Espías alemanes que parecían sacados de una película de detectives se lanzaron tras nuestros pasos y nos siguieron en el viaje desde Berlín a Suiza, Francia y España. Había incluso un puñado de personajes sospechosos entre los americanos con acento alemán que se subieron a nuestro tren de Alemania a Suiza.
Berna es ahora mismo el máximo centro de espías en el mundo. Suiza, un país neutral fronterizo con Alemania, Francia, Italia y Austria, es terreno de caza y punto de reunión para las miríadas de agentes al servicio de las naciones implicadas en la guerra. Los alemanes, en cualquier caso, cuentan con más espías que todas las demás naciones juntas.
Bismarck dijo que había países masculinos y países femeninos, y que Alemania era un país masculino –lo cual es cierto, los alemanes carecen de esa divina cualidad intuitiva que es natural a las mujeres. El autócrata, al no mezclarse con las capas llanas de su pueblo, encuentra pues en el espía una necesidad imperiosa.
Los espías espían a los espías. La autocracia produce burocracia allí donde los hombres ascienden y descienden no por los votos de sus conciudadanos, sino en virtud de las intrigas. La oficina central alemana teme a los espías rivales. Yo decía a menudo a los alemanes: "Tanto esfuerzo va a acabar con ustedes, ¡están todo el santo día en la oficina! Tómense la tarde libre y acompáñenme a pegar unos tiros". La respuesta era invariablemente la misma: "Me es imposible. Los demás lo sabrían gracias a sus agentes y podrían extender el rumor de que descuido mi trabajo".
En España fui a a ver al entonces primer ministro, el Conde Romanones, un hombre de gran talento y extraordinaria personalidad. Me dijo que habían localizado una cierta cantidad de explosivos en una zona retirada de la costa, señalizados con una pequeña boya. Y que ese día habían arrestado a un alemán que había aparecido misteriosamente en un puerto español vestido como un trabajador de los muelles. El alemán había llegado a Madrid en un billete de primera clase, y se había alojado en el mejor hotel de la ciudad tras adquirir un traje de una cara sastrería. Sin la menor duda, tanto los explosivos descubiertos como el sujeto en cuestión habían desembarcado desde un submarino alemán. Si los explosivos constituían un depósito para otros submarinos, o estaban destinados a hacer cambiar de opinión al gobierno español, es algo difícil de saber, pero el Conde Romanones comenzaba a sentirse preocupado por las actividades de los espías alemanes en España.
Ha sido muy fácil para los alemanes en América comunicarse con sus colegas europeos a través de este correo submarino entre España y Alemania, tras enviar sus informes desde América a Cuba y de allí, en barcos españoles, a España.
Este correo ha estado activo desde el principio de la guerra. Poco después de llegar a España, mi mujer, Mrs. Gerard, recibió de forma misteriosa una carta escrita por una de sus amigas en Berlín, una baronesa alemana. Esta carta sin duda le llegó a través del muy eficiente servicio de espionaje alemán.
En algún momento de 1915, un soldado alemán de uniforme, hablando perfectamente inglés, llamó a la embajada. Dijo que su nombre era Bode y que había trabajado para mi suegro, el fallecido Marcus Daly. Por supuesto no podíamos verificar lo que decía y Mrs. Gerard ni lo conocía personalmente ni recordaba nada sobre él. Dijo que estaba luchando en el frente del Este y que disfrutaba de un permiso, le dimos algo de dinero y más tarde le enviamos al frente paquetes de comida y tabaco, pero nunca obtuvimos ningún agradecimiento.
Uno de mis adjuntos, Frank Hall, caminando por una calle de Madrid, tropezó con Bode, que iba muy atildado. Sus tarjetas de visita informaban que era un ingeniero de minas de Los Angeles, California. Le contó a Hall un cuento extraordinario, afirmando que había sido capturado por los rusos en el Este y enviado a Siberia, desde donde había escapado hacia China, y de allí se las había ingeniado para alcanzar América y luego España. Por supuesto, sin información fiable sobre el sujeto no había forma de saber qué estaba haciendo en España. Pero creo más que probable que hubiese desembarcado de un submarino en la costa española y que fingiese ser un ingeniero de minas –con algún propósito concreto.
Hablé a algunos españoles acerca de Bode y de sus intenciones de visitar las zonas mineras de España. Bode debió ser informado de ello, porque Hall y yo comenzamos a recibir anónimos amenazadores, sin duda escritos por él.
