Esa noche el tren llevaba a pocos pasajeros, y pude disponer para mí de todo el departamento de fumadores. Cerré los ojos y dejé volar mi imaginación.
Nunca antes había estado en la gran ciudad, de modo que la idea de ver la vida a una escala mayor me llenaba de entusiasmo. Como he dicho antes disponía de sobrados medios de independencia. Decidí en ese momento que establecería mi residencia en Nueva York si se daba el caso de que me encontraba a gusto allí.
¡Vaya perspectiva la que se abría ante mí! Con sólo veinticuatro años de edad, ardiendo hasta la punta de los dedos de creatividad, el mundo literario me parecía listo para ser conquistado. Dedicaría mi primer año a escribir la Gran Novela Americana, que me elevaría al trono de los inmortales. Pondría voz a los pensamientos de la nación, y jugaría con los sentimientos de mis lectores con el arte de un maestro. Mi ego estaba recubierto con el duro caparazón de una ostra y ni la más remota posibilidad de fracaso podía deslizarse al interior. Creo que, en esos momentos, yo era realmente el más vanidoso ser humano sobre la faz de la tierra, y si es verdad que anticiparse al éxito es el mayor placer que uno puede experimentar en este mundo, también el más feliz.
Miraba por la ventana a través de la oscuridad que envolvía el paisaje, y comparaba al presuroso tren con mi propia vida. “Sí”, me decía a mí mismo. “Yo también atravesaré la noche, la noche de la ignorancia y la duda, venciendo todas las dificultades hasta alcanzar mi meta, sin mirar atrás ni apartar la vista de mi objetivo”. Justo en ese momento el tren se detuvo a regañadientes en una estación.
Habíamos llegado a la primera parada, el pueblo de Morley. Vi veloces sombras moverse fuera en la plataforma, y luego escuché el sonido de unos pasos, puertas que se abrían, y dos hombres entraron en el departamento tomando asiento enfrente de mi.
Yo había adquirido la costumbre de estudiar los semblantes de los que me rodeaban. Me vanagloriaba de leer los pensamientos sólo con mirar a la gente a los ojos. De modo que observé con intensidad a estos extraños, con objeto de averiguar el verdadero carácter de mis nuevos compañeros de viaje.
Nunca había visto a dos sujetos que transmitieran una mayor impresión de franqueza. Sus ojos miraron con candidez a los míos, y pude leer en ellos un franco interés. Cada una de las líneas de sus sonrisas indicaban simpatía y buenos deseos hacia sus semejantes.
El que estaba sentado más próximo a la ventana, a decir verdad, mostraba una apariencia mucho más campechana que su menos robusto compañero. Su rostro me era ligeramente familiar, con sus centelleantes ojos azules y sus mejillas sonrosadas. Todo en él transmitía una despreocupada jovialidad, como si en cualquier momento fuese a romper en carcajadas. En una fracción de segundo recordé dónde había visto a su doble, o al menos una imagen de su doble. Fue en mi infancia, cuando me dediqué a estudiar con detenimiento esta cara que veía por todas partes, en los ventanales de las tiendas, en las ilustraciones de los libros, incluso representada por hombres de carne y hueso que se plantaban en las esquinas con grandes barbas postizas y agitando una campana con la mano. Este hombre, de hecho, era un auténtico Santa Claus excepto por la ausencia de barba.
El otro, en cualquier caso, me atraía todavía más. Miré sus grandes ojos tímidos, y me dije a mí mismo: “aquí tienes a un buen hombre”. No le sobraba ni una libra de carne en sus huesos; su cuerpo bordeaba la demacración y era tan frágil que su espíritu, si es que puedes entenderme, parecía transparentarse y brillar, como una luz a través del fino cristal de una ventana cubierta de escarcha. No necesitaba sus vestidos de clérigo para proclamar a los cuatro vientos que era un hombre de Dios.
Habiendo satisfecho mi curiosidad regresé al libro de poemas y retomé la lectura, temiendo que mi escrutinio les hubiese resultado ofensivo.
“Bueno, John”, oí que decía el hombre más fornido, cuando el tren dejó atrás la estación, “hace ya sus buenos veinte años desde que nos tomamos las últimas vacaciones. ¿Qué será de tu rebaño en tu ausencia?”
“No lo sé”, respondió el otro en un tono particularmente suave y amable. “Yo no quería venir, lo sabes, ¿verdad?”
“¿Si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!”, exclamó el otro. “¿Acaso no he perdido media vida tratando de arrastrarte hasta aquí, con prácticamente todas las viudas y huérfanos del pueblo enganchados a tus faldones? ¿y me preguntas si lo sé?”. Y estalló en tales risas que se agitó su cuerpo entero, con lágrimas brotándole de los ojos. “Y pensar, John”, continuó con voz agitada, “que por fin vas a ir a Nueva York después de todos estos años, y que yo te acompaño. Me siento como un niño, exactamente como un niño. Y tú, John, ¿cómo te sientes? ¿no te corre la sangre más rápido al pensar en todo lo que vamos a ver, los altos edificios, el metro y todas las maravillas de la ciudad?. Tal vez podamos ver un par de musicales si tenemos suerte. ¿No tendrás nada que objetar a un buen musical cargado de ritmo, ¿verdad?”
“No”, respondió el clérigo después de una pausa, y luego suspiró profundamente.
