Tod Robbins: El Espíritu de la Ciudad. Cap. III

Después de los sucesos descritos en el capítulo anterior, todas las barreras de los convencionalismos cayeron bajo el entusiasmo de Santa Claus. Insistió en que yo debía involucrarme en la conversación. A su manera el clérigo no era menos amistoso, y enseguida me encontré hablando con ellos como si los conociera de toda la vida.

Tocamos todos los temas imaginables: religión, política, etc., y no pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que por fin había encontrado quienes sabían apreciar mi cerebro privilegiado. Estos dos ancianos caballeros, a pesar de sus años de experiencia, me escuchaban atentamente y con la máxima expectación, interrumpiendo sólo de tanto en tanto para dejar escapar alguna exclamación de sorpresa, admirados del contraste de mi juventud con mi sabiduría.

Tras haberles expuesto la teoría de la evolución, adentrándome en la más polvorienta antigüedad para hacer así irrefutables mis puntos de vista, mi audiencia empezó a aplaudir casi involuntariamente, igual que si se encontraran en un teatro frente a algún actor dramático. Era el primer gran tributo que yo recibía hasta entonces, y el placer hizo que la sangre se me subiese a la cabeza.

Por un instante hubo un silencio, cuando finalicé mi exposición, el gran momento en el que todos contienen el aliento, y luego Santa Claus se decidió a añadir algo:

“John”, dijo, volviéndose a su maravillado compañero, “jamás pude imaginar que nos encontraríamos con un hombre tan joven, con una mente tan extraordinaria”

El clérigo asintió con gravedad, tan evidentemente impresionado, que su lengua rehusaba cumplir las funciones para las que había sido diseñada.

“Maravilloso”, musitó al final con voz estrangulada, “maravilloso”

“Pero” –continuó Santa Claus- “no sé si es prudente para unos hombres de avanzada edad como nosotros prestar oídos a nuestro joven amigo. Yo me siento como si toda la fe de nuestros padres se tambalease en mi mente. ¿Te queda algún razonamiento, John, para restaurar mis viejas creencias?

El clérigo apenas pudo mover la cabeza. En mi triunfo, me sentía lo bastante magnánimo como para lamentar haber puesto en aprietos al clérigo, y ya me disponía a comentar algo para facilitarle las cosas cuando Papá Noel metió baza una vez más:

“¿Puedo preguntarle la fuente de todo ese conocimiento, o en otras palabras, dónde estudió usted?”

“En la Universidad de V…”, respondí.

No lo hube dicho, cuando Santa Claus saltó de su asiento y me cogió del brazo.

“Diablos, ¿qué te parece John”, exclamó con voz estentórea. “Aquí tenemos a un joven, un ilustrado joven de nuestra querida Universidad, dirigiéndose al gran mundo para hacerse un nombre, para hacer honor a nuestra Alma Mater y a nuestro país, y aquí estamos nosotros, dos viejos gastados, para bendecir su empresa”

Al decir esto se inclinó y alcanzó su bolsa, la abrió y sacó una botella de cuarto de whiskie, plantándola en el brazo del asiento.

“Este estado es muy seco” –dijo-, “así que siempre llevo conmigo esta pequeña botella por si debo celebrar algo”, y me guiñó el ojo con mucha seriedad.

Yo nunca había sentido aversión a un trago ocasional, así que acepté la generosa porción de licor que me sirvió. La bebí mientras él exclamaba: “Esta va por nuestra vieja y querida escuela”

El clérigo bebió un vaso de agua a la salud de nuestra vieja y querida escuela.

“Ya ve”, me dijo Santa Claus, “va contra sus principios beber otra cosa. Pero nosotros sabemos respetar los principios de un hombre, ¿verdad?”

“Claro”, respondí, con una sensación de calidez recorriendo mi cuerpo, “nosotros sabemos respetar los principios de un hombre”

En este punto la conversación se centró, como es natural, en nuestra querida y vieja escuela.

“¿Es todavía el Dr. Graham el decano del Departamento Académico?", me preguntó Santa Claus. “¿Sí?... me alegro. Bebamos a su salud pues”, y vaciamos dos vasos llenos hasta el borde.

Pronto me oí a mí mismo contándoles mis hazañas en la universidad, y respondiendo a sus comentarios. “¿En serio hizo usted eso? ¡qué admirable!”. Bebimos a la salud de mi futura trayectoria. El clérigo daba sorbitos a su vaso de agua, sonriendo con extraña tristeza.

