Es mi segundo día en Eastman House, y la primera vez que veo el film que reunió de nuevo a Brooks con Pabst: “Diario de una perdida”, basada en “Das Tagebuch einer Verlorenen”, una novela de Margarethe Boehme, rodada en el verano de 1929. Después de terminar Pandora, Brooks regresó a Nueva York y retomó su affair con el millonario George Marshall. Marshall le comunicó que una nueva productora llamada RKO dirigida por Joseph P. Kennedy estaba ansiosa por ficharla por quinientos dólares a la semana. La respuesta de Brooks fue tajante: “Odio California y no pienso volver allí”. Entonces recibió una llamada de Paramount que la emplazaba a la Costa Oeste para cumplir con los compromisos que le quedaban; “The canary murder case” estaba en proceso de convertirse en un talkie y la necesitaban para el doblaje y el rodaje de algunas tomas adicionales. De nuevo Brooks se negó a ir. Convencidos de que les estaba regateando, el estudio le ofreció una mayor suma de dinero. La determinación de Brooks siguió firme. Encolerizados, en Paramount se desquitarían difundiendo a la prensa una pequeña pero malévola historia que aludía a la incapacidad de Brooks para los rodajes sonoros.

En este punto (abril de 1929), recibió un cable de Pabst. En él, Pabst le comunicaba que tenía intención de producir un film en francés titulado “Prix de Beauté”, el cual dirigiría René Clair, y que ambos la querían para el personaje femenino principal. “¿Sería tan amable de cruzar el Atlántico tan pronto como le fuese posible?”. Su confianza en Pabst era tal que en dos semanas ya se encontraba en París con Clair (“un hombrecito recatado, casi frágil”, lo describiría después) posando para las fotos promocionales del film. Al terminar la sesión, Clair la acompañó al hotel y allí le confesó su intención de abandonar el proyecto. Le aconsejó hacer lo mismo; el dinero de la producción, simplemente, no existía, y era más que probable que no llegara nunca. Un par de días más tarde Clair hacía oficial su retirada. (En su lugar, el director francés se embarcaría en el rodaje de “Souls les Toits de Paris”, la cual, junto a su inmediata sucesora “Le Million and á Nous la Liberté”, cimentarían su reputación internacional). Sin nada que hacer y con la garantía de un sueldo de quinientos dólares a la semana sólo por permanecer a la espera, Brooks se fue de excursión a las Antibes, en la Costa Azul, acompañada por un enjambre de ricos admiradores. Al regresar a París, recibió de Pabst la orden de presentarse en Berlín. “Prix de Beauté”, le comunicó, había sido indefinidamente pospuesta; en su lugar actuaría bajo su dirección en “Diario de una perdida”, por la mitad del sueldo prometido. Tan sumisa como siempre a Pabst, Brooks fue a la estación y tomó el primer tren para Alemania.

Encantadoramente fotografiada por Sepp Allgeier, “Diary of a Lost Girl” nos ofrece una Louise Brooks menos espectacular pero igualmente hechizante. Por lo general el éxodo de actores se dirigía al Oeste, de Europa a Hollywood, en donde sus características nacionales eran sistemáticamente explotadas. Brooks, de las pocas en ir hacia el Este, resultaría por entero europeizada por Pabst. Para ser más exactos: en el contexto que Pabst preparó para ella, la típica desenvoltura norteamericana de Brooks tomó conciencia de su mortalidad y, por así decirlo, de su trascendencia. El tema de “Lost Girl” es la corrupción de una menor –no tanto sexual, sino en el sentido de la condena que lleva a cabo una sociedad autoritaria en función de la sexualidad. (Pabst había leído probablemente a Wilhelm Reich, el marxista freudiano, cuyas teorías acerca de la relación entre represión política y represión sexual eran acaloradamente discutidas en el Berlín de la época). Es la misma sociedad que estigmatiza a Lulú. De hecho, “La educación de Lulú” hubiese sido un título alternativo muy apropiado para “Lost Girl”, cuya heroína renacía de los estertores de Lulú en “Pandora’s Box”. Su nombre es Thymiane Henning, y es la hija de dieciséis años de un próspero farmacéutico. En las primeras secuencias Brooks interpreta su papel con la timidez requerida, observando con grandes miradas un mundo lleno de depredadores y faunos. Pronto a seducida por el lascivo ayudante de su padre, que la deja embarazada. Tan pronto como se descubre esto, la doble moral hace su aparición: el ayudante es amonestado pero retiene su empleo, y con objeto de salvar el honor de la familia el hijo de Thymiane es entregado a una nodriza y ella misma conducida a un hogar para jóvenes descarriadas, lugar que dirige un demoníaco superintendente calvo con la ayuda de su sádica mujer.

