BENDICIONES Y MALDICIONES
Crecí allí abajo en el Sur, con un buen
corazón y una mala cabeza, intentando con todas mis fuerzas hacer lo correcto
pero al final arruinándolo siempre todo. Llegó un determinado punto allá en mis
veinte años, cuando la vida se había vuelto demasiado complicada para mí en el
pequeño pueblo donde había nacido, con todas mis experiencias con la Iglesia a cuestas, y mi
pasado drogota y todo ese montón de diferentes expectativas que la gente había
depositado en mí, en que me harté, empaqué mi coche y tomé rumbo a Nueva York.
Creo que pensaba, y no me faltaba razón, que haría mejor invirtiendo el proceso
–estropearlo todo desde el principio directamente y no esperar a que sucediese;
al menos de ese modo encontraría cierta justificación para la constante,
insidiosa sensación de mala suerte que
devoraba mi espíritu, día y noche, noche y día, desde que los primeros
pensamientos aparecieron en mi mente como nubes negras anunciando una
endemoniada tormenta.
De un modo u otro acabé en el Lower East
Side, en Alphabet City, que entonces era poco menos que el desagüe de la ciudad,
no como ahora, tan guay y moderno. Encontré un lugar allí, en una habitación
del tamaño aproximado de una moneda de diez centavos junto a la de un frágil
vejete de cien años conocido como Smolynsky. Una o dos veces por semana
Smolynsky emergía del oscuro corredor y se acercaba a golpear a mi puerta con
sus gafas de culo de vaso y su rostro hirsuto, esquelético, preguntándome
dulcemente si podía hacer esto o aquello por él, lo cual yo siempre terminaba
haciendo. Mantequilla de la tienda de la esquina. Puntas de goma para sus
muletas de la farmacia. Esa clase de cosas. Ya llevaba instalado allí unos seis
meses cuando esta historia que estoy a punto de contarte ocurrió. Fue el 9 de
marzo de 1989. Recuerdo exactamente la fecha porque era mi cumpleaños.
Tratando de ser fiel a mi promesa de
cagarla desde el principio había tomado un empleo como taxista, lo que acabó
significando catorce horas con el culo roto y los nudillos blancos, atrapado en
ese caos circulatorio apropiadamente conocido como “cementerio rodante”. Había
sido una noche miserable y vana en mi intento de encontrar algún pasajero, con
toda aquella recesión económica pegando fuerte, así que pasé la mayor parte del
tiempo quemando gasolina, y de paso mi limitada reserva de paciencia, dando
vueltas con el coche vacío, llevando solo a algún ocasional ejecutivo a borde
del suicidio a su apartamento en Park Avenue que es donde vive la gente
guapa.
El tono de la noche tomó un giro dramático
con el último pasajero, eso lo tuve claro en cuanto lo vi. Sus aspavientos gritaban
que no me iba a traer más que problemas : un vacilón del gueto de cien kilos,
de seguro que con algún diente de oro en la boca. Subió al coche y como cosa hecha anunció que
ya lo estaba llevando a un bloque de viviendas subvencionadas que había al
final de la parte sur de Coney Island. Era sobre las tres de la mañana y por
supuesto Coney Island, incluso a plena luz del día, no es una tontería en
términos de criminalidad y asesinato. Así que como supondrás me asusté un poco,
pensando que quizá acabaría recibiendo un prematuro regalo de cumpleaños en la
forma de bala en la nuca, como le había pasado a un taxista colega mío unos
meses antes.
En ese punto de la historia de mi vida, la
verdad sea dicha, me sentía bastante mal y francamente no me importaba
demasiado si me mataban o continuaba viviendo, así que acepté de todas formas.
Su nombre era, bueno, creo que no debo decirlo –no le haría mucha gracia–, me
limitaré a decir que se trataba de un carismático pez gordo del narcotráfico.
Según me dijo había llamado a más de diez taxis antes que a mí y todos ellos se
negaron a llevarlo debido a lo chungo de su aspecto. Acababa de salir de
prisión y durante el largo trayecto hasta Coney Island estuvimos hablando de
esto y de aquello –de la cárcel y de los planes de Dios y los pesares del
corazón, y todo lo demás. Lo más extraño de él era que, a pesar de su
preocupante aspecto y de lo descaradamente funesta de su profesión, había una
verdadera poesía en el modo en que se expresaba, un maravilloso espíritu de
comunicación y, la verdad sea dicha, dejando al margen el asunto de las drogas
y los asesinatos, lo encontré una persona encantadora. El sentimiento pareció
ser mutuo también, hasta el punto de que, al final del trayecto, cuando
llegamos a su “ratonera”, me invitó a que aparcase el taxi y lo acompañase a su
casa (un ático en el bloque de viviendas), para presentarme a su pandilla y
tomarme una copa con él en honor de mi inminente cumpleaños. Sabía que la
oferta era auténtica, ya sabes, no una encerrona ni nada de eso, pero a pesar
de todo decliné la invitación y él dijo que lo comprendía, luego me lanzó un
billete de veinte además de los catorce del viaje –lo que tan seguro como que
hay infierno que me resarcía de los otros malos momentos de la noche.
Volví derechito a la ciudad, aparqué el taxi
en la calle Veintiuno y me encaminé a casa para dormir mi cumpleaños. Cuando la
puerta se cerró a mis espaldas eran las 5:00 am, y yo estaba tan machacado por
las complejidades propias de la vida en la ciudad que apenas percibí el tenue,
misterioso olorcillo que se filtraba por la rejilla del lavabo. Supongo que me
llamó la atención por un segundo o dos, aquel olor, pero me sentía cansado y me
arrastré hacia la cama rogando para que el sueño me alcanzase antes del
amanecer.
Apenas había dormido una o dos horas cuando
–bang-bang-bang-bang- algún idiota estaba llamando a mi puerta. Saqué mi culo de
la cama, abrí y allí estaba Balzora, el asqueroso viejo rumano que supervisaba
mi edificio, medio borracho como era habitual en él. Vaya pedazo de mierda que
estaba hecho, Balzora. Excepto por la rara contradicción que suponía el mono de
trabajador que llevaba siempre puesto, era la viva imagen del Conde Drácula, y
desprendía exactamente la misma calidez y el mismo encanto que aquella sanguijuela.
