EL MISTERIOSO RELATO DE CÓMO GRITÉ
¡JESÚS DE LOS OJOS CHUNGOS!
Una historia real, por JIM WHITE
Estaba en esa edad en la que todavía no puedes conducir pero
ya empiezas a meterte en líos. Sobre unos quince, quince y medio. Así de mayor
era yo cuando todo esto sucedió. Fue en la misma época que aquellas drogas
invadieron mi ciudad como un pánico negro. Yo me vi envuelto en ello y hasta
trafiqué un poquillo. Justo la semana antes de que aquel chaval que conocía
llamado Tatch hubiese muerto por sobredosis. Se estaba chutando ese speed en
polvo conocido como T Verde, que resultó ser polvo de ángel tratado con líquido
de radiador. Mortal. Entre mis amigos muertos, uno o dos habían perecido en el
ocasional accidente de tráfico adolescente, pero la mayoría había visto borrado
su nombre del libro de la vida por aquellas drogas.
Un par de días después de la sobredosis de Tatch tuve ese
enloquecedor dolor de la premonición merodeando por los pliegues de mi mente,
siseándome, diciéndome que iba a ser el próximo en la lista de espera del
cementerio. Esa maligna sensación se abrió paso hacia mi materia gris como un
gusano excavando un túnel, haciéndome sentir nervioso y confuso por un tiempo,
pero la sombra pasó y el dolor remitió hasta que mi mente recuperó su forma
anormal de costumbre. De todos modos, después de todo esto, algo sucedió una
noche. Estaba haciendo autostop, volviendo de casa de un camello en el este,
cuando un Plymouth Duster de color marrón se detuvo bruscamente en mi honor.
Supongo que debía haberme preguntado por qué alguien iba a detenerse tan
repentinamente, arriesgando su coche y su vida por un estúpido chaval que se
encontraba en la cuneta, pero era tarde y me sentí aliviado de que alguien
parara tan rápidamente.
El coche tenía placas de Alabama y era como su nombre
-polvoriento-, seguramente de transitar por carreteruchas próximas a aldeas
como Arab o Two Egg. Subí y le dije adónde me dirigía a aquel enorme y sucio
granjero que conducía; casi me desmayé cuando dijo que precisamente tenía unos
negocios que tratar en el mismo sitio. Era casi un milagro porque, viviendo mi
familia en el quinto pino, prácticamente a unas 18 millas de la ciudad,
normalmente tenía que chuparme tres o cuatro viajes, y entonces caminar una
milla más hasta casa. En el pasado, solían llevarme los marinos de camino a una
base naval que había cerca, pero ahora se encontraba cerrada, y llegar sin
problemas era cada vez más difícil. Aunque no tuviese aspecto de militar, le
pregunté a aquel paleto si se dirigía a la base. Me estudió por unos instantes,
bizqueando como si estuviese resolviendo algún problema matemático, y entonces
respondió que así era. Puso el coche en marcha, movió la cabeza de un lado a
otro, como orientándose, y me dijo que normalmente iba a la ciudad por otro
camino y que se encontraba despistado. Me pidió que le señalase la dirección
para salir de allí, así que le indiqué el camino de vuelta a la ciudad que
discurría paralelo a los viejos terrenos del ferrocarril de Frisco.
Empezamos a charlar y mi primera impresión fue que me había
recogido para tener a alguien con quien conversar, pero al poco rato ya quería
saber más de lo que la gente pregunta normalmente -tu nombre y a qué escuela
vas- interesándose por mi dirección y por la razón de que siendo tan tarde aún
estuviera por ahí. Quería saber si me había escapado de casa, y aunque no le
prestaba demasiada atención podía presentir algo oscuro y alarmante escondido
tras sus palabras. Era como cuando
presientes que se aproxima una tormenta antes de que puedas verla y tienes esa
inquietante sensación en tu interior. Y así fue como me sentí súbitamente...
como si mi premonición hubiese encontrado un vehículo en su voz y de pronto
estuviera lanzándose contra mí desde las tinieblas a una velocidad temeraria.
Intenté poner en orden mi cabeza mientras buscaba algún indicio que me
explicara de dónde podía salir aquella sensación. No tardó en darme de lleno.
Todas aquellas preguntas de quién era y adónde iba, las placas de otro estado,
la coincidencia de que se dirigiera hacia mi casa cuando nunca nadie pasaba por
allí: era un pasma... o más exactamente, uno de narcóticos con coche camuflado. Había oído que usaban
matrículas de Alabama para hacerte picar el anzuelo. Comprendí que toda su
cháchara estaba encaminada a tenderme una trampa.
Desmenucé el asunto mentalmente. Supuse que me había visto
saltar la valla posterior de la casa del camello y se preguntaba si yo iba
cargado, que lo iba: cinco papelas escondidas en mi ropa interior. Después
rodeó la manzana y salió casualmente a mi encuentro por la carretera principal.
Era una encerrona, y como puedes suponer no me hacia ninguna gracia caer en
ella con todo el caballo que llevaba encima. Naturalmente, a esas alturas no
había mucho que yo pudiese hacer, circulando a 35 millas por hora en el
calabozo rodante de aquel estupa. Fui lo bastante listo para disimular mis
conclusiones y continué dándole rollo mientras le dirigía hacia el oeste.
La conversación fue yéndose por aquí y por allá, y entonces
las cosas se pusieron feas cuando nos detuvimos en el último semáforo al final
de la silenciosa parte baja de la ciudad.