La vida en el reformatorio está estrictamente reglamentada: las internas hacen ejercicio a golpe de tambor y comen bajo la tiranía de un cronómetro. Al final, Thymiane escapa de este infierno un tanto arquetípico (precursor de otros muchos aparecidos en películas posteriores, por ejemplo en “Mädchen in Uniform”) y va en busca del bebé para reclamarlo, pero éste ha muerto. Rota y sin hogar, conoce a un vendedor callejero que la conduce a una dirección donde recibirá acogida y alimento. Como es de suponer, se trata de un burdel; de forma menos predecible, incluso sorprendentemente, Pabst lo presenta como un lugar donde Thymiane no es degradada, sino liberada. En el prostíbulo renace como una “hija del placer”, en el sentido literal del término. A diferencia de otras actrices en situaciones similares, Brooks nunca trata de resultar patética ni sugiere que haya nada inmoral en el goce que obtiene de su nueva profesión. Como en “Pandora”, vive el momento, con radiante abandono físico.

El amor, incluso cuando se vende, viene entre risas y alegría, y lo que pueda traer no sólo es inseguro sino de hecho irrelevante. Subscribo la opinión de Freddy Buache cuando afirma que las interpretaciones de Brooks con Pabst celebran “la victoria de la inocencia y el amor inconsciente, frente a la sabiduría debilitante impuesta en la sociedad por la Iglesia, la Patria y la Familia”. Uno de sus clientes más extraños puede alcanzar el orgasmo sólo con verla tocar el tambor. Este eco irónico de la vida en el reformatorio es utilizado por Pabst para sugerir que la prohibición sexual engendra desviación sexual. (De forma incluso más irónica, la secuencia sería censurada en la mayoría de las copias existentes del film). Brooks está pletórica –un animal feliz en ajustado satén- en una escena de fiesta en el night club, en la que de motu propio se ofrece a sí misma de premio en una rifa. “Pabst quería realismo, así que todos bebíamos copas de verdad. Interpreté ese momento atiborrada de dulce y picante champagne alemán”.

En este punto, por desgracia, la película se desprende de todo su descaro y dobla la rodilla ante los convencionalismos más clásicos. Thymiane ve a su padre observándola mientras baila y en vez de reaccionar con desafío, se siente culpable, como si de una ficción sobre la hija pródiga se tratase. En su ausencia, Papá se ha casado con la ama de llaves, con quien tiene ahora dos chicos. Cuando él muere muy poco después de este encuentro en el burdel la hace heredera de su muy considerable fortuna. Ella reacciona con nobleza, cediéndola a su viuda, con objeto de que “sus hijos no corran la misma suerte que yo”. De este modo, redimida, la antigua prostituta acaba contrayendo matrimonio con un anciano aristócrata. Es finalmente nombrada fideicomisaria de su antiguo reformatorio y de inmediato reprende con severidad a los empleados por sus crueldades, que los hacen sentirse moralmente superiores. “Un poco más de amabilidad”, añade su marido, “y nadie más se extraviará en el pecado”. Y de este modo tan poco convincente llegan los títulos de crédito.

“Pabst perdió interés”, comentó Brooks a la prensa años más tarde. “Dijo más o menos: ‘estoy cansado de esta historia’, y por eso la remachó con un final tan blando”. Su primera y mucho más dura intención había sido demostrar que el humanitarismo, de por sí, nunca podrá suponer la solución a los problemas de la sociedad. Su idea era que Thymiane mostrase a la cámara todo su desprecio por las tópicas ideas liberales de su marido convirtiéndose en la madame de un burdel, pero los distribuidores alemanes se negaron a aprobar un desenlace tan radical, y al final Pabst tuvo que capitular. El resultado es una fallida obra maestra, con una brillante realización central que el mortecino desenlace de compromiso no logra enturbiar. Brooks escribió que, durante la realización del film, dedicó sus horas libres a pasarlo bien con juerguistas ricos a los que Pabst criticó y miró siempre con recelo. El último día de rodaje el director se decidió a dejarla en paz, no sin antes profetizar: “Toda esa gente es un impedimento para llegar a ser una actriz de verdad; cuando se cansen de ella, la abandonarán como un juguete viejo”. A Brooks, Pabst le lanzó una advertencia directa: “Tu vida es exactamente como la de Lulú, y tu final será el mismo”. El paso del tiempo la convenció de que, después de todo, lo que Pabst le dijo tenía un punto de verdad.

