaniano encanto del misterio y la mascarada. Y para mí, al menos, es imposible no sentir cierta admiración por esta mujer y su longevidad (¡101 años!).
Publicar un comentario