Tod Robbins: El Espíritu de la Ciudad. Cap.VI

Cuando hube alcanzado la calle Novena el temprano atardecer del otoño ya caía sobre la ciudad. Con el sol poniente, todos los brillantes carteles y anuncios eléctricos se habían encendido y una miríada de esforzados trabajadores, reventados tras una dura jornada, buscaban el camino que debía conducirlos a sus hogares. Incluso ahora, libres para no tener que responder ante nadie, caminaban apresurados como si su vida dependiese de ello, subiendo a los autobuses, descendiendo de ellos de un salto, abriéndose camino entre el tráfago de vehículos de un modo que parecía poner en riesgo sus vidas.

“Sí”, me decía mientras los miraba, “Mr. Norman tiene razón, al menos aquí la vida no vale un centavo”

Finalmente llegué al apartamento de mi amigo y tras presionar el botón con su nombre en el vestíbulo permanecí a la espera. Muy pronto el chasquido de la puerta me indicó que estaba abierta.

Era uno de esos pequeños edificios de cuatro plantas sin ascensor. Escuché una voz cordial llamándome desde lo alto y, asomándome, distinguí el rostro rubicundo de George Wilmot sobre la barandilla.

“Por fin has llegado”, exclamó. “Casi había desistido de que vinieses. Pensé que alguien en esta salvaje y malvada ciudad te había raptado, llegas a tiempo para la cena”

Por entonces yo ya me encontraba arriba y recibía un cálido apretón de manos.

“Estás completamente pálido, chico”, continuó, “parece que te acabes de despertar con resaca. ¿Qué has estado haciendo en la ciudad todo el día?”

“Espera hasta después de la cena”, le interrumpí, “y luego te daré cuenta de mis viajes. Ahora el chico del sur necesita reponer fuerzas”

“Por supuesto, Jim, sígueme”, dijo, y me condujo a una pequeña y acogedora salita que era justo lo que yo necesitaba.

Me recordó sobremanera a nuestra antigua habitación en la facultad: las filas de pipas alineadas sobre la mesa, los alegres grabados con motivos deportivos, y por último las manchas formando diversas siluetas sobre la repisa de la chimenea. El comedor se encontraba al lado; pude entrever la vajilla de plata brillante sobre el mantel de una mesa, y la sombra de un hombre moviéndose alrededor de ella.

“Bueno, ¿qué te parece mi apartamento?”, exclamó con un cierto tono pomposo. “Es muy confortable, ¿no crees?”

“Ya lo creo”, contesté, “muy bien te tienen que ir las cosas para poder permitirte algo como esto”

“Bueno, sí… es decir, todavía no”, y su rostro se ensombreció un poco. “Pero lo conseguiré”, repuso alegremente. “De hecho no me falta mucho. Dejaré este cuchitril pronto y me trasladaré a Riverside Drive o tal vez a la Quinta Avenida. El señor Noman asegura…”

“¿El señor Noman”, le interrumpí.

“Noman, un amigo mío. ¿Por qué lo preguntas?”

“Oh, por nada. Seguramente es sólo una coincidencia. Te hablaré de ello luego”

“Bueno, el señor Norman asegura que pronto habrá grandes oportunidades en el negocio bancario para un joven como yo, con cerebro y ganas. Y puedes estar seguro de que cuando él dice algo, se trata de algo cierto”.

Tras decir esto George acercó sus labios a mis oídos y susurró: “Él está en el ajo”.

“¿En el ajo?”

“Sí, con todos los peces gordos. Y lo que es más, es él quien los hace danzar al son que toca. No puedo tenerlo más a huevo, puedes apostar lo que quieras”

Por entonces yo no podía saber exactamente a qué se refería, pero me encontraba demasiado agotado por el viaje para hacerle más preguntas.

“Si no te importa me gustaría lavarme”, dije.

“Claro, casi lo olvido”, y me condujo a un pequeño cuarto de baño de baldosas blancas con una ducha en un rincón. “Ahora llamaré a Bill, si es que no necesitas nada más”

“¿Quién es Bill”, le pregunté asomándome del lavabo.

