La presumida introducción a cargo del autor y su pseudónimo pulp a lo Will Eisner (la guerra continuaba cuando fue publicado en 1916) pueden dar una imagen equivocada del contenido del libro que nos ocupa: “My Secret Service: Vienna-Sophia-Constantinople-etc” resulta una estupenda lectura de tren, pero también es, de entre la multitud de crónicas de la Gran Guerra digitalizadas y ofrecidas de forma gratuita en internet, una de las más interesantes en su descripción de una Europa levantada en armas, sometida a privaciones, con una economía al borde del colapso y, con todo, todavía lejos de lo peor.
Periodista-espía al servicio del Daily Mail y de los Aliados, J.M. De Beaufort (pues no es otro el autor, sino el protagonista de nuestra anterior entrada) acogió la declaración de hostilidades entre Inglaterra y Alemania como si de una oportunidad personal se tratase, y financiado por el editor de William Le Queux, el «Napoleón de la Prensa» Lord Northcliffe, se lanzó a la aventura de atravesar media Europa en el Balkanzug (que es como los alemanes rebautizaron el Orient Express) durante el invierno de 1915-1916 a través de fronteras erizadas de soldados, tomando nota de cuanto veía y dejando constancia de su paso por las principales capitales centroeuropeas: la en otro tiempo relamida Viena de Klimt y Strauss, ahora sombría y llena de preocupación, sin carruajes, sin música, sin azúcar y nata para sus cafés, todavía orgullosa pero demasiado intuitiva como para no presentir el desenlace que le estaba reservado; Bucarest, Sofía y los Balcanes, indecisos, oportunistas y llenos de agitación; y la inmensa Constantinopla, estirada como un gato sobre el Bósforo, mercadeando con su propia vida. Territorios todos ellos dominados por la sombra del gran Reich alemán.
Esta y las próximas dos entradas están dedicadas a él y su pequeña aventura.
INTRODUCCIÓN DEL AUTOR
No soy un espía, me gustaría que quedase claro desde el principio; soy un periodista, y adoro mi profesión. En igual medida adoro la aventura y el deporte, el mayor deporte del mundo: ese en el que el premio consiste en seguir vivo.
"¿Ha tenido usted miedo alguna vez?", me preguntó recientemente una encantadora jovencita inglesa. "¡Miedo!", contesté, "Escuche, imagínese a sí misma con dos mapas pegados a su pecho, cada uno de ellos indicando la localización de bases submarinas alemanas, concentraciones de tropas y cosas semejantes. En ese momento está siendo interrogada por media docena de agentes del Servicio Secreto alemán. La menor vacilación, el más leve titubeo, y con un chasquido de dedos será conducida a la habitación de al lado por unos soldados, allí la desnudarán, y en cuestión de diez minutos la matarán".
La chica se ruborizó; exaltado como estaba, olvidé con quién estaba hablando. Sí, he tenido miedo muchas veces; pero, con el instinto del jugador, he continuado una partida que podía terminar en cualquier momento delante de un pelotón de fusilamiento, en algún lugar del territorio enemigo.
Soy ciudadano de un país neutral. Los que me conocen en las altas esferas han visto mi pasaporte, y examinado lo que queda de mis tickets del Balkan Express con su perforación "18-1-16", y por los documentos que les he hecho llegar pueden dar fe de que he estado personalmente allí donde afirmo haber estado.
Cuando estalló la guerra me encontraba en Inglaterra. Inmediatamente intuí en la terrible lucha que se avecinaba mi gran oportunidad. Tengo 26 años y hablo inglés, alemán, francés y flamenco, además de mi lengua natal. Viví en Inglaterra antes de la declaración de guerra y he aprendido a amar este país como si fuera mi segunda patria. Estaba ansioso de ayudar, y decidí averiguar por mí mismo todo lo que pudiese sobre la Máquina de Guerra alemana. Durante doce meses me he dedicado a ello, visitando Frankfurt, Hanau, Neuwied, Essen (y otras ciudades alemanas), Vienna, Budapest, Bucarest, Sofía, Constantinopla, Brasso, Rustchouk, Adrianópolis, Nish, Belgrado, Konia (Asia Menor), etc. De paso, he demostrado que el sistema de espionaje alemán no es tan perfecto como piensan los Aliados.
