Tod Robbins: El Espíritu de la Ciudad. Cap.V

Como es habitual en los que visitan Nueva York por primera vez, decídí ir primero a Broadway. Desde mi más tierna infancia la había visto representada en libros y canciones populares, incluso en nuestro pequeño teatro de provincias. Siempre había deseado estar allí para compartir su alegría, y finalmente mi oportunidad había llegado.

Sabía que me sobraba tiempo porque apenas había amanecido cuando dejé la estación y George Wilmot, mi amigo, no me esperaba hasta el oscurecer. Proyecté pasear por la ciudad mientras tanto, así que pedí a un policía que había plantado en una esquina que me indicase cómo llegar. Lo hizo con lo que me pareció un ligero aire de desdén, como si yo fuese un niño pesado e irritante que estuviera haciéndole perder el tiempo con preguntas superfluas.

Era un día de principios de otoño; mientras paseaba, la brisa y el ejercicio devolvieron el calor a mi cuerpo y la bruma desapareció de mi cerebro. Mirando a la gente que abarrotaba las calles, observé que todos y cada uno de ellos se movía con la prisa del que está a punto de llegar tarde a un importante compromiso. Aceleré el paso yo mismo, de forma un poco inconsciente, y dejé de prestar atención a las alturas. Estaba cayendo dentro del espíritu de la ciudad.

Me asaltó la punzada del hambre. No había comido nada en todo el día y el aire fresco había despertado mi natural apetito. Entré en un pequeño restaurante y pedí un ligero almuerzo. Después de comerlo reanudé mi viaje de inspección por las calles.

Pronto llegué a Broadway, mezclándome en sus multitudes, y me maravillé de los altos edificios, los enjambres de gente y el constante bullicio que había por doquier. Todo me era nuevo y extraño, y en consecuencia veía el glamour en cada cosa que miraba. Comencé a examinar los rostros de la gente, intentando clasificarla.

“Ese es el presidente de un banco”, me dije, “y el de allí es un acaudalado ejecutivo”, etc. etc.

Pero tuve que desistir, porque el noventa y nueve por cien de los que pasaban a mi lado parecía gente rica y de importancia, lo que obviamente encontré imposible; pronto pude diferenciar entre los muchos que vi, que en mi pueblo hubiesen sido tomados por elegantes, e incluso extremadamente elegantes, a aquellos que en realidad estaban buscando trabajo y ocupación. Estos eran los discípulos de la ciudad, ciñéndose a sus mandamientos.

Se movían veloz y mecánicamente con ojos vacíos, algunos murmurando entre dientes como si fuesen sonámbulos en un sueño, siempre hacia adelante como marionetas movidas por una mano maestra.

Había algunos que no tenían ningún motivo para caminar así, y estaban también los que no se dirígían a ningún sitio y se movían simplemente para matar las horas de tedio. Si alguien les hubiese preguntado, “¿por qué tanta prisa?”, sólo hubieran podido rascarse la cabeza o responder: “Somos ovejas siguiendo a otras. La prisa es lo más importante en esta época. Tenemos prisa porque todos los demás tienen prisa”.

“¿Pero por qué, y con qué fin?”

“Eso preferimos no saberlo”

Cerca de la calle Cuarenta y Dos con Broadway me detuve y dejé que el río de humanidad fluyese junto a mí. Arriba, la impresionante aguja del edificio de enfrente parecía penetrar en el cielo. La pequeña figura de un hombre se distinguía sentada en un tablón suspendido de las ventanas de las oficinas. Parecía ocupado en algo. Las cuerdas que sostenían su vida, a mis ojos, eran del grosor de un hilo. Me giré hacia un hombre toscamente vestido que había a mi lado.

“Le deben pagar muy bien para hacer esa clase de trabajo”, le dije señalando a lo alto.

El hombre me miró con un par de ojos inyectados en sangre. “Olvídelo ya”, dijo. “Me conozco bien ese maldito discurso socialista”

Su abrigo se abrió y pude observar que tenía el chaleco sucio y casi hecho jirones. Luego se apartó perdiéndose entre la multitud, dejándome con la palabra en la boca.

La pequeña figura negra en lo alto del edificio continuaba moviéndose. No era más que una manchita destacándose en el rostro blanco y brillante de la fachada del rascacielos; sin embargo, él y los tipos que trabajaban allá arriba eran los verdaderos responsables de este monumento a la industria humana. De pronto sentí un gran orgullo por la humanidad, a la vista de este esfuerzo, de este gigante de innumerables ojos.

No me pregunté si en realidad este gigante no sería un gigante maligno, que se alimenta de las vidas de miles de individuos condenándolos a una existencia de constante servidumbre; me bastaba con encandilarme de su poder, de la fuerza y seguridad que transmitía su increíble altura.

Hubo gente que, viéndome mirar hacia lo alto tan intensamente, se detuvo y levantó la cabeza, para continuar enseguida su camino con una sonrisa burlona. Para ellos no había nada que ver, sólo un hombre suspendido entre el cielo y la tierra; para mí era una visión formidable.