“Bill Hardey, el tipo que vive conmigo aquí. Es un personaje un poco raro”, continuó con cierta duda, “y no sé si te vas a llevar bien con él o no. A la mayor parte de la gente le cae mal. A mí mismo ha estado poniéndome de los nervios estos últimos días con sus rollos pasados de moda. No es un tío muy progresista, ya lo verás. A decir verdad supone un verdadero estorbo para cualquiera que tenga la más mínima ambición. Es curioso que no me diera cuenta de ello cuando lo conocí, pero así fue, de hecho me pareció muy interesante. No quiero hablar mal de él porque en realidad no es mal tipo a su manera, pero ya lo verás por ti mismo. Sal cuando estés listo”.

Qué cambiado que está George, pensé mientras me secaba la cara con una toalla. Este tipo hablador, tan bien vestido, no tenía nada que ver con mi aburrido y metódico colega de mis días de estudiante. Su habitual expresión indolente había sufrido una mutación e incluso su mentón era más firme y enérgico, como si transmitiese una determinación súbitamente adquirida.

“Si la ciudad ha conseguido esto de mi amigo”, me dije, “¿qué no podrá conseguir de mí?”

Al entrar en el recibidor, un tipo alto y apuesto se levantó de una silla y se acercó a mí con el brazo extendido.

“Soy Bill Hardy”, se presentó. “George ha salido a por el periódico hace un momento”

Le di la mano y lo miré a los ojos. Eran de un azul insólito. Profundo y límpido, hacía que uno se sintiera como si contemplase un cielo sin nubes a través de una inconmensurable distancia. Creó en mí una especie de calma, como la sensación que sigue a la realización de una buena obra o, siendo francos, la que sigue a una buena cena.

Todos los demás rasgos de Bill Hardy quedaban eclipsados por sus ojos, e incluso empobrecidos, aunque no había una especial fealdad o deformidad en él. Pensé que debía ser un tipo vulgar, en gustos y apetitos. Sus ropas no le caían bien y observé que a su chaqueta le faltaban varios botones. De todo esto me di cuenta un poco más tarde. Durante los primeros segundos únicamente me sentí fascinado por sus ojos.

Cuánto tiempo permanecí así, mirándole embobado como si fuera una adolescente enamorada, no puedo decirlo, pero no fue hasta que George regresó que empecé a despertar e incluso entonces tendí a dirigirme a él como si yo fuese un niño.

“Te pido disculpas por haber estado mirándote de este modo”, exclamé un poco avergonzado, “pero tienes los ojos más notables que he visto nunca”. El color me subió al rostro y tuve miedo de que el comentario lo molestara.

Me equivocaba, en cualquier caso, porque me respondió en tono jovial.

“Gracias”, y luego se dirigió a Wilmot y le dijo en un tono suave y triste:

“Sabes, George, tú fuiste el último en decirme lo mismo. Hace ya un montón de meses que nadie me dice nada semejante. Ahora no creo que pienses lo mismo que entonces, ¿eh, George?”

Mi amigo gruñó: “Pues no, puedes estar seguro. Para mí tienen un color asqueroso y retorcido”

Hardy se volvió hacia mí con una sonrisa patética y añadió simplemente: “Ya ves”.

El comentario de mi amigo me molestó. “Pero qué estás diciendo, George, tú debes estar ciego”.

“¿Ciego?”, exclamó con el rostro alterado.

En ese momento las pesadas cortinas del comedor se abrieron y apareció un oscuro hombrecillo vestido de camarero. “La cena está servida”, dijo, y nuestra absurda disputa quedó abortada de raíz. Poco después reflexioné sobre el asunto y todo me pareció cómicamente estúpido. ¿A santo de qué debía yo quedarme mirando a un tipo al que me acababan de presentar, conmovido por sus ojos como un pasmarote? ¿y por qué demonios quedó tan complacido? Y, para acabar de rematar la comedia, ¿por qué Wilmot montó en cólera y negó lo que era tan evidente? Durante muchos días el asunto me dio vueltas a la cabeza sin que pudiese evitarlo, pero no sería hasta muchos años después que estaría en condiciones de encontrar la respuesta.

Nos sentamos los tres a la mesa y comenzamos a devorar la comida. Era una cena bastante elaborada compuesta de varios platos, y puedes apostar a que los limpié todos.