He realizado tres visitas a territorio enemigo, siempre con el mismo nombre pero alegando diferentes profesiones. Primero fui un obrero, y crucé la frontera con muy poco equipaje y vistiendo con descaro las ropas más modestas. Alegué ser un trabajador del metal, pero mi experiencia al respecto era mínima, toda la que pude adquirir con antelación y con el único objeto de resultar algo convincente. De esta guisa atravesé las puertas del Sagrado Grial alemán: las famosas factorías Krupp en Essen. Allí trabajé por un breve periodo de tiempo, hasta que descubrieron lo execrable de mis habilidades profesionales. A esto siguió una sumaria expulsión de la fábrica, ignominiosa, pero nunca un trabajador despedido pudo sentirlo menos que yo ese día. Me había dado tiempo a recopilar un puñado de interesante información, y llegué a ver cosas remarcables y de gran interés. Esto sucedió en marzo de 1915, aunque mis artículos no se publicaron hasta febrero de 1916 por considerar la censura –sin duda por buenas razones–, que debían mantenerse en secreto.
Mi siguiente viaje fue a Constantinopla haciéndome pasar por un viajante de comercio en representación de una compañía de chocolates de un país neutral. En esta ocasión me entrevisté con el Capitán von Hersing, y escuché de sus labios el relato de su maravilloso viaje en un submarino alemán (U51) desde Wilhelmshaven hasta Constantinopla. También obtuve abundante información que sería publicada a su debido momento. Este viaje tuvo lugar en junio de 1915.
El tercer viaje fue, de largo, el más fructífero y exitoso. Lo hice como periodista, en teoría como periodista de un gran periódico neutral, pero en realidad trabajando para el Daily Mail. Se sobreentiende que estos viajes requirieron una meditada preparación. Suena fácil sobre el papel, pero realmente son algo que exige mucha energía y el mayor de los cuidados. Un error, una palabra dicha con descuido, y se daría pie a una sospecha que casi con toda seguridad conduciría a un desenlace trágico. Comencé a sentir por entonces lo que deben sentir los soldados antes de la batalla. Cuando uno se alista, piensa en todos los peligros como en algo distante, y sin duda lamenta separarse de los suyos. Pero tan pronto como se halla en el fragor de la batalla lo olvida todo excepto el aquí y ahora. Eso me pasó a mí.
En este tercer viaje supe que en cualquier momento podía ser descubierto por cualquiera de los incontables espías alemanes que parecen estar en todas partes. Pero estaba decidido a llegar al final, y una vez en territorio enemigo mi nerviosismo desapareció como por ensalmo.
Debo observar que nadie puede emprender un viaje de estas características sin la ayuda y la asistencia de hombres influyentes en el exterior, y debo dar las gracias –gracias inadecuadas según de quién se trate– a los muchos distinguidos diplomáticos de países neutrales, sin cuya ayuda no podría yo haber cruzado la frontera austríaca o, lo que es más importante, haber regresado a Inglaterra.
Anticipo que mis aventuras pueden ser puestas en tela de juicio, porque parecen imposibles en un país (Alemania) donde los Servicios Secretos pasan por ser absolutamente infalibles. Estoy preparado para refutar estas opiniones escépticas con las pruebas que haga falta.
Para mí ha sido una fuente de gran satisfacción saber que mis descubrimientos y la información que he ido acumulando han servido para ayudar a los Aliados, a quienes debo toda mi simpatía. También he podido alegrarme al conocer por periódicos ingleses, y otros neutrales, que algunos de los más eficientes agentes del Servicio Secreto del Káiser han sido despedidos, y su trabajo de campo suspendido.
CAPÍTULO I
VIENA DURANTE LA GUERRA
Fue durante los primeros días de noviembre de 1915 cuando se me ocurrió la idea de realizar otro viaje a Turquía. Había oído de diversas fuentes que los alemanes, conjuntamente con los turcos, estaban preparando su gran ataque a Egipto. Me decidí a descubrir si realmente era así o si sólo se trataba de un bluff extendido con propósitos políticos. Llevé a cabo todos los arreglos con sumo cuidado, porque el resultado entero de una expedición de tal índole depende de las precauciones que se hayan tomado desde el principio. Primero me desplacé a un país neutral donde, hacía algunos años, había trabajado como periodista. No encontré demasiadas dificultades en conseguir de un periódico que conocía los papeles y credenciales en las que se indicaba que yo era un corresponsal trabajando en su nombre.