Brooks y PabstEn agosto de 1929 volvió a París; para sorpresa de todos, resultó que “Prix de Beauté” había conseguido financiación. Fue su última película europea y su primer talkie –pese a que, por no saber francés, su voz hubo de ser doblada. El director salía de la nada como quien dice, un tal Augusto Genina; René Clair se limitó a recibir crédito por la idea original. Como muchos films franceses de los años 30, “Prix de Beauté” es una obra que se inscribe en el estilo noir, envuelta en una banda sonora tristona y miserabilista muy acorde con el crimen pasional suburbano del que da cuenta. Brooks hace de Lucienne, una mecanógrafa que decide presentarse a un concurso de belleza de un periódico. La clase de papel que uno asocia a Simone Simon, a pesar de que la felicidad que Brooks muestra al ganar dicho concurso –danzando y dando vueltas sobre sí misma con regocijo, con el trofeo en la mano- está mucho más allá de las posibilidades interpretativas que pudiera haber desplegado Madamoiselle Simon. Lo que Lucienne-Brooks celebra tan triunfalmente no es, de hecho, haber conquistado libertad alguna; en realidad está congratulándose por haberse convertido en una atractiva baratija para los demás, y así se lo hace ver a su marido -un compositor empleado por el periódico en la entrega de premios: la recompensa que ella ansía va más allá de una fugaz visita a un parque de atracciones, que es todo lo que él puede ofrecerle. Brooks en consecuencia lo abandona y acepta un papel como actriz en una película. Consumido por los celos, él la sigue una noche hasta un teatro, donde van a proyectarse las pruebas del film. Allí, irrumpe y dispara contra ella. Mientras Brooks muere, el típico encaprichamiento francés por la ironía se torna demasiado indulgente: su imagen en la pantalla de proyección entona la pieza central de la pelicula: “Ne Sois Pas Jeloux”. Resumiendo: en “Prix de Beauté”, Brooks se presta de buena gana a interpretar un cliché. Lo hace con su inimitable estilo y distinción, a pesar de que nunca deja de ser eso: un estereotipo.

En este punto -la cúspide de su belleza- la carrera de Louise Brooks se lanza a un escarpado y abrupto declive. En 1930 regresa a Hollywood tal como estipulaba un acuerdo previo firmado con Columbia. Es instada a presentarse a una serie de reuniones en la oficina del jefe de los estudios, Harry Cohn. En cada una de ellas, Cohn acude sin camisa ni corbata, de hecho lo hace desnudo de cintura para arriba, dándole a entender –Cohn nunca fue conocido por tener pelos en la lengua- que los mejores papeles vendrían después de que ella le ofreciera a él algo. Brooks rehúsa, y en consecuencia el contrato nunca llega a materializarse. En la otra punta de Hollywood se las apaña para conseguir un trabajo en una endeble comedia de dos rollos dirigida con pseudónimo por el desdichado Fatty Arbuckle; su viejo amigo Frank Tuttle le da, por su parte, un papel secundario en “It Pays To Advertise” (protagonizada por Carole Lombard); fugazmente, se la ve también en una película de Michael Curtiz llamada “God’s Gift to Women”. Pero el rumor de que Brooks era una persona altiva y difícil, demasiado independiente para encajar en el sistema de estudios, ya se había extendido por todo Hollywood.

Roscoe "Fatty" ArbuckleBrooks reconoce su derrota y regresa a Nueva York en mayo de 1931. Contra sus deseos, pero bajo la presión de George Marshall, su amante y Mefistófeles particular, interpreta un pequeño papel en la obra teatral “Louder, Please”, una comedia menor de Norman Krasna. El adelanto de su estreno en Broadway tiene lugar en octubre; a la semana de la primera puesta en escena, en Jackson Heights, es despedida por el director, George Abbott. Es la víspera de su veinticinco cumpleaños y supondrá su adiós definitivo al teatro.