Gruñó algo sobre la necesidad de usar mi teléfono, luego lo descolgó, antes de
que yo hubiese encontrado algún objeto apropiado para estrellárselo en la cara.
Marcó y preguntó por el tipo que era el dueño del edificio, lo que significaba,
pensé, que algo malo había sucedido.
Se limpiaba la roña de las uñas cuando un
instante después se puso el gran jefe.
“Mr. Jakobsen” –murmuró Balzora–. “Smolynski. Tercero
A. Muerto”.
Se calló por un segundo, luego adoptó un
tono hosco y aburrido típico en él: “¿Me pregunta qué es lo que quiero decir
con muerto? Pues me refiero a muerto. Lo bastante para hacer que todo el edificio
apeste, quizá cuatro días muerto. A eso me refiero. Así que, a ver, ¿llamo a la
poli? ¿O prefiere verlo usted mismo?”
Creo que Jakobsen no debía estar al tanto
del pequeño secreto de Smolynsky, porque tan pronto como Balzora colgó el
teléfono los policías y los enfermeros que había llamado comenzaron a golpear
la puerta de abajo. Sin duda el señor porquero pensó que cuanto antes se
llevaran el cadáver, antes podría subir el alquiler y comprarse uno de esos
asquerosos trajes suyos o algo así. Poco podía sospechar él lo que se escondía
en ese sórdido cuartucho.
Smolynsky aparentemente había muerto en
soledad, unos días antes, muerte natural dijeron, como si la muerte pudiese ser
vista alguna vez como algo natural. De acuerdo con lo que me dijo el único de
los policías que se dignó a hablarme, Smolynsky no había dejado ninguna nota,
no tenía parientes o herederos, y lo más probable era que fuese enterrado en
una fosa común en alguna de esas tenebrosas pequeñas islas que hay en medio del
East River.
El olor en el pasillo era ya bastante malo,
pero dentro de su apartamento casi te derribaba, por lo que apresuradamente
levantaron lo que quedaba del cuerpo de mi anciano amigo, ligero como una
pluma, ya metido en una bolsa negra cerrada con cremallera, bajándolo a trompicones
por las escaleras y depositándolo en la parte de atrás de la furgoneta.
En rápida sucesión, después de que la
primera patrulla de polis apareciera en escena, llegó un confuso contingente de
miembros del servicio municipal de salud y de supervisores, seguidos por una
bandada de buitres con uniformes azules y la palabra OFICIAL estampada en sus
espaldas. Se desarrolló un protocolo en el que cada una de las personas que iba
apareciendo indefectiblemente se llevaba un pañuelito a la cara, al viejo
estilo de los bandidos. Luego, cortesía de un poli veterano que había tenido la
previsión de traer un frasquito de Vicks Vapo-rub, se pusieron un poco en el
pañuelo y sobre el labio superior y la nariz, con objeto de atenuar el hedor a
muerte.
Finalmente llegaron dos tipos con gafas y
aspecto de profesores, embuchados en traje de tweed y corbata, que parecían
completamente confusos y fuera de lugar allí dentro. En aquella pocilga
portorriqueña eran como extraterrestres de color verde oficiando una misa
pentecostal (¿puedes imaginarlo, por cierto? E.T., de pie en el altar,
chillando “¡Desciende a nosotros Jesús!”).
Resulta que el pringado de Smolynsky, ese
encantador muerto de hambre condenado durante toda su vida a la tarea de
reparar viejos violines, había tenido después de todo algunas propiedades:
Stradivarius. Uno lo había donado a un museo después se supo luego, y un
segundo fue hallado así de buenas a primeras bajo la misma cama donde había
muerto. Y los dos tipos con pinta de profesores eran de hecho y por lo visto
expertos en la materia, enviados por Sotheby’s o alguna de estas tiendas de
lujo. Se apoderaron del sospechoso objeto sacándolo de debajo de la cama y
procedieron a estudiarlo con detenimiento y circunspección. Luego, cuando certificaron
que quizá era realmente lo que pensaban que era, sonrieron y se felicitaron
mutuamente. Buen tanto, parecían decirse, no ha estado nada mal.
No pude sino imaginar en ese momento al
pobre viejo Smolynsky siendo depositado en una fría fosa común. Estas son las
ironías de la vida, pensé. Cualquiera podrá decírtelo.
No
podría asegurarlo, pero me inclino a pensar que dado lo rápido que esos buitres
aparecieron en escena debían tener el ojo puesto en Smolynsky desde hacía
tiempo, y que sólo estaban esperando el momento en que la espichase para lanzarse
sobre él en busca de algún otro de esos increíblemente mágicos instrumentos
musicales. Lo digo porque tan pronto como se llevaron su cuerpo procedieron a
desmantelar, pieza por pieza, todo el tugurio. Y no fue cosa de una hora, te lo
aseguro. El apartamento no era grande –unas dos veces el tamaño de mi cueva–, pero
de una pared a otra, y del techo al suelo, se encontraba abarrotado de basura
en estado de descomposición.
Sin haber estado nunca allí, me invadió la tristeza
por lo que tuve ocasión de ver y observar desde la puerta de mi habitación.
Habían echado la puerta abajo, y a través de ella podía distinguirse un
estrecho pasillo que iba de la entrada al cuarto de baño, la pequeña cocina, y
el miserable hueco para la cama donde había sido hallado muerto. Cualquier otro
lugar en el apartamento parecía una pesadilla, montañas de inidentificable
basura en estado de descomposición, un montón sobre otro de cajas repletas de maltrechos
instrumentos musicales.
Durante sus excavaciones, a lo largo de la
mañana, esas hienas en traje de tweed enmascaradas como viejos bandidos
desenterraron toda clase de cosas, un baúl de barco (?) lleno de pelucas rojas,
doce piezas de una vajilla de cerámica inglesa y, para asombro de todos, una
unidad de radar de un jet a reacción.