“Vamos, vamos”, exclamó su jovial compañero moviendo la cabeza, “estaba bromeando. Sé perfectamente lo que te pasa. Ya tienes nostalgia por esa buena mujer y sus hijos, ¿a que sí?”
Ahora fue el turno del otro para mover la cabeza. “No, Will”, dijo, “no se trata de eso. Pensaba en la señora Watts”.
“Qué vergüenza, John”, le contestó Santa Claus. “Ella con su pierna de palo, y sus ochenta años a cuestas, y tú, ¡un clérigo!... me avergüenzo de ti, sinceramente me avergüenzo”, y de nuevo se llenó el vagón de su contagioso regocijo.
No pude evitar que una sonrisa se dibujara en mis labios. La idea de que ese hombre santo tuviese un lío con una mujer era simplemente ridícula, pero que además la mujer fuese esa vieja e inválida señora Watts hizo que dejara escapar una risa ahogada. Santa Claus, como continuaré llamándole, me escuchó y guiñó el ojo en mi dirección sin abandonar su cómica apariencia de solemnidad. Abochornado, el clérigo se apresuró a dar explicaciones.
“Sabes perfectamente a lo que me refiero, Will”, dijo, “tú mismo has visto lo enferma que está”.
Al escuchar esto el semblante de Santa Claus se volvió repentinamente serio.
“Es una lástima, es una verdadera lástima”, repitió varias veces.
“Sí, Will, lo es”, continuó el clérigo. “Y sabes que me hizo prometer que estaría a su lado en sus últimos momentos, y que me encargaría de darle la extremaunción. Ahora supón que eso sucede mientras yo estoy embarcado en este viaje. Nunca me lo perdonaría, nunca.”, y los ojos de este hombre santo se humedecieron.
Santa Claus quedó silencioso durante un rato, mientras en su frente se formaban surcos de preocupación. Al final dijo:
“John, enviaremos un cable a tu mujer, que sin duda la cuidará mientras tanto, y le diremos que nos haga saber cómo se encuentra la vieja señora. Si tiene una recaída lo sabremos, y volveremos al pueblo en el primer tren. Pero deja de preocuparte ya por eso”, su cara se iluminó otra vez, “porque cuando la vieja señora Watts se empeña en algo lo consigue aunque le pongas un ejército delante, y si se le ha metido en la cabeza que le des sus últimos sacramentos esperará hasta que tú vuelvas y se los des, buena es ella para que alguien le tome el pelo. No te preocupes por eso, John”
Habiendo dado por zanjado el asunto de la señora Watts, Santa Claus se sumió en el silencio, y durante un buen rato el único sonido que llegó a mis oídos fue el traqueteo del tren sobre los raíles y la vibración del vidrio en las ventanas.
De pronto se abrió la puerta y el revisor entró a pedir los billetes. Le tendí el mío sin echarle una mirada, y cuál no sería mi asombro al escuchar que a una pregunta rutinaria del clérigo, algo así como si el tren llevaba retraso, respondió el revisor con gran cólera. Al clérigo le subieron los colores a la cara, como si hubiera recibido una bofetada. Luego el brutal revisor, todavía con el rostro ensombrecido, lanzó un juramento y se fue dando un portazo.
Santa Claus se levantó en ese momento, con su frente arrugada por la furia y las venas resaltando como cuerdas de un látigo.
“Señor mío –explotó dirigiéndose a mí-, clama al cielo cuando un ministro de Dios es tratado así por la chusma. Lo que merece ese tipo es un puñetazo, eso es lo que merece, y eso es lo que le voy a dar”
Se lanzó hacia la puerta. El clérigo dejó su asiento y se interpuso, cogiéndolo del brazo.
“Vamos, vamos, Will”, exclamó, “sé razonable, la violencia no es la solución”. Viendo que no era capaz de detenerlo se volvió hacia mí. “Por favor, ayúdeme con mi buen amigo, antes de que cometa una tontería. Una pelea no conduce a nada”
Respondí a sus ruegos sosteniendo a Santa Claus del otro brazo, y entre los dos nos las apañamos para devolverlo a su asiento, todavía resistiéndose débilmente.
“Haré que echen a ese tipo”, jadeó. “Aunque tenga que escribir al mismo Presidente, conseguiré que pierda su trabajo por lo que ha hecho esta noche. Hablar así a un ministro de Dios, a un buen hombre, a un hombre santo, merece que lo azoten”.
“Vamos, Will”, dijo el clérigo, y sonrió con tristeza. “No ha hecho ningún daño. El hombre seguramente se encontraba cansado y perdió la paciencia”
“Me encargaría de devolverle ese paciencia”, dijo Santa Claus, expulsando el aire con alivio, “si se encontrara aquí en este mismo momento”
Poco a poco fue apaciguándose, y la indignación se transformó en una sonrisa, que volvió a iluminar su rostro con mil y un guiños. La tormenta había desaparecido y el sol brillaba otra vez.
“Todavía soy un viejo truhán sediento de sangre”, exclamó con voz jovial, “un jovencito duro de pelar”, y sus ojos me observaron con aprobación. Sentí cómo mi pecho se llenaba de placer.
"¡Qué historia podrían componer estos personajes en mi novela!”, me dije a mí mismo, y no supe qué admirar más, si la paciencia y reserva del clérigo, o el impetuoso corazón del buen amigo que había tratado de defenderlo.
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