Para Brooks, como para millones de sus compatriotas, comienza un largo periodo de desempleo. En 1933, decidida a romper su disonante relación con Marshall, contrae matrimonio con Deering Davis, un tipo rico de Chicago del que se aleja a los seis meses una vez consumido su inicial entusiasmo. Con Dario Borzani, su nuevo compañero húngaro, malgasta un año bailando en night-clubs –incluido un número llamado The Persian Room, en el Plaza- hasta que la rutina de la vida en los cabarets acaba con sus nervios, y abandona también, en agosto de ese mismo año. En otoño, Pabst hace acto de aparición en Nueva York. Lleva bajo el brazo una propuesta para ella: interpretar a Helena de Troya en una nueva versión cinematográfica del “Fausto” de Goethe, con Greta Garbo haciendo de Gretchen. Sus esperanzas se ven así alimentadas de nuevo, sólo para reventar cuando la Garbo desecha participar en el proyecto y éste se viene abajo. Una vez más vuelve a Hollywood. Republic Pictures quiere probarla para un papel en un musical llamado “Dancing Feet”. Es rechazada, en favor de una rubia que “no puede bailar”: “Eso acabó conmigo definitivamente. A partir de entonces, todo se resumió en un ir cuesta abajo. Y sin un centavo, ni fuerzas, para mantener a los lobos alejados de mí”. En 1936 Universal todavía la colocará en una cinta llamada “Empty Saddles”, un western a cargo de Buck Jones. Brooks interpreta a una ingenua (Boots Boone). Es la última película de Brooks en la colección de Eastman House. La vemos allí perpleja, desanimada, sin la menor luz; y su pelo, peinado y recogido hacia atrás, revela inquietantes líneas de preocupación en su frente. (Ni a ella, ni a Jones, les ayuda el hecho de que muchas de las mejores secuencias de una trama que se revela increíblemente compleja tengan lugar de noche). El año siguiente le trae otro pequeño papel en una cosita de la Paramount llamada “King of Gamblers”, tras la cual, en sus propias palabras, “Harry Cohn me entregó personalmente un billete de ida al infierno”. Resentido todavía por su negativa a tener sexo con él, Cohn le ofrece participar en otra prueba para un film, siempre y cuando acepte someterse a la humillación de formar parte del coro de ballet de un musical de Grace Moore titulado “When you’re in love”. Para su asombro, Brooks –demasiado rota para oponer resistencia- accede a ello, y Cohn aprovecha a fondo la oportunidad de publicitar por todas partes el hundimiento de la vieja estrella. Luego, a regañadientes, cumple su promesa y le ofrece la dichosa prueba: un test banal que él mismo rechaza en pocas palabras (“apesta”). En el verano de 1938 Republic contrata los servicios de la vieja estrella para acompañar a John Wayne (por entonces una figura menor) en “Overland Stage Raiders”. Tras el fracaso de taquilla, Brooks abandona el cine definitivamente.

A lo largo de su trayectoria profesional Brooks ganó, según sus propios cálculos, exactamente 124.600 dólares: 104.000 de sus películas, 10.000 del teatro, y otros 10.000 de distintas fuentes relacionadas. No es una suma gargantuesca, si tenemos en cuenta que es resultado de dieciséis años. “Me sentía asombrada de que fuera tanto”, comentó a un amigo, “pero más que otra cosa porque nunca había reparado en ello”. En 1940, abandona Hollywood por última vez.

Hollywood, años 20

Eastman House se halla enclavado en un rico distrito residencial de Rochester, en una avenida de mansiones bastante majestuosas, con árboles y amplias zonas verdes. Al terminar mi última sesión de espiritismo con Brooks meto mis notas en el maletín, me despido de los empleados agradeciéndoles su amabilidad y llamo a un taxi. El conductor me deja en un edificio de apartamentos a solo unas manzanas de allí. Le pago y lo despido. Un ascensor me deja en el tercer piso, atravieso el pasillo hasta una puerta. Aprieto el timbre. Hay una larga pausa, luego escucho el sonido de la cerradura. La puerta se abre, y me encuentro con una mujer pequeñita de constitución frágil, con una chaqueta de lana sobre un camisón rosa, erguida de forma desafiante con ayuda de un bastón de metal con punta de caucho. Su cabello es suavemente blanquecino, y lo lleva recogido atrás en una cola de caballo que cae sobre sus hombros. Va descalza. La primera impresión que me da es la de una niña demacrada y envejecida que bien podría hacer de la mujer de James Tyrone en “Long Day’s Journey Into Night”, o, ateniéndonos a la desenvoltura y autoridad de su porte, de la caprichosa heroína de Jean Giraudoux en “The Madwosn of Chaillot”. Le digo mi nombre, añadiendo a continuación que habíamos concertado una cita. Ella asiente y me hace señas para que pase. Yo la saludo con un respetuoso abrazo. Este es mi primer contacto físico con Louise Brooks.