Yo estaba apoyado en la puerta de mi
habitación, viendo cómo los expertos embalaban sus cosas, cuando el cartero
apareció en las escaleras, un poco desconcertado ante el espectáculo. Le dije
que Smolynsky había muerto y se encogió de hombros sin más, probablemente
aliviado de tener una parada menos en su ruta. Me preguntó mi nombre, y cuando
se lo dije me entregó una de esas notificaciones que te dan en Nueva York
cuando alguien te envía por correo algo más grande que una lata de comida de
gato. Es un papelito amarillo que te invita a recoger un paquete del almacén de
correos. Sonreí. Era mi cumpleaños, y alguien, en algún lugar, se había
acordado. Después de cómo había discurrido la mañana, con el turno de noche en
el cementerio rodante, sin dormir apenas, luego la muerte de mi amigo, sólo
podía agradecer desde lo más profundo la pequeña bendición que había aparecido
en mi camino.
O eso pensaba. Cuando vi el código
postal del remitente (que figura siempre en este tipo de avisos) inmediatamente
supe que, daba igual lo que contuviese el paquete, ya podía considerarlo
cualquier cosa menos un regalo de la providencia. Te explico, era de Tulsa,
Oklahoma, y yo no conocía un alma allí excepto un primo lejano mío a quien sólo
había visto una vez, cuando yo tenía unos doce años y estaba en plena fase de
kinki.
Él era un poco mayor que yo y vino de
visita un otoño. Se celebraba un partido de fútbol del instituto esa noche, y a
nosotros se nos ocurrió la brillante idea de ligar algo de pasta para irnos de
copas, por el simple método de apoderarnos de alguna cartera ajena. Él había
estado fanfarroneando de lo fácil de era, de cómo lo hacían constantemente en
Tulsa.
No parecía un mal plan, así que después del
descanso nos metimos los dos bajo las tribunas, localizamos a una pobre mujer
cuyo bolso descansaba a sus pies, y esperamos a que en el partido se produjese
alguna buena jugada. Mientras todo el mundo saltaba gritando, le echó mano
rápidamente y escapamos corriendo de allí. Todo hubiera ido bien (para
nosotros, se entiende) de no ser porque mi primo era un puto desgraciado nato, y
al tratar de saltar la valla de seguridad al final del estadio se le enganchó
un pie, se cayó de cabeza y se rompió el brazo. Había cuatro dólares dentro del
bolso. En cualquier caso, cuando lo llevé a casa y más tarde al hospital no
dije una palabra a nadie de los detalles del asunto. A mi tía le solté que
habíamos estado subiendo a los árboles a coger manzanas, o alguna inocente bola
por el estilo, y mi primo por lo visto debió sentir que estaba en deuda conmigo
por ello.
Una
vez adulto había terminado convirtiéndose en ese clásico colgado embarazoso que
nos han asignado a todos (de hecho, así es como había terminado llamándolo para
mí, “el colgado de mi primo”), y cumplía sentencia de por vida como guardia de
seguridad en un centro comercial por ahí fuera, en algún lugar perdido de la mano de
Dios, mesándose su bigotillo con sus dedos gordezuelos, casi podía verlo, y
cada dos años o así, aunque no teníamos ningún recuerdo en común excepto aquel
lamentable intento de delito adolescente, se acordaba de mi cumpleaños y me
remitía alguna increíblemente turbadora prenda, como un suéter de poliéster con
Leroy Neiman pintado en él, o una chaqueta de plástico con cremalleras en los
codos que ni Dios sabe qué utilidad tenían allí. Mi Primo el Colgado era un
genuino animal de engorde en la cadena alimenticia de la moda. Lo que es peor:
invariablemente y siempre en el momento más inoportuno, pasado el trance del
regalo, me llamaba por teléfono, y me obligaba a escuchar su voz repulsiva y su
jadeo ahogado, preguntándome si me había gustado el regalo. Yo tenía que mentir
y darle las gracias, gesto que por supuesto provocaba que el espantoso ciclo
volviese a empezar.
Los regalos desataban un infierno de
confusión en mi cabeza. Quiero decir, ni siquiera podía adivinar de qué iban.
¿Constituían una muestra de agradecimiento por mi complicidad en lo que
seguramente había llegado a ser uno de los momentos más excitantes de su miserable
vida? ¿Acaso se burlaba de mí? ¿O había algo más, algo patéticamente siniestro
en todo ello, como por ejemplo que le gustaba jugar a ser Dios conmigo
rehaciéndome a su imagen y semejanza? Era algo imposible de saber, y siempre
que volvía a enviarme algo se reavivaba en mi imaginación ese horrible
misterio. Era lo mismo siempre, y esta vez no iba a ser diferente: abriría el
paquete con aprensión, luego lo metería en el armario, y luego aprensión y
vergüenza de nuevo cada vez que lo entreviese entre mis ropas. Por qué no me
libraba de esos regalos en cuanto los recibía es algo que no entiendo. Nada me
lo impedía, pero allí se quedaban todos. Los guardaba durante años. Algunas
veces sabes que debes hacer algo, sabes que tienes todo el derecho del mundo a
hacerlo, pero no lo haces. ¿Por qué? Es como si unas fuerzas invisibles se
apoderaran de tus brazos, obligándote a cumplir sus designios.
Así que ahí estaba yo de nuevo mirando su
código postal. Sólo la visión de su garabato ya me daba ganas de blasfemar
porque, por primera vez en años, mi armario estaba libre de sus injurias. (Yo había abandonado
casi todas mis cosas, dejándolas atrás amontonadas en una pila sobre el suelo
de la casa donde vivía, antes de dirigirme al norte). En mi imaginación ya veía
todo el espantoso círculo vicioso girando de nuevo, la crispación, la
perplejidad, y estuve a punto de mandarlo todo al infierno. Quiero decir, no
recoger el paquete sencillamente. Dejar que algún otro lidiara con ello.
Ese
fue mi primer impulso y aun así, momentos después, me encontraba subiendo por la Avenida B con el
papelito de mi primo el colgado en el bolsillo, derecho a la oficina de
correos. Por dos veces me paré, demasiado furioso conmigo mismo como para
continuar, decidido a dar la vuelta y volver a casa, y por dos veces aquellas
malditas fuerzas invisibles me hicieron reanudar el paso. Finalmente, me
recordé a mí mismo que si para algo había emprendido mi éxodo a Nueva York era
para cooperar con lo que no podía ver pero sí sentir, en vez de luchar contra
ello y estropearlo todo todavía más, como había hecho siempre a lo largo de mi
vida. El problema era –y esto lo había aprendido del peor modo posible– que
cada vez que intentas razonar con las fuerzas invisibles, las reglas son
diferentes. No tienen lógica alguna. La experiencia es algo superfluo. Tienes
que confiar en tu instinto, pero ¿cuándo puede estar uno seguro de que una sensación
viene del instinto y no de otro sitio?