Tras una cuidadosa consideración opté por la ruta más corta a Turquía, que debía llevarme a través de Alemania, Austria, Rumanía y Bulgaria, y tracé mi plan ajustándome a ella. Fracasé, no obstante. En el pueblo de Emmerich, en la frontera alemana, los oficiales me informaron que mis papeles no estaban en regla. Al principio me sentí confundido porque creía haber previsto todas las contingencias, pero pronto descubrí dónde estaba el problema. En mi pasaporte mi nombre aparecía escrito con una "i", mientras que en mi tarjeta de corresponsal aparecía escrito con una "y". Creo verdaderamente que la mente meticulosa de los oficiales alemanes les impediría dejar pasar al portador de un pasaporte donde figurara una coma allí donde debían figurar dos puntos.
Traté de hacerles comprender que el error no tenía importancia, y que yo era un periodista auténtico. Después de mucho discutir y de excitadas protestas por mi parte se me permitió viajar a Múnich. Pero se quedaron todos mis documentos, indicándome que debía reclamarlos en la Kommandatur de esa ciudad.
Reanudé mi viaje confiando en que todo estaba arreglado. Pero, cuando llegamos a Düsseldorf, escuché que gritaban mi nombre desde la plataforma de la estación. Por unos instantes me sentí asaltado por el temor de que hubiesen descubierto mi asociación con un periódico inglés, convencido de que me iba a caer encima un montón de problemas. Pero pronto me recompuse. Cuando el jefe de la estación, un teniente, y dos soldados –la mentalidad de un oficial alemán no se contentaría con una exhibición menor de poder–, se presentaron en la puerta de mi compartimento, les di a conocer mi identidad, y enseguida se me dijo que debía abandonar el tren; más todavía: que no me iban a permitir continuar mi viaje hasta que los papeles estuvieran en regla. La consecuencia de todo esto fue que me vi obligado a regresar a la frontera, todo por culpa de un descuidado funcionario del consulado que había usado una "i" en lugar de una "y".
Consideré que era demasiado peligroso hacer corregir la errata y simplemente intentarlo otra vez por la misma ruta. Conocía demasiado bien la psicología de los oficiales alemanes. Sabiendo que las autoridades austriacas eran menos difíciles que las alemanas, decidí regresar a Inglaterra y viajar luego a través de Francia y Suiza, hasta alcanzar Austria. En Suiza obtuve un nuevo pasaporte, y poco después me dirigía hacia la frontera austríaca.
Durante el viaje tuve inquietantes pensamientos. Las autoridades austríacas podían haber sido informadas de mi intento frustrado de cruzar la frontera alemana, y como ocho meses antes ya había entrado en Austria por la misma ruta que ahora me disponía a tomar alegando otra profesión, dudé de la viabilidad de todo mi proyecto. "Quizás", argüía para mí, "sería mejor volver a lugar seguro". Muy pronto sin embargo di fin a estas preocupaciones recordándome que cientos de miles de hombres se encontraban en las trincheras en ese momento enfrentándose cara a cara a lo mismo que yo –la muerte. Yo era un soldado, me dije, y de hecho lo era: un oficial en la reserva de mi país. Para cuando alcanzamos Ferlkirch, ya me sentía preparado para enfrentarme a los oficiales austríacos con el corazón firme y la determinación de lograr mi objetivo fuese como fuese.
Fui llevado junto con mis compañeros de viaje a un gran salón donde los soldados montaban guardia con sus bayonetas. Para comprender lo que yo sentía en esos momentos, allí de pie, esperando mi turno para ser interrogado por los oficiales, el lector tendría que haber estado en mi piel.
Uno a uno mis compañeros eran admitidos y se les permitía pasar a otra estancia, y cuando por fin llegó mi turno me encontré a mí mismo cara a cara con los oficiales, todos los cuales parecían haber desarrollado ese inquisitivo estado mental que sólo se da en periodos de guerra. En Suiza yo había obtenido del embajador austríaco, el Barón Gayer, un salvoconducto que tuvo entonces un inapreciable valor para mí. Después de diez minutos incómodos, resultó que me dejaron pasar con honores, no sólo satisfaciendo las exigencias de los oficiales sino contentándolos hasta el punto de comunicarme sus deseos de que tuviera suerte y un buen viaje. Una hora más tarde el tren partió hacia Viena, distante veinticuatro horas, a través del bonito Tirol austríaco. Yo me encontraba de todas formas demasiado cansado y hastiado del viaje como para apreciar la belleza de la naturaleza. En el tren no había camas donde poder dormir, y el sueño que logré fue el poco que pude arrancar a esos duros asientos.
