LA HISTORIA DE CONRAD VEIDT (II)

 

Tras la muerte de mi madre encontré un pequeño diario en el que había estado registrando todo lo que yo hacía, y lo orgullosa que se sentía de su hijo Conrad. Ya he intentado explicar lo que mi madre y yo significábamos el uno para el otro. Es difícil describir ese lazo. No se trataba de que fuera posesiva en exceso, ni de que yo reaccionase del mismo modo. Era un vínculo intangible, que con su muerte llegaría a ser infinitamente más fuerte. Afectó a mis relaciones con mi mujer, tanto como lo hizo con cualquier otra relación que yo pudiese tener con el mundo material. Ahora, con la perspectiva del tiempo, me doy cuenta de que estaba poseído por lo que los psicólogos llamarían un complejo materno.

Por esas fechas hice un film llamado "The Indian Memorial" que tuvo una amplia repercusión popular. Eso atrajo a un público más numeroso y comencé a recibir correos de admiradores. En alguno de esos primeros films actuó conmigo una joven actriz, muy notable, pero que sólo tenía una obsesión: atraer hacia sí todas las miradas costase lo que costase, quizá porque nunca tuvo el éxito que ella sintió que merecía (1). Era una fuente constante de sorpresas y a menudo de embarazo. Recuerdo una noche en que la acompañé a una cena. Los dos teníamos que vestirnos a conciencia para la ocasión. Se trataba de una gala en un hotel con muchos amigos y conocidos. Bajamos las escaleras, yo con capa y sombrero de copa, ella encantadora en una gran piel de armiño que la cubría completamente. El lugar estaba atestado; la escena, llena de vivacidad. De pronto dejó caer su abrigo y resultó que estaba desnuda. Se oyeron varias exclamaciones. Yo fingí que pasaba por allí. Seguí caminando como si tal cosa, intentando parecer digno. Luego, una vez creada la sensación que tanto anhelaba, mi amiga recogió su abrigo, se envolvió en él y sonrió a todos como si nada hubiera pasado. Era como una una llama consumiéndose a sí misma. Más tarde me contaron que murió, antes incluso de cumplir los treinta, sola, enferma y en la ruina. Pobre chica. La vida no era suficiente para ella. Tuvo que morir para encontrar su última gran sensación.

Yo todavía no era feliz. La gente a mi alrededor no parecía ser capaz de ofrecerme lo que yo buscaba. Guardaba el recuerdo de mi madre como una reliquia sagrada, planificando lo que hacía en función del pensamiento de si a ella le hubiese gustado o no. Pero comencé a sentir una especie de odio contra este ideal de mi madre que me dominaba, y al final decidí que tenía que liberar mi mente de esa tiranía insana. Se me ocurrió que tal vez teniendo un hijo lograra crecer de una vez. La idea me encantaba, porque siempre me habían gustado los hijos de otros. Así que, de la forma más egoísta, resolví dar con la mujer más guapa del mundo. Con ella, era casi seguro que mi hijo sería guapo también. Bueno... pues la encontré. Nos casamos en 1922, y descubrí entonces que después de ese periodo de soledad la vida podía ser perfecta de nuevo. Por primera vez tenía mi propia casa, mis propios muebles; estaba haciendo un montón de dinero, todo iba sobre ruedas.

Participé en un film al que llamaron "Las manos de Orlac". Era una historia muy macabra, sobre un gran pianista cuyas manos quedan mutiladas tras un accidente de tren. Un especialista le injerta un par de nuevas manos, las de un asesino que acaba de ser ejecutado. A medida que la historia avanza, el espectador ve cómo estas manos empiezan a tener vida propia y a ejecutar actos totalmente al margen de la personalidad del pianista. Estuve en el teatro el día del estreno, y nunca vi una audiencia más asombrada. Escuchaba gritos y llantos aquí y allá; las mujeres se desmayaban; los hombres exclamaban: "¡Pero es terrible exhibir una película como esta!". Los espectadores silbaban y abucheaban. Y en Alemania sólo se silba cuando quieres llamar la atención de un pájaro. Yo estaba allí sentado, pensando: "Vale, esto es un fracaso". Me levanté y fui hacia el telón. La sala se calló. Les dije unas cuantas cosas que se me ocurrieron, hablándoles de cómo había sido el rodaje del film, explicándoles mis propios sentimientos al respecto. Intentaba calmarlos un poco. Y, para mi sorpresa, funcionó. La atmósfera comenzó a cambiar. La misma audiencia que antes silbaba ahora aplaudía.