La oficina postal era el típico
gigante de piedra y eficacia administrativa. Pasé por el tradicional laberinto
de amables indicaciones durante unos cuarenta minutos o así y finalmente
entregué al empleado el papelito. Le echó una mirada fugaz y luego se alejó
arrastrando los pies, dejándome allí de pie junto a la ventana, absorto en la
contemplación de las filas y filas de cajas que esperaban ser reclamadas.
Cuando volvió, depositó mi paquete sobre el
mármol gastado del mostrador. Distinguí el remite de mi primo y sentí un
pequeño nudo en la garganta, porque las proporciones del paquete coincidían
aproximadamente con el tamaño de una de esas cajas que te dan cuando compras
una camisa de regalo en unos grandes almacenes. Creo que me perdí un poco en
mis pensamientos, tratando de adivinar qué contendría esta vez, porque el empleado
se aclaró la garganta y dijo: “Tiene que firmar aquí”.
Justo a la izquierda de las puertas
principales habían situado la inevitable papelera. Me detuve, salí de la cola
de gente y la miré por unos instantes. Extrañamente, la ranura del cubo era del
tamaño exacto del paquete que tenía en mis manos. ¿Parece una locura que esa
coincidencia en las proporciones físicas creara en mi mente la impresión de
designio, y que de repente me viera a mí mismo metiendo la caja en el cubo? Ya
había introducido la mitad cuando algo hizo que me detuviera, y en un instante
mi mente se vio anegada de preguntas sin sentido, tales como: ¿estará este
impulso mío por deshacerme del paquete, provocado por las fuerzas invisibles?
¿O será una consecuencia de mi resistencia a ellas? Recordé lo que dice la Biblia : si tu ojo te
escandaliza, arráncatelo y arrójalo lejos. Bueno, pensé, ¿no existe acaso una
íntima relación entre la ropa y el hecho de mirar?
Ante mí veía el paquete de mi primo,
congelado en un instante del tiempo y el espacio, la mitad de él todavía en mi
mundo y la otra mitad ya fuera. Parecía fácil, una pequeña, concisa y sabia
solución a todo, un simple problema de física a fin de cuentas: propulsaba algo
de fuerza con mi brazo, cuidadosamente, y me libraba de la carga –luego me
lavaría las manos, como el señor Poncio Pilato hizo con el pobre condenado
Jesús. Pues mira, aun deseando hacer eso, en vez de empujar el paquete acabé
cogiéndolo otra vez.
Luego, como si las fuerzas invisibles me dieran
empellones por atrás, salí dando tumbos de la oficina de correos y me incorporé a la multitud que recorría las calles, todavía en posesión del regalo de
cumpleaños de mi primo el colgado. Lleno de confusión, furioso conmigo mismo,
di unos pocos pasos en dirección a casa y en ese momento empecé a distinguir,
delante de mí, el familiar color naranja de las incontables papeleras de Nueva
York. Enfilé hacia una, extendiendo los brazos con el paquete hasta
situarlo justo sobre la obertura pero cuando llegó el momento de la verdad, de
nuevo, mis manos fueron incapaces de soltar el maldito objeto.
Reanudé el paso, esta vez ya seriamente perplejo
por mis actos, y vi cómo una gran nube negra de curiosidad se formaba en el
cielo de mi mente. ¿Qué habría dentro del paquete para que las fuerzas invisibles
me hicieran todo esto? Nunca me había ocurrido algo así antes, y de pronto
me pregunté si es que no contendría algo muy diferente a lo que yo anticipaba
con tan mala fe, algún tesoro oculto, del estilo del precioso violín que esos
tipos habían encontrado en el apartamento del escuálido Smolynsky. Tal vez era
todo una prueba, tal vez la lección que yo debía aprender es que, a veces, una
maldición puede volverse una bendición. ¿Acaso era eso lo que las fuerzas invisibles
querían enseñarme esta vez?
Sólo había una forma de descubrirlo. Me
senté en un portal, respiré hondo y procedí a desenvolverlo con cuidado, como
si hubiese alguna trampa o una bomba dentro, esperando ser detonada. Al retirar
el papel postal marrón que lo cubría descubrí, para mi sorpresa, que no
explotaba, sino que detrás de ese apagado color emergía una luminosa y extraña
envoltura naranja, de tonos metálicos y brillantes, con un diseño de pequeños
diamantes como escamas de serpiente. El lazo era un brillante girasol amarillo,
y parecía hecho de alguna clase de fina seda. Yo estaba esperanzado… felizmente
sorprendido. Mi primo el colgado nunca se había molestado en envolver ninguno
de los regalos anteriores. La confianza inundó mis pensamientos, como un rayo
de sol filtrándose por entre las grietas de una sórdida celda. Retiré el último
resto de envoltorio marrón y vi que era, sin la menor duda, el más bonito papel
de envolver que mis ojos habían contemplado jamás. Lo sostuve frente a mí y me
demoré en sus colores, que vistos todos juntos parecían latir y resplandecer
como generados por alguna fuente de luz interior. Retiré con cuidado el cordel
de la tapa, para no dañar el papel, apartando el brillante envoltorio. Tras él,
encontré no la típica caja de cartón en que suelen venir las camisas de
fantasía, sino una especie de reliquia de luminoso color aguamarina, con
incrustaciones de oro en los bordes.
Tiré suavemente de la tapa, retirándola y
depositándola con cuidado en el portal, a mi lado. Dentro de la caja el
misterioso regalo yacía todavía oculto, disimulado bajo capas de diáfano papel,
unos de pálido tono amarillo, otros de un tamizado verde muy sutil. Por
entonces estaba yo tan fascinado por la belleza del envoltorio que casi
esperaba que lo que contenía, lo que quiera que fuese, levitase a mi alrededor
como alguna especie de mágica ave del paraíso. Contuve mi respiración,
retirando el papel y para mi sorpresa lo que encontré no fue la redención, sino
exactamente lo que había estado temiendo y todavía peor, porque dentro de la
preciosa caja se hallaba la camisa más fea del mundo.