Una bruma blanca comenzó a llenar la estanci24_1912 Cadillac Ad[9]a, pervirtiendo el aire. Las luces eléctricas del vagón brillaban como estrellas a través de un velo. El traqueteo del tren se convirtió en un insidioso y monótono sonsonete. Sentí que estaba solo, flotando en un bonito sueño de música, luces y colores. La voz de Santa Claus parecía llegar de otro mundo a través de la niebla.

“…Y entonces pasamos la cuerda por debajo de la barriga de la vaca”, estaba diciendo, “aunque tú no querías hacerlo, John, y la levantamos hasta la capilla, y allí la encontró el decano a la mañana siguiente”, y se tronchó de risa. Su bulliciosa alegría atravesó la niebla que me envolvía y me golpeó en los oídos.

Durante unos momentos me sentí irritado y de mal humor, por tener que escuchar esta típica batallita que cuentan todos los viejos sobre sus años en la universidad, y que habla bien a las claras del sentido del humor idiota que tuvo que reinar en aquella época. Me sumí en el silencio, escuchando la música de las ruedas del tren y mirando las luces a través de la ventana; pero de pronto se produjo un cambio en mí. Entendí la anécdota y su gracia, como si estuviera siendo testigo de la escena. La vaca, con sus grandes ojos mansos, rumiando lentamente mientras era izada hasta la capilla; el decano, encontrándose con esa monstruosidad a la mañana siguiente, su expresión atónita, todo se me representó a través de la niebla.

Me reí, y una vez empecé ya no pude parar, hasta el punto de que Santa tuvo que darme palmadas en la espalda para que no me ahogase.

“¡Esta va por la vaca!”, exclamó, y me tendió un vaso de whisky.

Lo llevé a mis labios con dedos temblorosos, y noté como parte de él se derramaba por mi barbilla y me abrasaba la piel. Alguien me limpió con un pañuelo. Sentí un gran amor por la humanidad entera, y en especial por Santa Claus.

“¿Qué le parece si echamos una partidita de póquer?”, exclamó Santa tras lo que me pareció un silencio eterno.

La niebla era más espesa que nunca y se tragaba los rasgos de mis acompañantes. Las luces me parecían puntos imprecisos. Empezó el juego, y distinguí delante de mí el pálido y hermoso semblante del clérigo.

Barajaba las cartas. Contemplé sus manos, fascinado por la velocidad y la habilidad con que las movía.

“El cielo es el límite”, escuché decir a Santa Claus, y luego una voz que reconocí como la mía le respondió: “¡Cuanto más mejor!”.

Escudriñé las cinco cartas que sostenía en mi mano. Cinco rostros, cuatro reinas y una jota, parecían volver sus ojos hacia mí como si estuvieran vivos, incluso la Reina de Espadas me guiñaba el ojo suavemente.

“Yo reparto”, dijo Santa Claus. Mirando por encima de mi hombro, susurró: “Cuatro damas, esta es tuya, viejo, has pillado a John durmiendo”

Saqué mi billetera, muy lentamente y de manera impresionante, y deposité sobre la mesa el único billete que contenía. Sonreí al clérigo con burla. Él tiró otro billete de cien. “Las veo”, dijo.

“Cuatro reinas”, dijo Santa Claus, sonriendo.

“Qué extraordinario, pero tengo cinco reyes”, exclamó el clérigo con un tono de voz metálico. Tiró las cartas delante de mí.

Mis sentidos me estaban abandonando. La oscuridad empezó a envolverme. Dejé caer la cabeza pesadamente sobre la mesa. No sentí dolor, sólo un singular entumecimiento y un vértigo que me hizo sentir que giraba y giraba en pequeños círculos, cada vez más rápido.

“¿Por qué no lo has sostenido, imbécil?”, dijo una voz más allá de la oscuridad.

“Bueno, el pobre chaval ya no puede más”, contestó otra voz excusándose.

“De eso nada”, gruñó el otro, “podíamos haber conseguido su reloj y su cadena, maldito seas, pero ahora es tarde. ¡Ya viene el revisor otra vez!”

Mi vértigo aumentó, y fue seguido por una horrible náusea, y luego la oscuridad definitiva. Perdí el conocimiento.

 

The Spirit of the Town IV

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