Tiene setenta y un años, y hasta hace pocos meses yo pensaba que estaría muerta. Han transcurrido cuatro décadas desde que rodó su última película, y no parecía probable que hubiese sobrevivido a un retiro tan largo. Además, por entonces yo desconocía lo joven que había sido en su época de esplendor. Animado por la visión en la TV de “Pandora’s Box”, había realizado algunas averiguaciones, y pronto descubrí que vivía en Rochester, virtualmente postrada en cama por una artritis degenerativa en la cadera, y que desde 1956 había escrito una veintena de vívidos y perspicaces artículos, especialmente para revistas de cine, acerca de colegas suyos de la época como Garbo, Dietrich, Keaton, Chaplin, Bogart, Fields, Lillian Gish, Zasu Pitts y (naturalmente) Pabst. Armado con esta información, le escribí una tardía carta de fan, a la cual ella respondió muy pronto. A partir de ahí iniciamos una correspondencia, dirigida por su parte con un estilo audaz y expresivo (muy a juego con su caligrafía). Nuestra conexión se afianzó con varias llamadas de teléfono, que culminaban ahora con mi visita a Rochester.

Brooks no ha abandonado su apartamento desde 1960, excepto por un par de visitas al dentista y otra al doctor (desconfía de la profesión médica, y esta consulta, que tuvo lugar en 1976, fue la primera en treinta y dos años). “Lo que me estás haciendo es terrible”, me dice mientras hace gestos para que entre, “he estado matándome durante veinte años y ahora vienes tú a traerme de nuevo a la vida”. Su apartamento consta de dos habitaciones –modestas, inmaculadas, austeramente amuebladas. De la más grande, recuerdo las cortinas venecianas, un sofá verde, un televisor, una mesa de formica, una pequeña cocina empotrada, y paredes de tenue color rosa con cuadros muy separados entre sí que recuerdan vagamente a los años veinte. La otra habitación es demasiado pequeña para contener más que una cama (sencilla), un armario empotrado lleno a rebosar de recortes de prensa y otros souvenirs, una cómoda coronada por un crucifijo y una estatua de la Virgen, y una altísima pila de libros con las obras de Proust, Schopenhauer, Ruskin, Ortega y Gasset, Samuel Johnson, Edmund Wilson, y varios reputados autores actuales. “Es que soy probablemente una de las idiotas más leídas del mundo”, comenta mi anfitriona mientras me muestra con cierta vacilación sus dominios. Aunque come poco (su báscula marca unas ochenta y ocho libras), ha preparado para la ocasión una gigantesca tortilla. Los nervios, de todas formas, nos han quitado a los dos el apetito, y apenas la tocamos. Saco de mi maletín una botella de caro Borgoña que le he traído a modo de presente. (Brooks, que antes bebía mucho, ahora sólo lo hace en ocasiones especiales). Dado que no puede permanecer sentada durante mucho tiempo sin sentir dolores, nos retiramos a su habitación con la botella de vino; allí se reclina, bebe el vino a pequeños sorbos, y habla, gesticulando con fluidez, abriendo y cerrando los dedos de sus manos. Yo he acercado una silla a su cama y estoy allí a su lado, escuchando.

El rango de voces y tonos de que es capaz de hacer gala Louise Brooks alcanza al de una docena de pájaros: del grito del pavo real al gorjeo de una paloma. Tiene un modo de articular impecable, da igual el ritmo al que hable, y su risa la lanza al cielo como si fuera una cometa repentinamente liberada. No puedo entender cómo Hollywood ignoró el tesoro que tenía entre manos, disfrutando Brooks del lujo de esa voz e incluso asumiendo que nunca fue una belleza. Como la mayoría de las personas en posesión de una voz memorable, es especialmente receptiva también a los matices de voz de los demás. A Kevin Brownlow le dijo una vez que su actriz favorita (“la persona que me hubiera gustado ser en el caso de que deseara ser alguien”) era Margaret Sullavan, sobre todo por su voz, que Brooks describe como “exquisita y distante, como un eco”, y, de nuevo, como “extraña, mágica, misteriosa como una voz cantando en la nieve”.

(Mis conversaciones con la encantadora ermitaña de Rochester se prolongaron por varios días; por conveniencia, las comprimo aquí como en una única sesión.)