En la tarde del 8 de diciembre de 1915 llegué a Viena. Decidí alojarme en el Park Hotel , en vez de en alguno de los más modernos hoteles de la parte más animada de la ciudad. Lo hice con un propósito, considerando que el Park Hotel está situado cerca de las dos estaciones de trenes, Sud Bahnhof y Ost Bahnhof. Desde esta posición estratégica confiaba en poder observar los movimientos de tropas hacia cualquiera de las dos estaciones.
Mi plan pasaba por permanecer en Viena un corto periodo de tiempo. Mi objetivo final era Turquía, pero particularmente quería ver Belgrado, recordando los recientes y desesperados combates que habían tenido lugar allí. Me había asegurado una entrevista con un prominente oficial del Foreign Office austríaco (Ministerium des Aussern), con quien debía contactar antes de nada. Este importante personaje, un Hofrat (el equivalente alemán, creo, a un miembro del Consejo Privado Real en Inglaterra), me recibió con cortesía y sin ese aire de recelo que parece ser un atributo inevitable en los alemanes. Escuchó la razones de mi viaje y muy amablemente me prometió que me lo facilitaría en todo lo que estuviese en su mano.
Me entregó una carta de presentación para la Sección de Prensa de la Oficina de Guerra (K.U.K. Kriegministerium). En ella afirmaba que yo era un conocido del Foreign Office, y que deberían darme todas las facilidades posibles para continuar mi viaje hacia el Este. Esta carta me brindó la posibilidad, al final, de obtener un documento que sería de la mayor ayuda para mí en los subsiguientes viajes. Todavía lo conservo.
Mientras me hacía entrega de la carta para el Kriegminsiterium Pressbureau que iba a abrirme las puertas a Turquía, dijo: "Soy siempre muy cuidadoso con estas cartas de recomendación. Usted mismo, por ejemplo, podría ser el mayor de los espías (grosze spion)". Sonreí para mis adentros agradeciéndole su amabilidad, y me felicité por haber impresionado favorablemente a un hombre envestido de tal autoridad. Cuando le pregunté si podía conseguirme un pasaporte con el que pudiese llegar a Belgrado, contestó que le era imposible, pero que haría lo que estuviese en su mano para facilitarme las cosas, y que a su debido tiempo tendría noticias suyas.
Mientras tanto resolví dar una vuelta por la ciudad y descubrir qué cambios habían tenido lugar en los ocho meses que habían transcurrido desde mi última visita. Lo primero que noté fue una creciente hostilidad hacia todo lo inglés en cierta parte de los vieneses. Esto se debía a dos razones obvias: primero, el aguijón del hambre, "la presión del estómago" como se le llamaba, consecuencia de la acción de la Armada inglesa; segundo, la reciente intervención de Italia en la guerra como parte del bando aliado, consecuencia del trabajo de los diplomáticos ingleses. En sus odios, el austríaco no resulta tan dramático como el alemán; pero sí existe uno amargo y encendido resentimiento contra la nación que la ha privado de la mayor parte de sus lujos y necesidades vitales y que, además, la ha precipitado a otra guerra cuando ya no daba abasto con la que tenía entre manos.
Esto tiene una parte cómica, desde el punto de vista aliado, claro. En Turquía la gente confía en obtener alimentos de los Poderes Centrales, mientras que los Poderes Centrales se muestran igualmente optimistas respecto a la posibilidad de que Turquía los provea a ellos de lo mismo. El responsable de este error no es otro que la prensa de Berlín, con sus rimbombantes artículos sobre la ventaja de abrirse a los mercados de Turquía y Asia Menor y a sus vastos recursos. Por un lado, esto iba a producir abundancia de mantequilla en Berlín. En Viena no refunfuñan tanto como en Berlín por la escasez de mantequilla; sin embargo se resienten en lo más hondo por la ausencia de nata.