Para ser justos, llamar fea a esta camisa
hubiera constituido una criminal ofensa al mundo de lo feo: era un horroroso
desfile de cuadros rosas y púrpuras y verdes y marrones, cruzados entre sí como
si fueran una rejilla psicótica, con un pequeño y ajustado cuello de los que se
abotonan a la misma camisa (la clase de convención típica de clase media que
odio). Y lo que es peor, dibujado en el bolsillo estaba el símbolo del
romanticismo más patético: un unicornio (¡rosa!), lo último, si es que faltaba
algo, para determinar definitivamente que estaba ante la camisa más fea de la Creación.
La observé sin poder dar crédito, preguntándome cómo algo así podía haber
salido de una caja tan bonita. Pero así es la vida, ¿no? Montones de preciosas
cajas, pero demasiado a menudo conteniendo desagradables regalos, más feos
cuanto más bonitos son los envoltorios (echa un vistazo a mi archivo de
ex-novias). ¿Era pues esto la lección que las fuerzas invisibles trataban de mostrarme?
Creo que puedo decir que hay en mí un
pequeño hálito de perversión merodeando por entre las sombras de mi mente,
porque incluso aunque sabía y era consciente de que estaba mirando esa
repelente cosa, notaba que no podía apartar mis ojos de ella. De hecho,
encontraba algo repugnantemente seductor en ello. Una especie de cualidad
fascinante, una atracción visual tan intensa que de alguna manera me perdí,
como suelo hacer a veces, ya sabes, en la buhardilla. Lo siguiente que recuerdo
es notar que caminaba con paso de zombi por la avenida A, hacia mi casa,
sosteniendo aquella maldita caja frente a mí con los brazos extendidos, como si
contuviera un gato muerto.
“¡Mira por donde vas, pirao!”. Una voz me
sacó de mi trance. Había tropezado con una chavala, arrancándole casi los
pendientes con el golpe. Por suerte escuchar el sonido de su voz gritándome
interrumpió la espiral de pensamientos en un momento propicio, recordándome lo
que me había hecho observar a mí mismo en ese instante: que lo que para mí era
la camisa más fea del mundo, para otra persona, quién sabe, podía no serlo.
Para otra persona podía ser tal vez una cosa bonita. El destino quiso que,
mientras daba vueltas a esto, me encontrara cruzando hacia el sur por la Avenida A , pasada la Décima junto al norte del
parque Tompkins, lugar de infausto recuerdo para muchos, campamento de borrachos
y consumidores de crack, de posesos y desposeídos, un penoso erial cubierto de
mierda de perro, árboles agonizantes y alambradas de hierro, atestado de vagabundos
y almas perdidas que –ahora reparaba en ello– compartían una característica
común: su viejo, destrozado y apestoso calzado.
Mientras tanto por supuesto seguía
caminando con la caja en la mano. Intenté racionalizar por qué no podía
librarme de la maldita cosa. Todavía tenía puesta la etiqueta, tal vez se debía
a eso. Era una camisa nueva y constituía un pecado tirar algo así de esa
manera. Me dije a mí mismo: “Es debido a que creciste pobre, Jim, ¡es la marca
de la pobreza! Crees que es un pecado tirar las cosas, incluso si se trata de
una cosa tan mala para ti como esta”. Lo cierto es que una especie de hechizo
había sido arrojado sobre mí, un hechizo de las fuerzas invisibles.
“Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y
tíralo lejos”. Otra vez el mandato bíblico llegaba resonando desde el fondo de
mis pensamientos, como una visceral admonición del mismo Juan Bautista. Tuve la
diáfana impresión de que si seguía conservando esa abominación por más tiempo
algo malo iba a sucederme. Había algo muy chungo en el paquete; algo
intrínsecamente malvado y yo tenía que escapar de ello como fuera. Seguí
subiendo la calle y busqué alguna otra papelera. Decidí vaciar mi mente de
cualquier idea, vaciarla simplemente, que funcionase como una máquina. La caja
iba a la papelera. Era un hecho mecánico.
Entonces pensé que puesto que estaba claro
que lo que pasaba con esta camisa superaba mis cálculos, y que todas las
consecuencias iban a caer sobre mí si hacía con ella algo inapropiado (por
ejemplo, tirarla a una papelera), quizá el propósito de este conflicto con las
fuerzas invisibles se resolvería entregándola a alguien del parque, algún pobre
espíritu desmoralizado que necesitara un pequeño gesto de amabilidad para
seguir adelante. Podía acercarme a uno y decirle, “Aquí tiene amigo, un regalo…
gentileza de la fuerzas invisibles”. Su rostro se iluminaría de gratitud y ese
sería mi regalo de cumpleaños, mi maldición se convertiría en una bendición, y
en vez de la crispación eterna, una cálida y cristalina sensación de paz me
invadiría cada vez que respirase, por haber arrojado un poco de luz en alguna
existencia de miseria y oscuridad.
Armado con esta resolución me adentré en el parque a grandes zancadas, observando los rostros en la miríada de
desgraciados que daban vueltas cubiertos de harapos. Estudié cada uno de esos
ruinosos semblantes, intentando adivinar hacia cuál de ellos me iban a guiar
las fuerzas invisibles; ese vagabundo especial, cuya vida de miseria y
confusión sólo necesitaba una camisa para ser colocada de nuevo en el camino de
la redención.
Me crucé con un borracho de mirada
inquietante y pelo entrecano con el que recordaba haber mantenido una penosa
conversación un par de semanas antes. Un veterano del Vietnam, ahora un
espíritu destruido, que reclamaba haber sido amigo de Jack Kerouac y que en ese
momento no parecía otra cosa sino un montón de andrajos sobre uno de
los bancos del parque… Al pasar junto a él estuve tentado a dejarle la camisa
sin que se diera cuenta, para que al despertar la encontrara, y se admirara así
del misterio. Pero a las fuerzas invisibles no debió gustarles la idea, así que
seguí andando, adentrándome más y más profundamente en el parque, buscando a
aquel a quien la camisa estaba destinada.