Por petición mía, empieza resumiendo la historia de su vida desde la última vez que se enfrentó a las cámaras de Hollywood: “¿Por qué dejé el cine? Podría darte setecientas razones, todas ellas sinceras. Después de aquella película que hice con John Wayne en 1938, me quedé en la Costa por dos años, pero la única gente que me visitaba eran tipos que deseaban acostarse conmigo. Entonces Walter Wanger me advirtió que si seguía saliendo por ahí acabaría convertida en una prostituta. Así que volé a Wichita, Kansas, a donde mi familia se había trasladado en 1919. Pero Wichita resultó ser sólo otra clase de infierno. Sus ciudadanos estaban o bien resentidos conmigo por haber sido una estrella, o llenos de desprecio por haber dejado de serlo. Y yo no estaba precisamente encantada con ellos. Abrí un estudio de danza para jóvenes, que me adoraban, porque yo lo dramatizaba todo muy bien, pero económicamente no funcionó. En 1943 volví a Nueva York y trabajé en comedias radiofónicas. Luego lo dejé, por otras cien razones que podría explicarte, entre ellas el típico orgullo-herido-de-estrella-venida-a-menos. (Primeras risas: aquí, como durante toda nuestra charla, Brooks no muestra ni el más mínimo atisbo de auto conmiseración). Durante el 44 y 45 hice algunos trabajos para agencias de publicidad, recogiendo material para la columna de Winchell. Me despidieron, y no tuve más remedio que saltar de mi pequeño pero decente hotelito, donde había estado viviendo, hasta un sucio agujero en la Primera Avenida con la Quinta. Allí fue donde empecé a jugar con las botellitas y las píldoras amarillas para dormir. En cualquier caso, cambié de parecer sobre esto muy pronto, y en julio de 1946, la orgullosa, altiva Louise Brooks empezó a trabajar de dependienta en Saks en la Quinta Avenida. Me pagaban cuarenta dólares a la semana. Tenía en la cabeza esa idea absurda de convertirme en una mujer de provecho, pero lo único que logré fue disgustar a todos mis amigos famosos de Nueva York, que se alejaron de mí para siempre. A partir de ese punto se me recuerda como una damita del East Side de dudosa reputación. A los dos años dejé Saks. Para ganar algo de dinero, me senté a escribir la habitual autobiografía, que titulé “Naked on My Goat”, que es una cita del “Fausto” de Goethe. En una de las escenas de la noche de Walpurgis, una bruja joven está fanfarroneando sobre su aspecto ante otra bruja más vieja. “Aquí estoy sentada desnuda sobre mi macho cabrío –dice-, mostrando mi delicioso y joven cuerpo”. Pero la vieja la dice que aguarde un poco: “Ahora es tierno y joven, pero te arrugarás, lo sabemos bien, te arrugarás”. Luego, cuando leí todo lo que había escrito, lo cogí todo y lo tiré al incinerador”.

Das Tagebuch einer VerlorenenBrooks hace hincapié en que el motivo para hacer esto fue el pudor. En 1977 escribiría un artículo para Focus on Film titulado “Por qué nunca escribiré mis memorias”, en el que se describe a sí misma como “una chica arquetípica del Medio Oeste americano, nacida en el cinturón bíblico de granjeros anglosajones, que predicaban en el recibidor de sus casas y practicaban incesto en el granero”. Aunque su educación sexual tendría lugar en París, Londres, Berlín y Nueva York, este placer vendría siempre “constreñido por los endogámicos grilletes del pecado y el arrepentimiento”. La conclusión que sacó de ello fue como sigue:

“Al escribir sobre la vida de alguien estoy convencida de que el lector no podrá entender el carácter y los hechos relacionados con el sujeto en cuestión, a no ser que previamente sea informado de sus amores, sus odios y sus conflictos sexuales. Es el único modo que tiene el lector de entender siquiera un poco nuestros aparentemente absurdos actos… Nos engañamos al creer que hemos logrado restablecer la integridad sexual que nos arrebataron los puritanos en la época victoriana. Es cierto que, en ocasiones, este hablar abiertamente de sexualidad se ha hecho con fines mercantilistas, o para excitar o escandalizar. Pero en los libros serios ese límite no suele alcanzarse, y los personajes nos llegan marcados por el signo de la extrañeza y lo desconocido… Yo misma soy incapaz de hablar abiertamente sobre ello, lo que tal vez hiciera que mi vida valiera la pena ser leída. Pero no puedo abrir ese cinturón bíblico”