Mis cables desde y hacia el Departamento de Estado pasaban por nuestra legación en Copenhague, y estaba claro que si los alemanes conocían nuestro código cifrado estos mensajes eran interceptados con éxito. En ocasiones especiales yo usaba un super cifrado, cuya clave se hallaba a salvo en mi dormitorio, y que sólo mi secretario estaba autorizado a usar. Los documentos de los cables cifrados enviados y recibidos descansaban a buen recaudo en la Embajada. Pero antes de dejar Alemania, conociendo como conozco a los alemanes y en particular lo que han hecho en otros países y a otros diplomáticos, y lo fácil que les sería burlar la seguridad tras nuestra partida cuando los españoles y los alemanes abandonaran el edificio por la noche, tiré al fuego todos estos despachos y los libros de códigos. El comandante Gherardi y el Secretario Hugh Wilson estaban allí, y vimos personalmente cómo ardía hasta el último de los papeles. No hace falta añadir que en el Departamento de Estado había copia de todos los cables.
A los espías alemanes les encanta abrir maletines, emplear vapor con las cartas... todos esos viejos trucos. El modo más fácil de confundirlos es no escribir nada susceptible de ser leído. Tras el inicio de la guerra, me encontré demasiado cargado de trabajo para escribir el informe semanal de rumores que todos los diplomáticos envían a sus países. Supongo que los alemanes buscaron esos informes, en vano. Al final esto pudo con los nervios de Zimmermann y un día estalló: "¿Acaso no escribe usted informes a su gobierno, o qué?".
Las cartas lacradas son abiertas por los espías tal como se describe aquí:
Insertando un lápiz o cualquier pequeño objeto redondeado en el envoltorio, y aplicando un poco de vapor si es necesario, la solapa se despega y el contenido es extraído sin romper el sello, se lee y se vuelve a colocar en su lugar, reinsertando la solapa y adhiriéndola de nuevo de modo que no se note nada. El único modo seguro de sellar una carta es como sigue:
Pero incluso entonces un espía hábil puede abrirla, leerla y cerrarla de nuevo. Esto se lleva a cabo con una hoja de afeitar caliente: la hoja corta el sello, y sirve igual para cerrarlo, presionando las dos partes. Es de todas formas una operación delicada, y no siempre pasa desapercibida.
Desde el estallido de la guerra nosotros enviamos y recibimos nuestro correo oficial a través de Inglaterra; nuestros mensajeros lo movían entre Berlín y Londres a través de Holanda, vía Flushing y Tilbury. Debido al gran volumen de correspondencia entre el embajador Page y yo referido a los prisioneros alemanes en Inglaterra y a los prisioneros ingleses en Alemania, había cada semana un gran número de paquetes. Maletines de cuero que se abrían sólo con una llave cuyas copias se guardaban en Londres y en Berlín, y para el correo americano, en Berlín y Washington. Nuestros correos se tomaban mucho interés en no perder de vista estos maletines durante el curso de sus viajes, pero en ocasiones el mensajero y sus mensajes eran separados con toda malicia por las autoridades ferroviarias alemanas, y los documentos se perdían de vista durante días. Sin duda durante este tiempo eran leídos por los alemanes. Una vez nuestro correo viajaba en un barco holandés que fue secuestrado hasta dos veces por un buque de guerra alemán y conducido a Zeebrugge. Allí sin duda abrieron los maletines y estudiaron su contenido.
Los espías alemanes que más nos acosaban eran los de La Habana y uno de ellos, un tipo alto y de aspecto siniestro, estuvo siguiéndome a una distancia de pocos metros, con los ojos pegados en una bolsa que yo llevaba del hombro y que asía cada vez más fuerte. Así es como la había traído de Alemania de hecho. Nunca la solté ni la perdí de vista.
¿Qué contenía la bolsa? Entre otras cosas, telegramas enviados por el Káiser y escritos de su puño y letra, facsímiles de lo que luego sería mi libro "Mis cuatro años en Alemania", y el acuerdo que los alemanes me habían entregado mientras fui su prisionero con la intención de que lo rubricase con mi firma. Bajo sus términos, los alemanes establecían que los barcos alemanes en aguas americanas durante la guerra tuviesen el derecho de regresar a su país con un salvoconducto que nosotros, bajo presiones diversas, debíamos obtener de los aliados. ¡Menudo tratado! ¿Quién, en la Oficina de Asuntos Extranjeros o el Alto Almirantazgo, seria el autor de tan brillante y original idea?
La propaganda perniciosa y el espionaje son las dos crías gemelas salidas del vientre del Kaiserismo. Hay en México, por ejemplo, una fuerza que nunca descansa: la propaganda alemana. Son los mismos métodos utilizados por los alemanes en todos los países: la adquisición de periódicos y otros medios de comunicación, el soborno a los oficiales y cargos públicos, y la manipulación insidiosa de cualquier compatriota que tenga algo que ver con el comercio o las rutas comerciales. Esta propaganda descansa en una inversión de enormes sumas de dinero provenientes del gobierno alemán, directamente entregadas a sus oficiales y agentes, los pequeños y los grandes, destinados a servir a su causa.
