Durante años no hemos sabido nada de G.W. Pabst. En las pocas ocasiones en que visité Viena me dejé caer por el 28 de Schottenring para ver a este gran anciano. Siempre se mostraba encantado de recibir visitantes, a pesar de que su avanzada edad le hacía sentirse muy cansado, provocándole que una de sus manos temblase visiblemente. Pero a mí nunca se me ocurrió pensar que Pabst fuese más viejo que cualquier otro de los así llamados “directores alemanes”, la mayoría de ellos austríacos como el propio Pabst, y cuando oí que cumpliría ochenta años y lo felicité por carta –recibiendo en respuesta unas líneas de agradecimiento escritas con caligrafía temblorosa– me puse a recordar cómo nos conocimos él y yo por primera vez.
Debió ser en algún momento del año 1929, durante una de mis primeras visitas a unos estudios cinematográficos en mi nuevo rol de joven periodista. Por entonces los estudios todavía me parecían una cosa bastante emocionante, como una suerte de cálida y colorida jungla, con cables colgando de todas partes como si fueran enredaderas. Era mucho el ruido que uno encontraba en esos lejanos años del cine mudo: gente corriendo de un lado a otro del plató y sobre el puente colgante de luces y focos, aparatos de iluminación, nuevos ingenios para la creación de atmósferas llevados al límite del recalentamiento. Todo resultaba denso y sofocante.
Ese día vi a una chica muy bonita sentada en un rincón leyendo los aforismos de Schopenhauer en su traducción inglesa. Parecía absurdo que una muchacha como ella debiera interesarse por Schopenhauer, y con algo de rabia y desdén pensé que debía tratarse de alguna clase de sutil publicidad ingeniada por el equipo de Pabst. Veinticinco años más tarde descubrí que Louise Brooks realmente leía a Schopenhauer… Recuerdo que ese día Pabst me comentó lo satisfecho que estaba con una toma completamente original que había conseguido montando la cámara sobre un plato giratorio situado en un carrito móvil. Todo lo organizó para una escena en la que perseguía a Louise Brooks por una tortuosa escalera y a lo largo de un corredor.
Pabst se encontraba entonces en el cénit de su carrera: un hombre poderoso de mirada penetrante, lleno de energía, bastante irónico; no obstante, incluso bajo la habitual presión del rodaje se mostraba siempre amable y considerado. Uno notaba enseguida que alguna vez fue actor; había algo flexible en sus modales, algo ligeramente escurridizo. Todavía no había alcanzado el status de “campeón del realismo” que llegaría a tener algunos años más tarde. En esa época todos los grandes directores alemanes eran rivales e incluso enemigos; el adversario principal de Pabst era Fritz Lang y ambos se odiaban cordialmente. Pero los dos mostraban el mismo ardor y tenacidad en lo suyo: pioneros que adoraban ir descubriendo nuevas y originales posibilidades para la cámara.
Llegué a conocer más a fondo a Pabst cuando tuve que escapar a París en 1933, tras la ascensión de Hitler. Su situación era diferente a la del resto de nosotros, refugiados como Lang, Kortner, Peter Lorre… a los que yo conocía bastante bien. Pabst estaba ya “establecido” como director de films franceses. Catherine Hessling, la primera mujer de Jean Renoir, me había pedido ir al estudio donde Pabst estaba filmando “Du Haut en Bas”, una película acerca de los destinos de los inquilinos de una casa de apartamentos. (Recuerdo por cierto haber conocido allí a un joven y desconocido actor llamado Jean Gabin, el cual, pensé, podía tener cierto futuro en su estilo tosco, dulce y desgarbado)
En esa época vi bastante a Lang y Pabst, y ambos me preguntaban siempre con cierto reproche: “¿Por qué sigue usted relacionándose con ese horrible individuo?”. Recuerdo que un día Pabst me habló de una película que le hubiese encantado hacer; y escribí sobre ella años más tarde (hacia 1938) cuando Henri Langlois y Georges Franju estaban publicando su efímero y muy raro magazine Cinema-tographe. Era la época heroica de la Cinematheque Française: sin casa, sin dinero, con sólo algunas maletas cargadas de tesoros, un cuarto de baño lleno hasta el techo de films, y un pequeño cineclub llamado “Le Cercle du Cinema”
Yo me encontraba fascinada por esta película que Pabst nunca llegaría a rodar. La historia se situaba en un paquebote, en el mar, lleno de elegantes pasajeros de diversas nacionalidades. De repente el operador de radio intercepta un mensaje: ha estallado la guerra. Y de un plumazo todos comienzan a desconfiar de todos. Los que parecían sujetos decentes revelan cuán mezquinos pueden llegar a volverse en esas circunstancias; el odio se extiende entre todos. Y comienzan a pasar toda clase de cosas terribles, inclusive un asesinato. Entonces, cuando todo el mundo ha sacado lo peor de sí, el barco atraca en puerto y descubren que en realidad la noticia era falsa y no hay guerra, que el operador de radio se volvió loco y se inventó la historia. Y la vergüenza se apodera del ánimo de todos los pasajeros. Un tema ideal para Pabst y su “cámara de rayos X”, como la revista Close-Up solía llamar su flexible método de análisis psicológico.