Después de “Orlac” participé en un par de importantes películas, en las cuales tuve el privilegio de actuar junto a una joven actriz austríaca que desde entonces ha prendido fuego al mundo con la llama de su genio. Lo cual resulta misterioso viniendo de un ejemplar femenino tan… corriente, si quieres llamarlo así, y si es que se puede ser corriente con unos ojos tan bonitos y una expresión tan exquisita. Es claro que no. Y, por supuesto, también es un error juzgarla de “corriente”. Cuando lo desea, esta actriz puede hacer que seas repentinamente consciente de su belleza: una mujer que casi no es una mujer, con una cualidad abrasadora, espiritual, cuyos pies rara vez están en la tierra. Simplemente no puedo recordarla como un ser humano. Es un ángel, o un chico del coro entonando su nota más aguda, lo que es, para mí, uno de los más adorables sonidos del mundo (2).

Esa es la impresión que uno se lleva de ella al principio, al menos. Entonces sobreviene el shock. Porque sus actos te muestran que no es un ángel sino un pequeño demonio, o al menos una mujer de carne y hueso que puede romperte el corazón y esparcir tus pedazos antes de que te des cuenta. Me recuerda a un pequeño pasaje musical oído solo una vez que se instala en tu memoria, persiguiéndote y al mismo tiempo esquivándote, sin que nunca puedas estar seguro de que has atrapado todas las notas. Lo más cautivador de su personalidad es su humor. Lo tiene a raudales y del tipo más dulce y, como todos los artistas únicos, busca siempre la perfección. Es capaz de encontrar una falta en casi todo el mundo, y casi siempre acierta. Es un placer, y una lección, verla conseguir a cada momento exactamente lo que quiere. Supón por ejemplo que a mí me llevan un día a un camerino que no me gusta. No soy especialmente quisquilloso con los camerinos, pero a veces sientes que uno es perfecto para ti. Así que echas una mirada a ese que no te gusta y exclamas en voz alta: "No me gusta este camerino. Es miserable. Denme otro, por favor". Puede que a esto siga una discusión, protestas, recriminaciones. Igual consigo uno mejor, igual no. Es posible que en ese estudio me gane una reputación de actor difícil y temperamental. Ella nunca actuaría de esta manera. Si le muestran uno que no le gusta, le echará un vistazo y se sentará en una silla, sin quitarse el abrigo ni el sombrero. Y ahí se quedará con aspecto desamparado, como si fuera un pequeño pájaro. Arrugada y marchita, como alguien al que la vida ha dado un injusto puntapié. Los chicos del estudio le preguntan: "¿Qué le pasa?". Ella responde, suavemente, con una voz casi imperceptible: "Nada". Y observa la lejanía, dulcemente, indefensa y patética. Los del estudio ya empiezan a pensar que de alguna manera han sido brutales con ella, aunque no son capaces de imaginar cómo. "Pero, ¿qué le pasa, señorita?", insisten. "Oh, nada, es sólo que... no sé, me siento infeliz en esta habitación... las paredes... es tan fría. Pero no pasa nada, no se preocupen, me la quedaré, no quiero causarles problemas". Exacto, has acertado. Todos se desviven a la vez por complacerla y que se sienta como si estuviera en su casa. Y lo hacen con gusto. Ella les ha dado el privilegio de poder hacerlo.

Poco después tuvo lugar el segundo gran acontecimiento de mi vida. A los tres años de feliz matrimonio nació mi hija Viola Vera María.  Experimenté la emoción más dulce.  Ahora era la felicidad perfecta. La llegada de Viola me hizo sentir pleno otra vez. No me preguntes cómo reaccioné. Como un loco. Ciertamente, no como mi padre cuando nací yo. Era como si fuera el único en este mundo que tenía un hijo. Quería hacer las cosas más locas, absurdas y extravagantes. Cuando Viola cumplió un año fuimos todos de vacaciones a Travemünde. Los tres, mi mujer, mi hija y yo, reímos y jugamos como críos. En medio de esta soleada felicidad llegó un telegrama de la oficina de United Artists en Berlín. "¿Le gustaría venir a Hollywood y participar en una película?". Pedí más detalles. La respuesta me dejó sin habla: "Tuve el placer de ver su película "Waxworks". Debe participar en mi film: El Rey Luis XI. No puedo hacerla sin usted. Afectuosamente, John Barrymore"