De pronto sucedió algo. Fue en una fracción de segundo, pero se me quedó grabado con espantosa precisión.

La pequeña figura en lo alto se dobló de forma extraña sobre la plataforma, como si le hubiera dado un calambre en la boca del estómago. Se encaramó y trató de agarrarse a la cuerda; sus manos y pies se movieron como los tentáculos de un insecto y finalmente se precipitó sobre la calle, un remolino de ropa agitándose en el aire. Se estrelló apenas a una docena de pasos de donde yo me encontraba, como si fuese una ciruela podrida; un chorro de una sustancia caliente y pegajosa me golpeó en la cara. Sin pensarlo me llevé las manos al rostro y las retiré rojas de sangre.

Me quedé allí de pie observando estúpidamente el lamentable amasijo de carne que todavía se agitaba débilmente sobre el asfalto. Un hombre con un largo abrigo de piel estaba inclinado examinándolo con atención. En mi confusión, pensé que ese hombre había brotado del pavimento mismo, como por arte de magia. Dirigí mi atención de nuevo a la figura que se retorcía a sus pies.

La cabeza del agonizante se giró un poco levantándose unas pulgadas del pavimento. Sus ojos estaban abiertos como platos, en una terrible mirada fija a la cara que se inclinaba hacia él; y luego, poco a poco, sus labios se contrajeron sobre los dientes en una mueca espantosa y sin sentido. Su barbilla se ladeó con violencia hacia atrás, el cuerpo entero sufrió un último espasmo, y la muerte ya había cosechado otra vida más.

El hombre del abrigo se enderezó en toda su imponente estatura. La cabeza y los hombros destacaban entre la multitud que ya iba agolpándose alrededor de él y del muerto, y pude ver cómo los rayos del sol daban contra su rostro y parecían enfervorizar sus mejillas y sus ojos negros. La vida que emanaba era tan feroz y salvaje que el muerto junto a él, e incluso la gente a su alrededor, parecían muñecos de cera por comparación.

Noté todo esto en una fracción de segundo. Luego la escena entera empezó a girar ante mis ojos. Sentí de nuevo el mareo y la angustia creciendo en mi interior. El accidente del que había sido testigo era excesivo para mis agotados nervios, y tuve que apoyarme en una farola. Me dio la impresión de que bajo mis pies el suelo se movía en forma de olas.

Me hubiera desmayado de no ser por el brazo que me sujetó con fuerza.

“No se caiga”, dijo una voz profunda en mi oído. “No se caiga, apóyese en mí”

Creo que de alguna forma perdí el conocimiento durante un instante, porque lo siguiente que recuerdo es la ardiente sensación del whisky bajando por mi garganta, y la visión de una brillante pirámide de vasos y botellas tras la barra de un bar.

El hombre alto del abrigo estaba sentado a mi lado en una mesa de madera; con un brazo me mantenía en una posición erguida, acercándome con la otra mano un vaso a mis labios.

“Vamos, vamos, termíneselo”, dijo, “y volverá a sentirse tan bien como antes”

Lo decía con tal autoridad, y al mismo tiempo tan amablemente, que obedecí de forma mecánica, bebiendo hasta la última gota a pesar de que el licor era tan fuerte que amenazaba con atragantarme. De inmediato me sentí mejor y le agradecí al extraño su amable gesto, pero éste hizo un ademán negativo.

“Absurdo”, exclamó, interrumpiéndome. “Simplemente era mi obligación echarle una mano, ni más ni menos, cualquiera hubiese hecho lo mismo en mi lugar”.

Su explicación me brindó la oportunidad de estudiarlo, y como es de suponer no perdí detalle. Nunca antes había visto un ejemplar masculino de rasgos tan perfectos, y no era sólo una cuestión de belleza; también irradiaba fuerza y una determinación inquebrantable, expuesta allí como en un escaparate para que el mundo pudiese advertirla. Sus ojos, como ya he dicho, eran negros, al menos a un primer vistazo; pero cuando los mirabas atentamente descubrías que en realidad eran de un púrpura profundo. En el fondo de ellos brillaba algo parecido a un destello que se apagaba y reaparecía una y otra vez, refulgiendo como el sol al golpear el agua. Su rostro estaba impecablemente afeitado y la salud rebosaba en sus mejillas y a través de la piel. Además, iba vestido a la última moda, tal vez un poco demasiado recargado podrían haber opinado algunos; pero en cualquier caso sus ropas hacían resaltar todavía más su figura.

Lo único que me confundía era la cuestión de su edad. Mientras hablaba no daba la impresión de tener más de veintiséis. Pero cuando callaba, con el rostro en completo reposo, aparecían arrugas en su amplia frente y alrededor de los labios, que mantenía fuertemente apretados. Concluí que era todavía un hombre joven que tal vez había vivido demasiado rápidamente; un poco más tarde sin embargo cambié de parecer y decidí que todavía debía estar viviendo su vida del mismo modo y al mismo ritmo, por la manera resuelta en que pedía un high-ball detrás de otro bebiéndolos sin perder su elegancia.

“Bien, ¿qué piensa usted de nuestra ciudad?", preguntó, con la curiosidad atravesándole el rostro.