Una de las delicias clásicas de la ciudad son los famosos cafés vieneses, con su espumosa cresta de nata batida que se extiende por la mitad del vaso. Durante mi primera visita resultó ser algo bastante fácil de obtener, pero ocho meses de guerra han traído consigo la prohibición de servir leche y crema, que se reserva para los niños, siendo todo el resto utilizada en la fabricación de explosivos. Cuando me dijeron que tendría que tomar el café solo, sentí una momentánea aversión a los Aliados.
De los 1.600 taxis que en tiempos más alegres había en la ciudad, sólo quedan cuarenta, y están en muy mal estado, con los neumáticos presentando una apariencia decrépita. Con la excepción de estos cuarenta taxis, todo el tráfico se paraliza a las 11 pm, y las señoras vienesas, famosas por su emperifollada robustez, recordarán esta guerra durante mucho tiempo por las largas caminatas que se ven obligadas a realizar.
Hay también una gran escasez de petróleo, neumáticos y glicerina, porque el Gobierno los requisa. El tocino y otras sustancias sebáceas empleadas en la elaboración de alimentos son de una calidad muy inferior. Tuve buenas razones para darme cuenta de ello, porque durante cuatro días me sentí terriblemente enfermo debido a la desastrosa calidad de algunos platos que me vi obligado a comer.
Curiosamente, el pan era mucho mejor que durante mi anterior visita; pero había muy poco, porque persistían las cartillas de racionamiento. La carne era cara y rara de ver. Por lo general, yo cenaba en el restaurante Hartmann’s, que en tiempos de paz tenía bastante renombre. Lo encontré muy deteriorado, con el menú ridículamente caro y muy lejos de ser apetecible. Por un menú consistente en sopa, carne y vegetales, con algo de fruta, tuve que pagar ocho coronas (una corona equivale a 10d.), el doble que en tiempos de paz. Para hacerse una idea de lo escasa que era la carne diré que una sola porción de roast beef costaba unas cuatro coronas (3s. 4d.). Debería decir que el Hartmann's no es un sitio como el Ritz, sino un restaurante de clase media en el que los precios siempre fueron muy asequibles.
Este terrible azote, que parece acechar a toda la civilización europea, se ha incrementado de forma alarmante en Viena desde el inicio de las hostilidades. Los soldados suelen ir a los peores barrios de la ciudad para contagiarse deliberadamente de enfermedades y evitar así ser enviados al frente. Las autoridades militares ya han puesto sus ojos en ellos, y son castigados con mucha severidad.
Viena está plagada de heridos; de hecho, nunca he visitado una ciudad donde fuese posible ver tantos. Intenté averiguar por todos los medios el número aproximado en todo el país, pero me resultó imposible realizar una estimación. Con objeto de no deprimir en exceso a la población, estos hombres son cuidadosamente repartidos en los diferentes pueblos y aldeas de la región y particularmente en Bohemia. Los alemanes me dijeron que habían escuchado lo mismo en relación a Inglaterra y los heridos ingleses, donde según ellos existían cientos de pequeños hospitales de la Cruz Roja en pueblos y aldeas de provincias a lo largo y ancho del país.
El método alemán también pasa por mantener a sus heridos lejos de los grandes centros urbanos. Las pequeñas aldeas se usan como hospitales de la Cruz Roja. Estando en Frankfurt en uno de mis viajes pregunté a la mujer de un granjero con la que había entablado conversación que me costaba entender porqué se veían tan pocos heridos en una ciudad tan grande. "Venga y eche un vistazo a la aldea", me dijo, "los tenemos en nuestras casas". Me dirigí por consiguiente a Andernach, que era el nombre de la aldea. La mujer me sirvió café y pan de guerra, tratándome muy amablemente. Tenía a seis heridos en su casa, y supe que apenas existía un pueblo en las laderas del Rin donde no hubiese soldados alojados con objeto de beneficiarse del vigorizante aire de las colinas, tras ser tratados en los hospitales. Uno de estos soldados me comentó que en un hospital situado a media hora de Colonia yacían 180 soldados inválidos.
Las autoridades austríacas se ajustan a su propio sistema; establecen, por ejemplo, que sólo un tercio de sus soldados convalecientes pueden salir al mismo tiempo. De ese modo, si hay trescientos heridos en un hospital, todos capaces de andar, sólo a cien se les permite salir al mismo tiempo para tomar el aire y hacer ejercicio.