Tras aceptar un poco más de vino, Brooks retoma la crónica de sus años marginales: “Entre 1948 y 1953 me convertí en lo que supongo yo que llamarías una mantenida. Tres hombres muy ricos y decentes iban tras de mí. Pero siempre fui una mantenida. Incluso cuando ganaba mil dólares a la semana, todo me lo pagaba George Marshall o alguien así. Nunca tuve que pagar por nada- nunca disponía de dinero en metálico, ni baratijas en forma de joyas, nada. Ni siquiera me gustaban las joyas, ¿te lo puedes imaginar?. Pabst me dijo un día que yo era “una prostituta nata”, pero si estaba en lo cierto, resulté un fracaso en eso, porque carecía de dinero, joyas o una mansión. Simplemente no tenía visión de futuro, ni mano para desplumar millonarios. Vivía en el presente, cuando lo hago de otra manera todo va mal para mí en un cien por ciento. De todas formas, esos tipos decentes cuidaron de mí. Uno de ellos era dueño de una de esas fábricas que hacen planchas de metal y el resultado de aquel affair es que ahora soy la dueña de la única papelera de aluminio metálico hecha a mano que existe en el mundo. La diseñó él, está ahí fuera, en la otra habitación, mi solitario trofeo. Luego llegó un día, a principios de 1953, en que esos tres tipos –por separado, se entiende- decidieron que querían casarse conmigo. Tuve que salir corriendo, porque yo realmente no los quería. De hecho, ya que vamos a eso, nunca he estado enamorada. Y aunque hubiese estado enamorada de un hombre, ¿podría haberle sido fiel? ¿podría él haber confiado en mi, al dejarme sola en una habitación? Lo dudo. Dice mucho de la perspicacia de Pabst haber detectado en mí esa esencia de vagabunda que tenía Lulú, antes incluso de conocerme personalmente”.

Brooks vacila durante unos instantes, y luego continúa en el mismo tono, burlándose un tanto de ella misma: “Tal vez debería haberme convertido en la querida de un escritor. Porque el otro día, hablando por teléfono contigo, hace algunos domingos, algún compartimento secreto se abrió en mi interior, y me sentí abrumada de pronto por el amor. Fue una sensación que nunca antes había experimentado, con ningún otro hombre. ¿Eres tú acaso una variación de Jack el Destripador que me trae lo que siempre he deseado pero que ahora no quiero aceptar, no por la amenaza de ningún cuchillo, sino por mi vejez? Eres un perfecto canalla, viniendo aquí a echar por tierra la paz de mis años dorados”.

Escuchar esto me deja demasiado asombrado para decir nada, aunque no lo bastante como para no percibir, con un destello de amor propio, que Brooks está perfectamente sobria.

“Volviendo atrás, a mis tres pretendientes… Decidí que el mejor modo de eludir el matrimonio era convertirme en católica, de ese modo podría argumentar que no podía casarme con ellos porque ya me había casado antes con Eddie Sutherland. Me dirigí a la rectoría de una iglesia católica del East Side, y todo fue de maravilla hasta que mi dulce y puro instructor en la fe religiosa se enamoró de mí. Yo era la primera mujer que había conocido que actuaba ante él realmente como tal, y que lo trataba a él como un hombre. Los otros curas se pusieron furiosos. Lo enviaron a California, sustituyéndolo por un misionero muy joven y severo. Pero al cabo de poco tiempo también él acabó pensando que no sería mala idea dejarse caer por mi apartamento y continuar las lecciones allí. Yo resistí la tentación, y el septiembre de 1953 recibí el bautismo que me convertía oficialmente en católica”.

Tras una pausa para encender un cigarrillo, lo que le provoca un suave acceso de tos, Brooks reanuda su historia: “Casi olvido un pequeño incidente que tuvo lugar en 1952. Cuando menos lo esperaba, recibí una carta de una mujer que había sido vecina nuestra en Cherryvale. Adjuntaba algunas fotografías. En una de ellas se podía ver a un apuesto hombre de pelo gris, de unos cincuenta años, sosteniendo la mano de una niña: yo. Detrás había unas líneas escritas: ‘Este es el señor Feathers, un viejo solterón que adoraba a los niños. Siempre te llevaba al cine y te compraba juguetes y golosinas’. Esa foto revivió algo que había tenido completamente olvidado y bloqueado en mi mente desde hacía, ¿cuánto?... treinta y siete años. Cuando yo tenía nueve años, ese señor Feathers abusó sexualmente de mí. Lo cual establece otro vínculo entre Lulú y yo: ella tuvo su primer amante siendo muy joven, y Schigolch, el hombre en cuestión, era de mediana edad. Me he preguntado a menudo qué consecuencias puede haber tenido el señor Feathers en mi vida. Necesariamente, debió influir mucho en el modo en que yo abordé el placer sexual. Para mí, los hombres amables, agradables, blandos y fáciles por decirlo así, nunca me dejaron satisfecha, siempre anhelaba un elemento de dominación. Y estoy convencida de que eso tuvo mucho que ver con el señor Feathers. El placer de besar y ser besada viene de algún lugar completamente diferente, desde el punto de vista psicológico y también desde el punto de vista físico. Sobre él le hablé a mi madre y, ¿puedes creerlo? –otra vez se ríe con suavidad-, ¡me echó a mí la culpa!. Me dijo que era yo quien lo había conducido a ello. Es la vieja historia, ¿no?”. Y Brooks continúa en esta vena, hablándome abierta y desenfadadamente de su sexualidad, desabrochando poco a poco ese “cinturón bíblico” con cada una de sus historias.