Treinta minutos después de estar paseando por
delante de enclaves de punks, borrachos tambaleantes, esquizofrénicos y yonkis,
lo encontré por fin, escondido en una sombría esquina frente a la Avenida B: un viejo vagabundo
flacucho, como una versión algo más joven e inquietante de Smolynsky. Estaba
sentado en un banco, medio abrazado a sí mismo, entretenido en una especie de
balanceo mientras movía un cigarrillo dentro y fuera de su boca. Había algo
ladino en él, una impresión de chifladura que me gustó, y puesto que por lo que
podía calcular era más o menos de mi alzada, y la camisa que llevaba puesta
mostraba visibles agujeros, y siendo ese día de marzo bastante fresco,
demasiado fresco para lo que llevaba puesto, pensé que las piezas del puzle
finalmente habían caído en su justo lugar; así que me aproximé a él y a pesar
de que pareció totalmente indiferente a mi intromisión dentro de la esfera de
sus competencias, procedí a endilgarle sin más demora mi discurso. Le tendí la
caja y dije:
“Ahí tiene amigo, un regalo… gentileza de
las fuerzas invisibles”.
Me sorprendió su mirada cuando, tras unos
instantes, levantó sus ojos y los fijó en los míos. Mi comentario no parecía
haberle turbado lo más mínimo. Sus ojos eran muy claros, y mientras me miraba
comencé a tener la impresión de que estaba viendo en mí cosas que yo ni
siquiera podía imaginar.
Después de un rato, pestañeó y dijo,
“Repite eso, por favor”. No hizo ningún
gesto de tomar el paquete.
“Que repita qué”, contesté confundido.
“Lo que acabas de decir. Repítelo”
“Oh”, dije. “Este regalo es para usted. Es
de parte de… las fuerzas invisibles”
Negó con la cabeza, reflexionando sobre
ello. “No, eso no es lo que has dicho. Lo que has dicho es, ‘Ahí tiene amigo,
un regalo… gentileza de las fuerzas invisibles’”.
“Bueno, es casi lo mismo, ¿no?”, dije. Ahí
estaba yo discutiendo de semántica con un vagabundo.
“No, no lo es”, dijo enfáticamente, y con
esas comenzó a balancearse de nuevo y a mirar a la lejanía.
Desde luego, cuando yo había estado
imaginando ese intercambio de cuento de hadas no podía esperarme esto. En mi
previsiones, la cosa no podía tener fisuras, todo debía consistir en un guiño
de ojo antes de que él tomara el regalo estrechándolo feliz contra su pecho,
desapareciendo yo luego entre la multitud, como el Llanero Solitario que deja
tras sí su bala de plata. Pero este extraño viejo estaba escribiendo su propia
versión de la historia.
Me pregunté si es que acaso no lo había
tentado lo suficiente, así que volví a alargarle la caja.
“Es una camisa señor. Una camisa nueva”,
dije, haciendo gestos hacia ella con la cabeza y una falsa sonrisa en mi cara,
gestos destinados a hacerle comprender que ese era el momento en que él debía
cogerla.
Pero no la cogió. En vez de ello volvió a
dirigirme una mirada desconcertante, sin decir nada, luego la apartó y suspiró.
Se pasó la mano por su pelo entrecano y cortado al rape, en apariencia
reflexionando todavía sobre mi oferta. Giró de nuevo la cabeza hacia mí y
pareció a punto de decir algo, luego consideró la caja otra vez, se inclinó
como si por fin hubiera accedido y dijo: “Vamos a echarle un vistazo”.
“Un vistazo a qué”.
“A la camisa. Vamos a echar un vistazo a
esa camisa que me envían las ‘fuerzas invisibles’”.
Empecé a reírme en silencio, con amargura,
a reírme para mí, no para que él pudiese oírme. La historia de mi vida,
intentando hacer lo correcto y al final arruinándolo siempre todo. Por un
instante me sentí como si estuviese flotando por encima de aquel banco, contemplando
toda la escena desde arriba, a mí mismo, en el momento de alargarle la caja
como si fuera un triste y atrofiado pene.
Después de un largo silencio, dijo con
mucha calma. “Venga. Vamos a echarle un vistazo. No tengo todo el día”.
Me senté junto a él en el banco, desatando
la caja e intentando que reparara en el envoltorio, en el papel de regalo, pero
cuando acabé de retirarlos y le enseñé la camisa se encogió sobre sí mismo,
luego pareció recomponerse un poco pero comenzó de nuevo a mecerse,
nerviosamente, como si estuviese un poco afectado por lo que había visto. Después
de un rato se atusó el pelo y dijo, “No quiero esa camisa”.
“¿Por qué no?”
“Porque, hijo, eso no es una camisa, es una
abominación. Ahora vete. Y si las ves, dales recuerdos míos también a las
fuerzas invisibles”.
Por supuesto es algo delicado ser desairado
por un vagabundo, y en nueve de diez casos seguro que hubiese tenido unas
palabras con él; pero en este, ¿cómo podía culparle? Joder, yo estaba de
acuerdo, era una abominación –la camisa más fea del mundo. Los dos lo sabíamos
y por consiguiente yo no tenía derecho a discutírselo. Habiéndose mostrado tan
seco, volví a recoger del paquete y me alejé hacia el parque, reanudando mi
búsqueda, preguntándome si habría alguien allí tan hecho polvo, tan desesperado
como para hacerse cargo de algo tan inmundo como la abominable camisa de mi
primo el colgado.
Había caminado unos treinta metros,
alejándome de él, cuando escuché que me llamaba. “Hey tú. Hombre de camisa. Ven
aquí”. Me volví y lo miré. Me hizo un gesto, con semblante grave. “Ven aquí”,
dijo. “Quiero preguntarte algo sobre esa camisa”.
Bueno, tal vez me había equivocado. Tal vez
tenía intención de quedársela después de todo. Tal vez esa primera parte, ser
desairado por un maldito vagabundo, tal vez era una prueba de mi fe por parte
de las fuerzas invisibles. ¿La había superado? Pero, ¿es había un Dios que se
dedicaba a putear a la gente de esta manera? Recordé una historia de León
Tolstoi que leí una vez, titulada: “Dios Escucha Nuestras Oraciones Y Calla”.
Vaya que si era así.
Regresé al banco y él por supuesto me
ignoró, de nuevo con el numerito de quedarse mirando a la lejanía, con el
balanceo y esa especie de tic con el cigarrillo. Permanecí allí de pie durante
un rato con la caja en mis manos, y finalmente le pregunté, “Bueno, qué”
“Qué de qué”, contestó, sin tomarse
siquiera la molestia de mirarme.