No voy a negar que me sentí impresionado y halagado. Sabía que John Barrymore era un distinguido actor de teatro con una gran reputación en Hollywood. Pero en ese momento era muy feliz en Travemünde. La vida se desplegaba ante mí, sin preocupaciones. Mi futuro en el cine alemán estaba asegurado. Y además tenía un cierto sentimiento supersticioso: "Si acepto y voy a Hollywood toda esta felicidad se vendrá abajo. Vive el presente Conrad, estos momentos podrían no volver nunca". Llegó otro telegrama: "Debe partir en dos semanas - John Barrymore". Nadie en Hollywood podía siquiera imaginar que un actor continental desaprovechara una oportunidad como esta, por mucha reputación que tuviese. Y estaban en lo cierto. Después de todo, Hollywood era el mayor centro de distribución del mundo. Uno podía ser famoso en Europa, pero Hollywood significaba el mundo entero. Me carcomió dejar a mi mujer y mi hija Viola. Vivía tranquilo y en paz. Pero, aun así, decidí, era bueno para mí buscar campos nuevos. ¿Por qué no? Dejarlas allí era como morir un poco, pero tampoco sería para siempre. Sólo el tiempo de rodar una película. Me haría más famoso. Sería bueno para mi hija. Así que... fui a Hollywood, lleno de suspicacias. Primero viajé a Paris y Cherbourg, y me sentí solo y nostálgico, tanto que casi vuelvo a Alemania. No sabía inglés. Echaba de menos a mi mujer y a mi hija.

La primera vez que vi Nueva York pensé: "Ah, esto es como Caligari otra vez". La misma clase de belleza extraña y frenética, un sueño expresionista. Lothar Mendes vino a buscarme y cuidó de mí los dos días que pasé en la ciudad. Lo había conocido en el Deutsches Theatre, un joven perfectamente encantador, actor por esas fechas, y muy bueno. En fin, con él me sentí como en casa; pasamos dos buenos días allí. Luego tocó un viaje de ochenta y seis horas hasta Hollywood. El largo y aburrido viaje desde Chicago a Hollywood me brindó tiempo suficiente para sentirme cansado y miserable, y para preguntarme otra vez si había hecho bien abandonando a mi familia. El tren se movía al ritmo de una canción que habíamos escuchado en Travemünde y que habíamos tarareado felices a lo largo de esos días. No podía dejar de acordarme de ella. Llegamos a Indiana. Todo el mundo recuerda cómo de niño jugó a indios y vaqueros, vistiéndose con plumas y lanzándose en busca de cabelleras. El Jefe Indio siempre se llamaba algo así como Águila Roja o Halcón Blanco, el guerrero más bravo, el más hábil. Pero llegas a Indiana y descubres entonces que Águila Roja o Halcón Blanco están en la estación esperando que llegue el tren. Y tienen la forma de un buhonero que trata de venderte algo por un par de dólares. Muy decepcionante. Cuando el tren reanudó la última parte del viaje pensé que todo en la vida termina siendo así. Algo surge en tu mente; toma relieve, color, forma. Luego, ves cómo esta ilusión salta en mil pedazos. Tus expectativas están siempre destinadas al fracaso.

Pero con Hollywood, nada de lo que había oído sobre ella le hizo justicia. Dios mío: parecía, como se dice, que la ciudad había sido puesta allí para ser tomada por asalto. Primero vi la estación de Los Angeles, un lugar pequeño y nada pretencioso, casi como cualquier otro. Unas pocas casas desperdigadas, una gasolinera. Todo sin importancia. Bajé del tren, cansado y con los músculos agarrotados. De pronto estalló una gran actividad a mi alrededor. Como un huracán, me rodeó la gente y diez cámaras me enfocaron. Varios periodistas se lanzaron en mi dirección. Había una fila de coches cuyas puertas se abrieron para dejar bajar a más gente; ruido, confusión. Yo pensé: "Están esperando a alguien gordo. Quizá, sin saberlo, he estado viajando en el mismo tren con el Káiser de América". Miré a mi alrededor tratando de localizar a tan importante personaje. No necesitaba hacerlo. Me esperaban a mí. Alguien lanzó un grito en tranquilizador alemán: "Conny". Y allí, tras un gran cigarro, con ojos chispeantes y una sonrisa de bienvenida, estaba Lubitsch. Encontrarse otra vez con Lubitsch fue grande. Estaba como en los viejos días del Deutsches Theatre. También estaba allí Paul Leni, el gran artista que me había dirigido en "Waxworks"; y Paddy Considine, de United Artists. Borrosamente distinguía caras nuevas, todas dándome la bienvenida. Era una recepción casi Real.  Me sentí aturdido, fue un auténtico honor. Mientras nos alejábamos de la estación de tren todavía llegó otro coche. Bajó un hombre, todavía con el maquillaje de alguna película, y  se aproximó a nosotros corriendo. Reconocí en él a Barrymore. Había venido directamente desde el estudio. Me dijo: "Por fin estás aquí. ¡Estoy tan feliz de conocerte!". Me senté en su coche y de pronto escuché un rugido ensordecedor. Dos policías motorizados habían encendido sus vehículos. Serían nuestra escolta hasta Hollywood (¡y menuda escolta!). Sus sirenas aullaban espantosamente, como los chillidos de un gigante. El trayecto de la estación a Hollywood puede ser de una hora circulando rápido. Lo hicimos en unos veinte minutos precedidos por la policía, ante cuyo paso todo el mundo se apartaba. Los agentes hacían caso omiso a las señales de tráfico como si fueran una ambulancia o un coche de bomberos. Así entramos de forma triunfal en Hollywood, una ciudad extraña, fantástica, que te envolvía como un sueño diurno.