1954 marca el punto más bajo en la biografía de Louise Brooks. “Yo era demasiado orgullosa para convertirme en una chica de compañía. Tampoco tenía sentido tirarme al río porque sabía nadar muy bien; y no podía permitirme comprar suficientes pastillas para dormir”. En 1955, poco a poco, las cosas comenzaron a remontar, y vivir volvió a ser una opción tolerable. Henri Langlois, el exuberante organizador de la Cinémathèque Française, organizó en París una gran exhibición titulada “Sesenta años de Cine”. Dominando el acceso al hall del Musée d’Art Moderne situaron dos gigantescos carteles, uno de la actriz francesa Falconetti en el clásico de Carl Dreyer de 1928 “La Passion de Jeanne d’Arc”, y el otro de Brooks en “Pandora’s Box”. Cuando un crítico le preguntó a Langlois porqué había preferido honrar a semejante nulidad en vez de a estrellas como Garbo o Dietrich, Langois estalló en cólera: “¡No existe Garbo! ¡Ni Dietrich! ¡Sólo existe Louise Brooks!”. Ese mismo año, un grupo de viejos amigos de Brooks de los años 20 reunió dinero con objeto de poder proporcionar anualmente la cantidad necesaria para evitar que cayese en la indigencia más absoluta; y en su refugio de Manhattan, Brooks recibió la visita de James Card, que era entonces el conservador de films en East House. Durante mucho tiempo había sido admirador suyo, y la convenció para venir a Rochester, en donde se conservaban algunos de sus mejores trabajos. Fue por esta razón que, en 1956, se instaló aquí.

“Rochester parecía un lugar tan bueno como cualquier otro”, me dice. “Era más barato que Nueva York, y no corría el riesgo de encontrarme con gente del pasado. Hasta ese momento no había vuelto a ver ninguna de mis películas. Y todavía no lo he vuelto a hacer –enteras de principio a fin, quiero decir. Jimmy Card me puso algunas, pero eso fue en la época en que yo bebía mucho. Veía las imágenes como a través de una niebla, durante cinco minutos, y luego me quedaba dormida. Ni siquiera he visto “Pandora”. He estado presente en dos ocasiones en que la proyectaban, pero en las dos estaba borracha. Con ‘borracha’ quiero decir que podía caminar, pero apenas veía mi alrededor”. Ante películas ajenas, no obstante, Brooks no sentía la necesidad de beber. Como actriz apenas se había tomado en serio sus películas; bajo la atenta guía de Card, aprendió a percibir el cine como una forma válida de arte, y pronto comenzó a desarrollar sus propias teorías al respecto. En 1956, explorando las posibilidades de rescatar sus propios recuerdos y darles forma en papel, escribió un estudio sobre Pabst en la revista Image. Fue el primero de una serie, todos ellos agudos y muy idiosincrásicos, con los que ha contribuido a magazines como Sight & Sound (Londres), Objectif (Montreal), Film Culture (Nueva York) y Positif (París).

El culto a Louise Brooks floreció en 1957, cuando Henri Langlois cruzó el Atlántico para conocerla. Un año después Langlois presentaría “Hommage à Louise Brooks”, un festival de sus películas que llenó de público la Cinémathèque. La estrella misma voló a París, a gastos pagados, y fue saludada con salvaje entusiasmo en la recepción que siguió a la reposición de “Pandora’s Box”. (Entre los presentes se hallaba Jean-Luc Godard, que realizaría su propio tributo a Brooks en 1962, cuando dirigió “Vivir su vida”: la heroína de Godard es una prostituta interpretada por Anna Karina, con un corte de pelo que es una réplica exacta del de Brooks. Godard describiría a su personaje como “una joven y bonita dependienta parisina, que vende su cuerpo pero logra conservar su espíritu”). En enero de 1960 Brooks fue a Nueva York y asistió a la proyección de “Prix de Beauté” en la Sala de Conciertos Kaumann de la Calle 92,  donde pronunció un pequeño e hilarante discurso que encantó a la audiencia. Al día siguiente volvió a Rochester, para no volver a salir nunca más.

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2 comentarios:

solodaniela dijo...

gracias por publicar tantos datos sobre louise ,
deverdad me parece todo muy interesante

SUPPORT ANIMAL LIBERATION FRONT dijo...

aber bitte! gracias a ti por leerlo.

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