“Que… he vuelto”
“Así que has vuelto”, dijo, dirigiendo su
aliento hacia un lado de mi cabeza.
“Dijo que quería preguntarme algo”
“Sí”
“¿Y bien?”
Hizo un gesto hacia la camisa. “¿De qué
talla es?”. Suspiré, abrí la caja y miré la etiqueta. Era extra-larga. Le
enseñé la etiqueta. La estudió atentamente y luego hizo una mueca de que no.
“No quiero esa camisa”.
“No quiere la camisa”, dije, un poco
mosqueado.
“No, no es de mi talla”
Me volví para irme.
“Buena suerte para ti y para tu camisa. Mis
mejores recuerdos para las fuerzas invisibles”, dijo casi alegremente. Y me
fui.
Había caminado otra vez unos treinta metros
cuando escuché: “¡Hey tú! Hombre de la camisa. Ven aquí”. Me giré y lo miré. Él
pudo ver que me mostraba reluctante a ser su bufón de nuevo, así que comenzó a
gesticular con sus brazos, con afecto burlón.
“Vuelve, vuelve. Es importante. Urgente.
¡Vuelve!”
Naturalmente yo no sentía muchos deseos de
volver pero, como todo en aquel día, acabé haciéndolo.
Esta vez estuvo mirándome fijamente por un
largo rato, como si hubiese decidido algo importante y tratara de encontrar
alguna clase de confirmación al respecto. Se echó hacia delante y lanzó una
especie de silbido, “La camisa. Esa tan espantosa que me has enseñado. ¿Es de
manga larga o de manga corta?”
Me senté en el banco y la saqué. Era una
camisa de manga larga. “No la quiero”.
“¿No
quiere usted la camisa?”, dije, con la voz un poco tensa. “Hace fresco aquí.
Una camisa de manga larga sería mucho mejor que esa que lleva usted puesta”.
“No,
no lo sería”, replicó con seguridad.
“Usted mismo. Pero esta camisa es mejor que
la que lleva puesta. Se va a arrepentir de no haber cogido esta camisa”. Me
levanté enfadado. Empecé a recorrer los treinta metros a grandes zancadas
esperando que me llamase otra vez, pero no lo hizo… no al menos hasta recorrer
una distancia en la que pensé que casi no podría oírlo.
“Hey! Hombre de la camisa. ¡Vuelve! ¡Hey!
¡Vuelve! ¡Tengo una pregunta para ti!”
De repente, aunque era lo último que
esperaba hacer en ese momento, empecé a reírme. Ahora estaba todo claro para
mí. Se trataba de un agente de las fuerzas invisibles, y sólo estaba jugando.
Había tardado en comprenderlo y por eso se estaba quedando conmigo. Di la
vuelta y regresé, preguntándome simultáneamente cómo iba a reaccionar yo esta
vez y qué era lo que iba a preguntarme sobre la camisa.
“¿Es un caballo, o un unicornio lo que
lleva en el bolsillo?”, me preguntó. Ahora podía percatarme del pequeño
destello burlón que brillaba al fondo de sus ojos. Le mostré la camisa. Movió
la cabeza incrédulo.
“Caramba. Es un unicornio. No la quiero”
dijo, posando su mirada en la lejanía, sin rastro alguno de complicidad en su
cara. Me reí un poco, esperando que dijese algo más, pero siguió callado. Gran
sorpresa. Le di la espalda para alejarme. “Me voy”.
“Mejor para ti”, dijo.
“Sé quién eres”, le dije, dándole a
entender que sabía que era un agente de las fuerzas invisibles.
“Mejor para ti”, dijo.
A los treinta metros, exactamente a los
treinta metros, me llamó: “¡Hey! Hombre de la camisa. ¡Vuelve, vuelve!”. ¿Qué
más quería preguntarme?
“¿Algodón o poliéster?”
“¿Suelta o entallada?”
“¿Cosido doble o sencillo?”
“¿Cómo es exactamente el cuello de esa
camisa?”
“Ese unicornio, ¿es pintado o lo han pegado
ahí?”
“¿Es de tela o de plástico?”
“Las mangas, ¿son
estrechas o acampanadas?”
“¿Tiene dos
botones en los puños, o tres?”
Una y otra vez, yo me iba y él me pedía que
volviera, haciéndome preguntas cada vez más oscuras hasta que me di cuenta de
que, estando él animado por el poder de las fuerzas invisibles, era capaz de continuar
así para siempre. Acabaría perdiendo yo, ya fuera en el momento de alejarme de
él o bien cuando me llamase para volver, al final estaba claro que sucumbiría a
la falta de sueño, o a la locura, o a una combinación de ambas cosas.
Me encontraba totalmente perdido en este
laberinto de teología demencial que me había construido yo mismo cuando, para
mi sorpresa, descubrí que en el lugar exacto en el que él me había llamado
todas las veces, había una papelera totalmente vacía. Exactamente ahí. Quizá no
había estado ahí todo el tiempo, o puede que yo estuviera tan pendiente de su
jueguecito que no me hubiera dado cuenta, pero ahí estaba ahora, y sin apenas
un momento de vacilación me di la vuelta y lo llamé, le hice señas con la mano,
levanté la caja en el aire y, de un modo tal que tanto el vagabundo como las
fuerzas invisibles pudieran verlo bien, la dejé caer en la papelera, me di la
vuelta y me fui.
Oí que me llamaba. “¡Hey! ¡Hombre de la
camisa! ¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡Tengo otra pregunta para ti!”
Su voz resonó en el parque hasta que estuve
demasiado lejos como para escucharla. No fue hasta que me dirigía a mi casa que
me di cuenta de que, en este juego, había terminado ganando yo, puesto que me
había librado de la maldita camisa. O quizá habíamos ganado los dos. Tan pronto
como llegué a mi habitación caí en un profundo y reparador sueño.
Cuando desperté había anochecido y por
segunda vez ese día alguien llamaba a mi puerta. Esta vez era la mujer de
Balzora, Elizabetha, una mujercita de rostro sonrosado y aspecto de querubín.
Cómo había terminado con ese desgraciado era un misterio para mí. En su mano
sostenía una bolsa de basura tan cargada que había tenido que apoyarla en el suelo.