La guerra que Pabst imaginó para esta película ya pendía sobre nuestras cabezas; y cuando llegó, Pabst ya había dejado Francia y nosotros teníamos otras cosas en las que pensar. Yo me escondí bajo tierra y cuando, tras la liberación, volví a salir a luz, escuché extraños rumores acerca del hombre que había realizado “Mademoiselle Docteur” lanzándose luego a rodar otros films en la Alemania nazi. ¿Había sido Pabst un espía, como algunos aseguraban?
En 1946 tuve que viajar a Viena y Henri Langlois me rogó que lo visitara. Accedí a regañadientes. Pabst me recibió con los brazos abiertos. Y yo le advertí enseguida: “G.W., esta no es una visita de amistad, sólo vengo en representación de la Cinematheque Française” . Pabst se enfadó por que yo hubiese llegado a creer en esos rumores y me pidió que le preguntase todo lo que yo quisiera saber. Le pregunté que porqué había estado en Berlín durante los sucesos de Múnich, y en Viena cuando estalló la guerra. Me demostró que si estuvo en Berlín fue porque su suegro se encontraba enfermo y murió a resultas de ello en esa misma ciudad –aquí tenía la noticia de su fallecimiento para que yo pudiese comprobarlo. Y lo mismo le había sucedido a su padre en Viena, al principio de las hostilidades. A partir de ahí la mala suerte lo había perseguido: me mostró los billetes de un pasaje que había comprado para él y su familia, que demostraban que su objetivo era llegar a Estados Unidos cuando, de pronto, él se lastimó tratando de levantar un pesado baúl (también guardaba los recibos de la clínica que lo operó). Yo le hice notar con aspereza que en las historias de Edgar Wallace (que Bert Brecht me había recomendado leer, como forma de evasión) el tipo que tenía la excusa perfecta era siempre el culpable…
Esta mala suerte y las demandas de su mujer lo llevaron de vuelta a Alemania, donde rodó películas que nunca más tendrían la fuerza de “Kameradschaft” y “Westfront 1918”. (Pabst no pudo resistirse a seguir rodándolas, como si él mismo formase parte de ese paquebote del que me habló una vez, tan falto de auténtica voluntad como cualquiera de aquellos alegres petimetres. No tenía sentido preguntarle qué hubiera sido de él si su film norteamericano “A Modern Hero” hubiese resultado un éxito y, al igual que Fritz Lang, hubiese fijado su residencia en los Estados Unidos…). Lo vi muy entusiasmado con “Der Prozess”, la nueva película que tenía a la vista dirigir. Y sentí que para él significaba algo parecido a una expiación.
Pasaron los años. Años que de alguna manera enterraron todo el resentimiento que yo pudiese haber sentido por él. “Der Prozess” fue un éxito y Pabst vio su reputación restablecida. Pero en todo lo que realizó a continuación (exceptuando una de sus películas sobre Hitler) no quedaba rastro alguno de su antigua fuerza. Ya no era el Pabst de antaño –aquel tipo pletórico, cargado de ideas izquierdistas. Volví a verlo en Múnich. Y aunque de nuevo parecía haber recuperado algo de aquel conversador agudo, brillante y lleno de seguridad en sí mismo, lo rodeaba como una especie de nube de desesperación que nunca llegaría a superar. Una actitud, no obstante, que te hacía sentirlo más cercano.
La última vez que lo vi fue en Viena y ya era un anciano, cansado, tratando de revivir su gran momento de gloria de antes de la guerra. Me pregunté si de haber llevado a puerto aquel film sobre el paquebote habría tenido fuerzas para resistir la tentación de seguir rodando películas en la Alemania de Hitler. Y ahora intento recordarlo sólo como el gran director de “Pandora’s Box”, “Diary of a Lost Girl”, y los films sonoros pertenecientes a la era anterior a 1933.
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