Tal como hacen todos los nuevos actores "importados", me alojé en el Ambassador. Allí podías coger una habitación y ser parte de la vida del hotel o, si lo preferías, vivir en un bungaló aparte, con patio y jardín y una piscina, y todo el confort de Hollywood, que significaba todo lo que pudieses desear, además del servicio del hotel. Yo ya tenía un bungaló preparado, con una percha aguardando mi sombrero. Era la época de la prohibición, por supuesto, pero me encontré con un bonito panorama sobre la mesa: una botella de champagne.

Esa noche iba a tener lugar una importante première, un doble evento: un film iba a estrenarse en un teatro dispuesto también a ser inaugurado. Insistieron en que debía ir. Barrymore lo arregló todo. Pero mis baúles todavía no habían llegado de la estación y no tenía nada que ponerme, y en Hollywood estaba claro que no podía ser negligente con ese tema. Los estrenos son algo muy formal. Dijeron: "Alquilaremos algo". Descartamos un frac, porque exige una medida perfecta, y yo parecía ser más alto que la mayoría de los hombres de la zona. Dieron luego con un esmoquin. Me lo puse, y les dije: "Gracias pero prefiero no ir al estreno". Las mangas me estaban cortas y me apretaban bajo los brazos, formando arrugas cuando me movía; los pantalones parecían los de una armadura. Estaba horrible. Pero ellos replicaron: "No pasa nada, no te está tan mal. Tienes que ir. John se sentirá muy decepcionado si no vas". Así que fui. Era el típico estreno de Hollywood tal como describen los periódicos. Multitudes de fans alineados frente al teatro para ver entrar a las estrellas. Reflectores siguiendo tus pasos desde el coche hasta la entrada. Para mi era asombroso y excitante. En Berlín teníamos estrenos pero no como estos. Yo estaba nervioso como puede suponerse, era mi primera aparición pública y quería causar buena impresión, pero ¿cómo puede un actor dramático causar buena impresión con unos pantalones tres pulgadas más cortos de lo debido? Uno a uno, los actores y actrices desfilaron con gracia por la alfombra roja. Entonces anunciaron: "Y ahora, ¡aquí tenemos a Mr. John Barrymore y al gran actor alemán, Mr. Conrad Veidt!". La multitud lanzó vítores, yo eché un vistazo a mi alrededor, luego otro a mi traje, salté del coche y corrí por la alfombra como un animal al que persiguen en una cacería. John fue encantadoramente comprensivo y se unió a mi carrera. Podía escuchar aplausos y silbidos. Pensé que me abucheaban, y que estaban riéndose de mí. Pero luego me dijeron que aplaudían.

El film que hice con Barrymore fue "The Beloved Rogue" (“Mi querido pícaro”), dirigido por Alan Crosland. Barrymore era la estrella, por supuesto, pero nadie fue más amable, encantador y generoso que él con quien allí era al fin y al cabo un extraño. Cuando se estrenó yo ya no estaba en Hollywood, y John me envió una carta acompañada por los delirantes comentarios de la crítica sobre mi actuación, apuntillando: "Robaste el querido pícaro a tu querido John". Ojalá hubiese podido conocer mejor a John Barrymore, pero por desconocimiento del idioma no me familiaricé con muchos de los actores y actrices americanos que conocí.