Me sonrió con tristeza y luego movió la cabeza hacia la puerta de Smolynsky.
“¿Eras amigo de Smolynsky?”
Asentí.
“Sé que te gusta tocar música… te he oído tocar
la guitarra. Así que he pensado, pensé que tal vez, bueno, que te gustaría
tener esto. Balzora lo cogió antes de que llegara la policía”
Me entregó la bolsa.
“No se lo cuentes, ¿vale? Es un secreto”.
Se alejó con pasos menudos, lanzándome una
sonrisa pícara antes de desaparecer escaleras abajo.
Dentro de la bolsa de basura encontré
varios arcos de violín y otras partes sueltas de instrumentos musicales, una
pequeña mandolina y dos violines completos, uno de los cuales parecía haber
sido rescatado del fuego. Había visto a los expertos el día anterior dirigir su
linterna dentro del que encontraron, así que hice lo mismo que ellos. Dentro
del violín que parecía chamuscado había una inscripción que decía “fabricado a
mano en Cremona, 1763, Antonius Stradivarius”.
Como puedes imaginar no dormí demasiado esa
noche. Estuve la mayor parte del tiempo sentado allí mirando el violín.
Amaneció y tuve la presencia de ánimo suficiente para recordar que esa mañana
tenía una cita importante con la encargada de becas en la Universidad de Nueva
York, en la que había solicitado el ingreso y donde, para mi sorpresa, teniendo
en cuenta que yo era un taxista que había abandonado el instituto diez años
antes, había sido admitido. Ahora intentaba conseguir (léase arrancarles) una
beca, porque no podía pagar lo que me pedían por las clases. Por supuesto, a la
luz de los acontecimientos del día anterior, joder, ya no necesitaba su maldito
dinero. No obstante decidí ir, pensando que más tarde podría llevar el violín a
que lo examinaran y me dijeran lo rico que era.
Lo recuerdo con toda claridad. Estaba
sentado enfrente de la mesa de la funcionaria, la que se encargaba de gestionar
las becas, y ella trataba de explicarme por qué no podían darme ningún dinero. Hablaba
y hablaba, bla, bla, bla, yo me sentía cada vez más desalentado y cansado y
aburrido y, finalmente, desconecté y comencé a mirar por encima de su cabeza, a
la lejanía, como había hecho el mendigo del parque el día anterior. De repente,
sonrió con amabilidad y me dijo: “Oh, ¿eres fan suyo también?”
Como un autómata le respondí, “¿Qué?”, y
ella dijo, “¿Eres fan suyo también? Yo adoro su obra”.
Se giró en su silla y señaló un gran póster
que había en la pared. Era de unos tres pies de largo por cuatro de alto, y no
tuve la menor duda en reconocer al mendigo del parque al que había estado
intentando entregar la camisa más fea del mundo.
“¿Fan suyo? ¿Por qué? ¿Quién es?”
Ella se rió y me dio un golpecito en el
brazo. “Pero hombre, es el autor más grande del siglo veinte, Samuel Beckett”.
“¿Samuel Beckett? Venga, hombre. ¿Ese es
Samuel Beckett? Coño, estuve hablando con él ayer en el parque”, le conté.
Ella rió. “Vaya, eso tiene gracia”
“No, en serio, le digo que era él”
“Eso es imposible. Creo que está muerto”.
“¿Muerto? ¿Ha muerto?”, pregunté.
“Bueno, creo que sí. No sé. Sí, estoy
segura de que ha muerto”
Le conté la historia y nos reímos un rato.
Tiempo después, unas dos semanas más tarde, para mi sorpresa, recibí una
notificación comunicándome que se me había concedido la beca para la Universidad. Al
cabo de dos o tres meses leí en el New York Newsday que Samuel Beckett, que
había estado viviendo los últimos meses en Nueva York en el parque Tompkins,
había enfermado seriamente, siendo trasladado a París para un tratamiento de
urgencia. Murió poco después, y yo me pregunté si su muerte no habría tenido
algo que ver con el hecho de verse expuesto a la camisa de mi primo el colgado.
Si fue así, al menos tenemos el consuelo de saber que murió como había vivido,
de manera absurda.
De modo que, ¿qué era lo que las
fuerzas invisibles habían tratado de enseñarme con todo esto? O mejor aún, ¿qué
es lo que tratan de enseñarte a ti a través de mi historia? ¿Qué enseñanza
puede extraerse al conocer la maldición que me fue lanzada el día de mi
cumpleaños en la forma de una camisa fea, la cual misteriosamente se transformó
en la bendición del encuentro con una de las mentes más lúcidas del siglo
veinte? ¿Fue una suerte que mi primo el colgado me regalase la camisa? Así lo
parece. ¿Hubiese obtenido esa beca para la Universidad si mi
primo el colgado se hubiera olvidado de que era mi cumpleaños, o me hubiese
enviado otra cosa como por ejemplo una botella de colonia barata en vez de la
camisa? No hay forma de saberlo.
Las bendiciones vienen disfrazadas de
maldiciones, y las maldiciones de bendiciones. Una vez un amigo mío regresó a
casa y se encontró con que le habían construido un nuevo y flamante tejado.
Desconcertado, le preguntó a los albañiles, que en ese momento acababan de
terminar, y sólo entonces se dieron cuenta de que se habían equivocado de casa.
Mi amigo consiguió un tejado de 4,000 dólares gratis. ¿Era un tipo afortunado?
Una semana más tarde lo atropelló un camión y lo mató. Tenía 37 años. Sólo
podemos estar seguros de una cosa: mientras vives no puedes ser consciente de
lo que tienes. Sólo cuando lo pierdes estás seguro del valor de lo que tenías.
Pero ¿de qué nos sirve entonces?
Probablemente te estás preguntando acerca
del Stradivarius. Era, por supuesto, una imitación sin ningún valor.
Bendiciones y maldiciones, maldiciones y bendiciones. Una y otra vez, por
siempre jamás. Amén.
Superwhite!/ Wild-EyedTree. $10 - The Douglas Hyde Gallery, 2009.
In
conjunction with art exhibit. Includes autobiographical text, Superwhite
(Another True Story), and previously unreleased lyrics by Jim White. Also
included are images of the exhibition and photographs by Jim White. Recipient
of 2014 Pushcart Prize for short fiction story Superwhite, published in Radio
Silence.
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