El número de soldados ciegos es asombroso. Es una de las peores cosas que tuve oportunidad de ver. Antes de que Italia entrase en la guerra el número total de soldados austríacos que habían perdido la visión era de 10.000. Ahora es de 80.000. Fui informado de esto por el doctor Robert Otto Steiner, el jefe del más grande hospital de Viena, tal vez el mayor del mundo: el Wiener Allgemeines Krankenhaus, que dispone de 8.000 camas, 3.000 de ellas ocupadas por soldados ciegos.
La razón para este terrible número de soldados ciegos es que en las montañas las tropas no pueden construir trincheras donde guarecerse, y las granadas italianas que explotan contra las montañas envían una lluvia de fragmentos de roca en todas las direcciones. Fue con una expresión lúgubre que el Dr. Steiner me habló de los 80.000 austríacos que habían quedado ciegos en los últimos seis meses. Le pregunté qué iba a ser de ellos después de la guerra, y me respondió que eran un problema que ningún gobierno del mundo podía resolver. Se levante o no un monumento al Káiser en zona aliada, por toda Europa existirán miles de monumentos vivos a su "grandeza" en la forma de seres humanos ciegos, locos e inválidos, que maldecirán al militarismo alemán que ha destruido sus vidas.
En el curso de mis vagabundeos por la ciudad llegué a escuchar una historia divertida sobre el reclutamiento en Inglaterra. Me la contaron unos oficiales austríacos, que creían conocer la razón por la que el reclutamiento allí había sido un éxito. La explicación fue que la aristocracia había obtenido del Gobierno la garantía de que permanecerían en suelo inglés para realizar diversos trabajos caseros, mientras que a los pobres les tocaba ser enviados al frente. Nada de lo que escuché reflejaba mayor ignorancia del instinto deportivo que anima al gentleman inglés que esta afirmación, y eso a pesar del omnipresente Wolff y sus noticiarios radiofónicos de guerra. La mención a Wolff me hace recordar un dicho que existe entre los que apoyan a los Aliados en Constantinopla, y que reza: "Nos dicen mentiras, también nos dicen condenadas mentiras, y luego están los noticiarios de Wolff".
Una noche mantuve una interesante conversación con un capitán de la Legión Austro-Polaca, cuyo nombre prefiero no mencionar por su propio interés. Me contó bastantes cosas que ilustraban claramente las dificultades que los alemanes están encontrando a la hora de combinar sus enormes y variadas fuerzas. "Yo estoy con los austríacos ahora", dijo, "combatiendo a los rusos debido al buen trato que, comparativamente, recibimos de Austria. Se nos ha prometido una República Polaca para después de la guerra. Si me viera obligado a luchar junto a los prusianos contra los rusos, desertaría, y me uniría a Rusia".
Desde hace algunos meses, en Austria, se sabe que algo ha ido muy mal en relación al 28th Regimiento Austríaco, el Regimiento de Praga, que consiste enteramente en soldados de Bohemia reclutados sobre todo en esas ciudad y que, siendo eslavos, odian de manera natural a los alemanes. De boca de este oficial al que me refiero pude conocer la historia del trágico Regimiento 28. En el Museo Nacional de Viena guardan un cierto número de banderas, cubiertas de negro: las de este infausto regimiento de Bohemia.
Resulta que todos ellos decidieron desertar y rendirse a los rusos. En este complot estaban implicados también los oficiales. Un día vieron lo que ellos pensaron que eran regimientos rusos. Tiraron sus armas y levantaron las manos. ¡Pero los "rusos" eran prusianos!. Los checos no cayeron en la cuenta de que la gorra redonda de los rusos es prácticamente la misma que la utilizada por las armadas prusianas. Los oficiales alemanes enseguida se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo, y dirigieron sus ametralladoras hacia esta multitud de soldados indefensos masacrando a cientos de ellos. Los supervivientes fueron hechos prisioneros, y al final a uno de cada cinco fue fusilado allí mismo. También se fusiló a uno de cada tres oficiales. El resto fue enviado a primera línea de frente, y son muy pocos los que quedan con vida ahora y pueden contarlo. En el Museo Nacional, las banderas han quedado como un recordatorio de la deshonra de este Regimiento cuyo nombre ya no figura más en la lista de la Armada Austríaca.