A la larga, esta propaganda a sueldo acaba siempre en fracaso. Es como darle dinero a alguien que nos soborna. Si un canalla recibe dinero una vez se vuelve tan insaciable que ni el Banco de Inglaterra satisfaría su codicia. A los periódicos a veces no necesitan ni comprarlos; pero la corrupción los alcanza igual: se hacen vehementes en su denuncia de este o aquel país, en la esperanza de ser recompensados, en igual proporción a la hostilidad mostrada. Los políticos corruptos que no han sido abordados por los alemanes pueden llegar a comportarse igual: de pronto se muestran virtuosos y severamente críticos con su país, en la esperanza de ser recompensados por los alemanes. Cuando esto sucede, y obtienen el salario de su vergüenza, se vuelven también insistentes, gritando: "¡Es preciso que me dé más!", como aquella sanguijuela del proverbio bíblico que nunca está ahíta.
En la guerra se debe golpear fuerte y rápido. Demorarse es muy peligroso, y la parálisis temporal de un bando en lo que respecta a su propaganda puede significar perder la guerra. Los Estados Unidos han tenido una gran desventaja en este sentido, porque nuestros oficiales carecían de la autoridad, las instrucciones y el dinero suficientes para combatir la propaganda alemana con campañas educativas eficaces, tanto desde el punto de vista ofensivo como el defensivo. En América Bernstorff disponía de enormes sumas destinadas a moldear la opinión pública. Yo, en Berlín, no tenía un céntimo para realizar algo que pudiese influir en el pueblo alemán. Es un conflicto entre dos sistemas diferentes. En Berlín yo ni siquiera podía permitirme pagar a detectives privados, y en las raras ocasiones en que me serví de ellos, por ejemplo para descubrir quiénes eran los sujetos conectados con las autoproclamadas organizaciones americanas la muy conocida "Liga de la Verdad"–, que estaba relacionada con una violenta propaganda contra los intereses americanos desde dentro de Alemania, tuve que pagarles de mi propio bolsillo.
Al sur de Río Grande los alemanes trabajaban contra nosotros, haciendo lo posible para poner a la opinión pública mexicana en nuestra contra, despertando viejos odios y creando otros nuevos y, entretanto, por el método de adquirir propiedades y minas, crear una situación que en el futuro constituyera para nosotros la mayor dificultad y el más peligroso problema. Los alemanes nunca han entendido porqué no nos hemos aprovechado de la situación de México para conquistarlo. No pueden entender que actuamos con un espíritu de idealismo, y que realmente hemos sufrido muy pacientemente para ayudar a ese país. No pueden creer que lo que hemos hecho ha sido sólo esperar, en la esperanza de convencer no sólo a México, sino a otros estados de Centro América y a nuestras repúblicas amigas de Sudamérica, de que nuestra política no consiste en crear disensiones, ni pretendemos aprovechar la debilidad de nuestros vecinos para hacernos con sus territorios.
En una ocasión, antes de la guerra, cené con el Káiser junto a muchos otros embajadores, y tras la comida la conversación derivó en los curiosos puntos de vista que tenemos en Estados Unidos. Uno de los embajadores, creo que fue Bambon, dijo que él había visto en América casas enteras siendo movidas a través de nuestras carreteras, una novedad a los ojos europeos, cuyas casas, construidas de ladrillo o piedra, no pueden ser desplazadas como las nuestras de madera. El Emperador bromeó: "Sí, ya lo creo que los norteamericanos están desplazando sus casas. Lo hacen hacia el Sur, hacia la frontera con México".
JAMES W. GERARD: “FACE TO FACE WITH KAISERISM” (1917)
Le contesté que tal vez fuera así, pero que en mi país disponíamos de 500.001 farolas, y que de ellas sería de donde los alemanes amanecerían colgados al día siguiente de intentar algo contra nosotros. Y si en América existe algún germano-alemán lo bastante desagradecido como para apoyar al Káiser después de todo lo que hemos hecho por él y sus compatriotas, entonces sólo nos queda un camino. Que no es otro que reunirlos como a los cerdos de una piara, devolverles sus harapos y sus zuecos de madera y embarcarlos de vuelta a su “Fatherland”, su madre patria.
He viajado este año por todos los Estados Unidos. A través de los Alleghenies de Pennsylvania, las Montañas Blancas, las Cascadas, Coast Range y las Sierras. Y os digo que en todas estas montañas no he hallado ningún animal que mordiese y patalease y chillase y arañase más que un gordinflón germano-alemán al ser amenazado con la repatriación”.
1 comentarios:
Qué mundo éste de mierda, que podría haber sido otro, con otra clase de personas.
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