“Creí que era hermosa hasta presenciar ese accidente”, respondí; “desde ese momento es como si una nube lo hubiera cubierto todo. Pero, ¿cómo sabe que no vivo aquí?”

“Por su modo mecánico de comportarse y, siendo franco, por su marcado acento del sur”, dijo con una sonrisa. “Pero no debe permitir que lo que ha sucedido ahí fuera lo altere. Esas cosas deben suceder en toda gran ciudad. Los hombres tienen que hacer ese trabajo, y eso los expone a ciertos accidentes seguros. La ciudad no puede responsabilizarse de aquellos que pierden su vida mientras cumplen su labor de embellecerla. Son el sacrificio lógico al dios del progreso”

Hablaba rápidamente pero con mucha claridad, recalcando cada punto y observándome mientras tanto, como si quisiera adivinar la impresión que su discurso producía en mí.

“Pero, ¿no cree -objeté débilmente- que ese hombre arriesgaba innecesariamente su vida subido a esa frágil plataforma? Yo mismo sentía vértigo al mirarlo".

“Innecesariamente no es la palabra”, continuó. “Ese trabajo debe hacerse, si no lo hace él lo hará otro hombre como él. Además, sabía a qué se arriesgaba. Asumió ese peligro con los ojos bien abiertos. Le pagaban por correr ese riesgo, aceptó el precio. Ya está. No fue estafado, no le quepa la menor duda, porque nosotros los seres humanos damos más valor a la vida, especialmente a nuestra vida, de lo que en realidad tiene, y ese hombre había malgastado sobradamente el valor de la suya”

“Pero, ¿puede evaluarse la vida humana en términos de dinero?”, me atreví a preguntarle.

“¿Por qué no?”, exclamó. “Esta es la era del dinero. Todo tiene un precio, desde la Estatua de la Libertad hasta la fotografía de John Sullivan que adorna este local, y la vida, a todas luces el producto más abundante y común de todos, también tiene uno. Quiero decir… algunas vidas en particular”.

“¿Algunas vidas en particular?”, repetí.

“Sí. Me refiero a las vidas de los más débiles, los que nacieron para sucumbir, como ese pobre tipo al que han asesinado hace un rato. Estos deben realizar el trabajo más sucio y peligroso porque no sirven para otra cosa. Embellecen nuestra ciudad para que los que son más duros puedan gozar de ella. El botín es para los victoriosos, ya sabe”

De pronto se inclinó sobre la mesa mirándome fijamente a los ojos. “Déjeme decirle algo”, añadió, “yo puedo ver que usted no pertenece a esa clase. Usted pertenece al bando de los ganadores. Lo tiene marcado en sus ojos. Se mantendrá firme en la lucha y logrará hacerse con su parte del botín, y luego amará esta ciudad y traerá a ella hijos fuertes que lucharán igual que usted”.

El extraño hombre se levantó tras decir esto. “Me marcho”, dijo. “Aquí tiene mi tarjeta. Pase a verme”, y se abrió paso a través de la puerta giratoria del salón.

Durante todo el tiempo que estuvo hablando yo había sentido una especie de embriaguez en todo mi cuerpo, como si algo de su extraordinario vigor me estuviese siendo transmitido; incluso entonces, cuando se hubo marchado, mi corazón palpitaba a mayor velocidad de lo habitual. Después de mi experiencia la noche anterior cualquiera hubiera tenido suficientes dosis de encuentros azarosos; pero este tipo había desarmado toda mi suspicacia de una forma difícil de explicar. Sus palabras habían hecho renacer todo mi anterior egoísmo, inflamando mi ambición a escalas todavía más altas, así que permanecí allí sentado en el bar durante una hora larga, soñando con los ojos abiertos.

Salí de mi trance y miré la tarjeta que todavía sostenía en la mano. En ella había grabado un nombre: “Sr. Richard Noman”, repetí en voz alta. “Ciertamente pasaré a verle”.

 

The Spirit of the Town V

2 comentarios:

Sap dijo...

Estimado Signor Formica:

¿Podría indicarme cuántos son los capítulos que componen esta novela de Robbins? Es que mi deseo en cuanto estén todos disponibles es birlárselos por la patilla, pedefearlos y, acto seguido, meterlos en el cacharro lector electrónico para disfrutarlos todos seguidos... En cuanto a la traducción de los mismos, ¿a quién se debe?
Cordiales saludos.

SUPPORT ANIMAL LIBERATION FRONT dijo...

¡Veinticuatro jodidos capítulos!
¡El Oxford Study Genie Plus está que hecha humo!... (mi inglés, como debe advertirse, deja bastante que desear, pero ¿acaso la voluntad no lo es todo?)
Calculo que para después de Navidad estará listo y corregido, con la explicación de porqué me tomo la molestia de traducir una novela de 1912 absolutamente forgotten, sin reeditar incluso en su país, y que ni siquiera figura entre lo mejor de Tod Robbins. Te recordaré lo de pedefearlo, que no tengo ni idea de cómo se hace.
Saludettes, Sap!

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