El Espíritu de la Ciudad - por TOD ROBBINS

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EL ESPÍRITU DE LA CIUDAD: UNA NOVELA SOBRE LOS DESEOS E IMPULSOS QUE MOLDEAN LAS VIDAS DE LOS HOMBRES

Por

TOD ROBBINS

New York: J.S. Oglivie Publishing Co., 1912.

INTRODUCCIÓN

La vida de los hombres es como la superficie de un lago, que refleja alternativamente los negros nubarrones y la brillante luz del sol, agitada siempre por los vientos de la inquietud. Así ha sido para mí, aunque durante un tiempo pareció que esa luz nunca volvería a romper el sombrío horizonte de mi existencia; pero ahora está despejado al fin, y me dispongo a hablar.

Por extraño que te parezca este relato, querido lector, no lo consideres el desvarío de un cerebro trastornado, ni una simple ficción para ser disfrutaba en soledad, sino que por el contrario intenta encontrar la verdad que hay en él. La verdad -qué palabra para ser invocada aquí, y qué difícil para un hombre atravesar la mentira de los convencionalismos y las tradiciones, mirándola en toda su desnudez.

Pero una vez lo hayas hecho, te encontrarás mirando los ojos de Dios.

CAPÍTULO I

Tras la muerte de mi padre me quedé solo en este mundo, pero en posesión de unos ciertos ingresos. Desde mis tempranos días en la escuela tenía decidido dedicar mi futuro a la literatura. El profesor Noels de la Universidad había dicho en ocasiones que yo tenía un marcado talento, e incluso la promesa del genio. Por entonces la estimación que él sentía por mis habilidades, todo sea dicho, no era inferior a la mía propia, porque como es habitual en un joven ambicioso yo tenia un gran e inflamado ego. Escribía bien, y nada de lo que dijesen podía haberme convencido de lo contrario. Leía lo que había escrito y sabía que era bueno, de hecho, muy superior a la media. Fue así que empecé a tener sueños.

En estos sueños míos, el futuro, ahora que puedo mirar atrás, era algo absurdo. Me veía recostado en el asiento de un automóvil asombroso, circulando velozmente por las calles de la gran ciudad, blanco de todas las miradas mientras a mis oídos llegaba flotando la adoración de las multitudes. Dos barreras me separaban del inmediato cumplimento de mis deseos. Una de ellas era que mis limitados ingresos no me permitían el lujo de de un abrigo de piel y un automóvil; la otra, que yo había nacido y todavía vivía en un pequeño pueblo en el que no había multitudes que pudiesen adorarme, y donde yo era conocido por todos simplemente como Jimmie.

La ceguera mental de la gente me hería en lo más hondo. Había intentado hacerles ver mi genio latente, la pasta de la que estaba hecho y que me distinguía de todos los demás, pero ellos seguían sin comprenderlo; a mis ojos esa pobre masa de ignorantes no era mejor que un montón de bestias. Con toda probabilidad hubiesen seguido llamándome siempre con el nombre de Jimmie, de no haber tomado la resolución de marcharme de allí.

Un viejo amigo de colegio me había escrito, con el ruego de que lo visitase por un tiempo. Tenía un apartamento compartido con otro compañero en la Calle Novena, en Nueva York. Le telegrafié inmediatamente comunicándole que llegaría al día siguiente, y con mucha calma empaqué mis pertenencias y me dirigí paseando hacia la estación para coger el tren de la tarde. Había tenido cuidado de no decir palabra de mis intenciones a nadie, de modo que me llenó de sorpresa y consternación encontrar a una docena de mis viejos amigos y asociados, agrupados en el andén, y evidentemente esperando mi llegada. El tipo de correos se había ido de la lengua.

Enseguida la mayoría se reunió en torno a mí, cogiéndome de la mano, dándome palmaditas en la espalda y ofreciéndome las mil y una pequeñas mezquindades de que eran capaces. Ser objeto de todas esas familiaridades me hizo hervir de rabia para mis adentros, de modo que con escasa ceremonia me abrí paso y subí a la plataforma del tren que acababa de detenerse. Luego, dándome la vuelta, eché un último vistazo al agujero donde había pasado mi juventud.

A lo lejos, más allá de la estación, brillaban las luces del pueblo. Una a una iban desapareciendo en la oscuridad. Los buenos ciudadanos se iban a la cama.

Debajo de mí, mirando con ojos vacíos y charlataneando, se agolpaban los tarugos que estaban acelerando mi marcha.

“Dale recuerdos míos al señor Rockefeller”, chilló una voz, “y cuando te lo presenten, Jimmie, no lo trates con mucha arrogancia o lo harás sentirse incómodo”

Hubo una risotada general, y de nuevo se alzó la voz, esta vez con un tono de súplica:

“No vayas a olvidarte de nosotros, Jimmie, cuando te hayas ido”

Surgió de nuevo una oleada de risas. Cerré la puerta del vagón de fumadores y tomé uno de los asientos de muy mal humor. Todavía podía escucharlos en mi cabeza, con sus roncas voces, convirtiendo esa noche especial en algo odioso.

El mozo del tren surgió del pasillo y se asomó, con su moreno rostro estirado en una sonrisa que hacía destacar su cráneo. “Dey quiere asegurarse que recibe su adiós, jefe”. Abrí un libro de poemas, sin responder a su impertinente comentario, y fingí concentrarme en él mientras en realidad esforzaba mis oídos para saber lo que sucedía fuera. De pronto sentí un perchón, hubo un fuerte rumor y respiré de alivio, porque el tren salía de la estación y yo ya estaba por fin dirigiéndome a la ciudad que descansaba más allá del estrellado cielo.

 

The Spirit of the Town II

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