El trabajo duro que supuso participar en el film y el ritmo de mi nueva vida me ayudaron a sobrellevar la amargura de encontrarme lejos de mi mujer y mi hija. Antes de que terminase el rodaje, ya tenía tres ofertas más sobre a mesa. Acepté la que me hacía la Universal. Después de seis meses en Hollywood regresé a Alemania para pasar la Navidad con la Señora Veidt y con Viola. Luego me las traje a Hollywood, pasara lo que pasara. Fue un viaje tormentoso pero Viola se balanceaba al ritmo del barco y pareció disfrutar del mar embravecido. Nos alojamos una semana en mi hotel. Luego alquilamos una casa en Camden Drive. Todavía puedo recordar su nombre. Mi vecino era Norman Kerry, un actor muy bueno de los días del cine mudo. Es bastante fácil ser feliz si el dinero llega con regularidad cada semana. Te sientes mejor que nunca. El sol brilla casi todo el tiempo, los jardines florecen con una profusión de exquisitas flores. Al fondo del jardín tienes tu piscina, tu casa es fresca, alejada del bullicio, y la vida fluye con el ritmo suave y tranquilizador de una máquina bien engrasada. Dejas pasar los días, alternando el ejercicio y la relajación. Perfecto, sí, pero ¿qué tal el trabajo? Ah, ahí estaba el problema. Rechacé el primer guión que me propusieron, luego el segundo. Apoyé mi espalda en la tumbona, bajo una sombrilla, en el jardín, leyendo el tercero y preguntándome porqué había rechazado el primero. Todo actor de películas entenderá lo que quiero decir con esto. Es peligroso para un actor recién llegado interpretar papeles inadecuados. La cuestión es que tienes que hacer alguna película. Fui a ver a Carl Laemmle, que siempre había sido como un padre para mí. Me dijo: "Connie, tenemos que hacer una película". Lo comprendí. Después de todo era para lo que yo había venido a Hollywood. Y por el momento todo lo que estaba haciendo era vivir a cuerpo de rey.

(1)  Veidt habla sin duda de Anita Berber, con la que coincidió en “Unheimliche Geschichten” en 1919.

(2)  Puede referirse a Agnes Esterhazy, con la que rodó "El estudiante de Praga" y "Die Flucht in die Nacht" en 1926, o más probablemente, por su mirada a lo Clara Bow, a la actriz Liane Haid, su partenaire en “Lucrecia Borgia” y “Lady Hamilton” , 1922.

4 comentarios:

El Abuelito dijo...

Un actor extraordinario que los devotos del Fantástico (los genuinos die hard fans, al menos) tenemos en los altares como no puede ser menos...
Acabo de colgar en el Desván la reseña de uno de sus títulos, la maravillosa, pese a su fama de mediocre, Unheimliche Geschichten, inspirado por sus últimos posts dedicados a San Conrado...

SUPPORT ANIMAL LIBERATION FRONT dijo...

La verdad es que si tuviera que elegir entre Chaney y Veidt como icono favorito del cine silente, me quedaría como el perro de la fábula. Más claro lo tengo entre sus filmes mudos y los sonoros, aunque en estos últimos también paseó una autoridad incomparable. Estoy en plena exploración de su filmografía, contabilizo un mínimo de 30 películas con Veidt disponibles en la red.

Joaquín Huguet dijo...

Es curioso el procedimiento de desmitificación de Hollywood y del propio Conrad. Primero con los indios de Indiana. No hay forma mejor de desmitificar a un héroe que convertirlo en un vendedor ambulante o en un vulgar transeúnte. Al mítico guerrero indio que monta a caballo se le desmonta y se le hace ir en autobús. Luego, la descripción de una ciudad pequeña, aparentemente vulnerable, fácil de tomar por asalto. El final es brillante, en consonancia con los indios gloriosos: el famoso Conrad Veidt, quien mira al resto de la humanidad desde su altura imponente, es rebajado a los ojos del mundo a través de un traje ridículo de una cena de gala. Todo este capítulo es brillante, desde el complejo materno pasando por “las manos de Orlac”.

SUPPORT ANIMAL LIBERATION FRONT dijo...

Lo del complejo materno es gracioso. Parece que la muerte de su madre lo trastornó hasta lo indecible. No quiero ser frívolo pero imagínate a Veidt "trastornado hasta lo indecible". Sobre su decepción con los indios, seguramente Veidt conocía y puede que admirara las novelas populares de Karl May. Ya sabrás la anécdota: el propio Hitler estaba chiflado con las novelitas de May (yo todavía no he leído ninguna aunque se comenta que no son malas en absoluto) y con la mitología del western; al igual que media Alemania.

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