Mientras tanto George lanzaba hostiles miradas en dirección a Hardy, sin interrumpir su pormenorizado informe de todas las cosas que había hecho y le habían pasado en la ciudad desde la última vez que nos vimos. Según él, la diosa Fortuna había estado a su lado en cada uno de los negocios que había emprendido; pero el extraño brillo que de vez en cuando dejaban escapar los ojos de Bill Hardy hablaba bien a las claras de que George no hacía otra cosa que lanzar una mentira detrás de otra. Un invencible desprecio por mi amigo se abrió paso en mí. La primera impresión al reencontrame con él en la escalera desapareció como por ensalmo y lo ví ante mí desnudo y miserable, un patético bufón presuntuoso cuya única ocupación era mentir.

Su mano iba una y otra vez hacia la botella de vino que había sobre la mesa. Sus ojos se nublaban y el rostro empezaba a congestionársele.

july 20 1935 ad 1

“Ahora estoy de cajero en el National Trust”, exclamó con júbilo en un momento dado, “y voy a subir y subir hasta que me siente en el sillón del Director. Dick Noman dice que nadie puede pararme”

“Lo que vas a hacer es emborracharte como sigas bebiendo vino de esa manera”, repuso fríamente Hardy.

“¿Y tú quién te crees que eres?”, murmuró George de malos modos. “Si quiero colocarme eso es asunto mío, no tuyo. Además, mañana no trabajo y puedo dormir hasta tarde si me apetece. Uno se divierte como quiere, señor Bill Hardy”

“Quizá”, respondió el otro hundiéndose en el silencio otra vez.

George se quitó el reloj, lo observó y lo puso ante él sobre la mesa. “Las nueve. A las once tengo una cita con Noman. Quizá sí que sea mejor que me lo tome con calma”.

El camarero retiró los platos y desapareció en cocina, dejándonos a los tres a solas con nuestros cafés. Aproveché para preguntarle algo a lo que había estado dando vueltas desde que llegué.

“¿Cuánto dinero ganas como cajero en el Banco?”

“Unos dos mil al año”, respondió muy dispuesto.

“No me dirás que con eso puedes mantener este apartamento”

“Oh, no. Invierto algo en bolsa de vez en cuando” – No pudo evitar lanzar una mirada de odio a Hardy-. “Pero hablemos de ti, Jim. ¿Tienes todavía intención de hacer carrera en el mundo de la literatura? Si quieres esta noche te presentaré a Noman, conoce a los mejores periodistas de esta ciudad. Todo el mundo lo adora, realmente es uno de los tipos más populares aquí”

Hardy se removió en su silla en una muda protesta, y entendí que había al menos un tipo al que el famoso Noman no caía nada bien.

“Tengo una cita con él en Maxim’s, le hablé de ti ayer y me dijo que estaría encantado de conocerte. ¿Estás dispuesto para tu primera noche de fiesta en Nueva York?”

Le dije que me encontraba bastante cansado, detallándole a continuación mis aventuras en las últimas veinticuatro horas y finalizando con una descripción de extraño individuo que me había ayudado tan amablemente dentro de aquel bar.

“Diablos, ¿me estás diciendo que su nombre era Noman? Desde luego ya es una coincidencia. ¿Tienes ahí la tarjeta de visita que te dio?”

La saqué de mi bolsillo y se la entregué. En cuanto la vio exclamó: “Es él, es Dick Noman”. Luego añadió en un tono más bajo: “No puedo explicarme esta casualidad”.

“¿A qué te refieres?”

“Me refiero a que lo hayas conocido. Había más o menos una posibilidad entre tres millones y vas y te encuentras con él. Por otra parte… yo también lo conocí nada más poner el pie en la ciudad. Me paró él mismo en la calle y me preguntó la hora. Nunca olvidaré la impresión que me produjo. Yo era un pobre paleto entonces. Me pareció… fue como si simbolizase hasta el último centavo de la ciudad. Hablamos despreocupadamente de esto y de aquello y acabé confiándole que buscaba un empleo. “Así que estás buscando empleo”, me dijo, “bueno, no hace falta que busques más. Sé reconocer a un chico listo cuando lo veo. Tengo algo para ti aquí, al volver de la esquina”. Y allí mismo me hizo entrar al National Trust y me presentó al Director del Banco. ¡Al Director!. Y allí sigo, en el mismo sitio, ganando mi buen dinerito”.

“Yo… yo no conocí al Sr. Noman en mi primer día en Nueva York”, dijo Bill Hardy lentamente, imprimiendo un triste y patético tono de voz a sus palabras, “porque yo ya estaba aquí antes de que él llegase”

 

The Spirit of the Town VII

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