Una cosa que me chocó en particular fue que la obra de teatro de mayor éxito en Viena era un éxito inglés, "Mr. Wu". Se la anunciaba por toda la ciudad con un subtítulo escrito en letras más pequeñas: "Der Mandarin". Era obvio que consideraban que el público austríaco necesitaba alguna clase de explicación para las palabras "Mr. Wu", y de ahí el subtítulo en alemán. Al principio no conseguí entenderlo bien. Recordaba haber visto la obra en Londres bastantes veces, pero esto no me ayudaba a entender el subtítulo, ni tampoco su popularidad en una ciudad enemiga.
Una tarde me dirigí al Neues Wiener Stadtheater, un bello edificio levantado tras el inicio de la guerra. La audiencia la componían principalmente mujeres. Digamos que sólo un cuarto de los allí reunidos eran hombres. Fue una representación admirable, aunque eché en falta a Matheson Lang. Y me sirvió para comprender las razones de su éxito en Viena: en ella, un hombre de negocios inglés sale muy mal parado al lado del chino, y esto fue lo que complacía a la audiencia. Al final de cada acto las cortinas se elevaban y caían una y otra vez y el público dedicaba una atronadora ovación a los actores.
Para mí, la verdadera tragedia de Viena es la de los ingleses en edad militar a los que no se les permite abandonar la ciudad. Se les trata bien y se les permite moverse por la ciudad siempre y cuando no traten de dejarla, lo que habla bien a las claras de cuán diferentes son los austríacos y los alemanes. Se les exige, no obstante, que vuelvan a sus casas a partir de las ocho de la noche. En los periódicos han aparecido artículos a favor de que los extranjeros que pertenecen a países beligerantes puedan usar su lengua madre en lugares públicos, siempre y cuando no lo hagan de forma ofensiva. Estos pobres tipos están hambrientos de recibir noticias. El último periódico inglés que pude ver en Viena fue el Times del 3 de septiembre.
Aunque no dejan de lamentar el detestable "pan de guerra", en general hablan bien del trato que reciben por parte de los austríacos y admiten que su situación ha mejorado en los últimos dos meses. Pero aun así, su situación está muy lejos de ser envidiable. Viven en medio de una población hostil, sin tener noticia de lo que sucede en sus países de origen, deseosos de poder salir de la ciudad y unirse a sus compañeros de las trincheras.
Se hablaba mucho de las campañas militares de Bagdad y Egipto, y también sobre la depreciación de la corona austríaca, que sólo alcanza ahora la mitad de su valor original. Los más clarividentes entre los vieneses no dan ninguna importancia a esto.
Se han tomado grandes precauciones respecto a la población que llega a Viena desde Hungría. En los últimos tiempos ha habido casos de cólera y peste en ese país, aunque es muy poca la información que se filtra debido a la severidad de la censura de guerra. De vez en cuando llegan rumores, y distan mucho de ser tranquilizadores. Las tropas alemanas y austríacas han estado concentrándose en Hungría durante meses, para emprender la campaña de los Balcanes. La masiva concentración de tropas en un área comparativamente pequeña provoca, de forma inevitable, que estas plagas se extiendan.
3 comentarios:
Dios mío! Me temo que no podré leer con calma este dossier cargado de sabrosos cotilleos históricos hasta que regrese a Roma... y es que cuando me propongo leer con calma tal o cual capítulo de la historia, ahí salta usted con otra magnífica entrada, y como la que suscribe es más bien de neurona difusa, ya puede imaginarse lo que sucede. Sepa disculparme, se lo ruego!!!
Parecidos planes tenía yo para su traducción por capítulos de Luigi Capuana, Fraulein... quiero decir, signorina; pero no he podido evitar catarlo. Debo decir que es la primera ghost-story italiana que este servidor suyo prueba y que caiga cabeza abajo por el barranco del infierno si me ha dejado insatisfecho (tal abismo, donde el Monje Medardo tuvo su primera experiencia doppelgänger, le queda a mitad de su viaje entre Alemania e Italia por cierto... ¡no se le ocurra detenerse a no ser que quiera enfrentarse a su "doble infernal"! ¡la Principessa di Inferno!).
Como siempre, se agradecen mucho sus palabras Prinzessin
Acabo de descubrir esta página (aún no sé cuanto hace que existe) y me encanta.
Empezaré a seguirla en cuanto pueda.
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