-"No parece que haya mucho que hacer en esta
ciudad" -dijo el pasma mientras escrutaba las sombrías fachadas.
-"Sí señor, esto es bastante muermo"
-"¡Aburrimiento! ¿Sabes lo que hago para librarme del
aburrimiento de la vida...?",
-dijo, mirándome por el rabillo del ojo.
-"No señor, no lo
sé".
-"Me coloco". Estaba pescando y me tendía el
anzuelo para ver si le ofrecía algo de mi mercancía.
- "¿Quieres colocarte, chaval?".
Era el momento de ponerme modosito. "No señor, no quiero
sabe nada de eso. No ya por mí, sino por mi madre, está enferma del corazón y
no necesita más problemas de los que tiene".
-"Bueno, no te importará si me fumo un porrete,
¿verdad?"
Lanzó un canuto al aire y lo atrapó en su boca.
-"No señor, es su coche, puede usted hacer lo que
quiera"
Lo encendió e intenté no mirar, pero ahí estaba el tío,
infringiendo la ley y tratando de enchironarme. Qué mundo tan contradictorio.
El semáforo se puso verde y él permaneció en silencio
mientras fumaba. Sólo Dios sabe lo que maquina un estupa cuando está urdiendo
sus trampas, pero colega, mientras ese tiempo transcurría yo me devanaba los
sesos pensando cómo salir de aquél lío. Ya le había dicho adónde me dirigía,
así que no podría salirle con el cuento de que me dejara bajar del coche porque
podría parecer sospechoso, como si me hubiese olido algo. Me pasó por la cabeza
tirar las papelas por la ventanilla cuando no mirara pero me resultaría muy
complicado llegar hasta ellas. Me vería hurgándome en los huevos y en menos que
dices bang yo sería otro invitado forzoso del estado en una granja
correccional. Diablos, incluso podrían llevarme a Camp Five. Había oído alguna
historia y no quería saber nada de ese sitio.
Finalmente decidí que todo lo que podía hacer era esperar
hasta que disminuyera la velocidad y estando él desprevenido saltar del coche y
correr como alma que lleva el diablo. El problema es que si no cogíamos otro
semáforo en rojo aquella solitaria carretera era como una flecha disparada
hacia las afueras de la ciudad, dirección a los bosques y luego a la parte
posterior de la base naval. En los mapas era conocida como Nine Mile Road,
pero, puesto que era el lugar perfecto para organizar carreras los fines de
semana, todo el mundo la llamaba Speedway.
Una vez llegamos a ella supe que no había modo de volver
atrás, de manera que necesitaba un plan de escape rápido. Ya puedes imaginarte
cómo me estaba funcionando el cerebro, ya que muy pronto la mierda me llegaría
hasta el cuello, pero en cuestión de un parpadeo el cariz de la situación
cambió de golpe.
-"¿Sabes lo que me coloca de verdad, chaval?"
-Dejó la pregunta
suspendida en el aire
- "El sexo".
Se estaba estirando un pelo de su antebrazo mientras conducía
el Duster con una mano.
- "A mí me encanta un poco de sexo de vez en cuando, ¿y
a tI? ¿te gusta el sexo, chaval?".
El modo en que me observaba y hablaba lo dijo todo. Esa
especie de mirada somnolienta y maligna, como si conociese algún secreto mío
que yo ni siquiera sospechaba. Me dí cuenta de que no sólo no era un estupa, no
sólo era un marica, sino que además era un marica de la peor especie, de
aquellos que te hacen daño si no les das lo que quieres. Se me erizó el vello.
Fue como uno de esos trucos en los que un mago arranca un mantel de una mesa
sin mover ni un solo plato. De pronto descubría que todo lo que había estado
pensando de aquel tipo era equivocado, pero curiosamente las malas vibraciones
que mis suposiciones habían despertado en principio permanecían perfectamente
intactas.
-"Sólo tengo trece años, señor", le dije, mintiendo
acerca de mi edad, esperando que me considerara demasiado joven para serle
útil. "No sé nada de sexo".
Esto último era cierto. Yo era uno de esos chavales
introvertidos y tímidos al que las chicas rehúyen como el olor a muerte. Me
drogaba para olvidar que era de esos.
-"¿Trece? estás muy crecido para tu edad. ¿Estás seguro
de que no sabes nada de sexo?"
El semáforo al que nos aproximábamos estaba cambiando de
amarillo a rojo y yo me puse alerta, preparándome para cuando se presentara la
ocasión, pero empezamos a aminorar la velocidad, como si súbitamente él me
hubiese leído el pensamiento y supiera lo que pensaba hacer. Entonces pisó el
acelerador y pasó zumbando el semáforo, riéndose a carcajadas.
"Rojo. Boo-hoo-hoo. Tengo cosas mejores que hacer... que
esperar a que te pongas verde", dijo canturreando mientras le daba una
profunda calada al porro.
"¿Seguro que no quieres un poco?. Agitó el peta ante mi
cara.
En aquel momento ya no era sólo la premonición lo que me
oprimía, cada molécula de mi cuerpo me estaba gritando que saliese disparado de
aquel coche. Dado que no era un poli, pensé que no importaba demasiado si
actuaba sospechosamente o no, así que le dije que no quería fumar y entonces le
mencioné que había olvidado algo en casa de un amigo y que debía volver.
Hubo una larga pausa. No me miró ni dijo una palabra, y,
desde luego, no parecía dispuesto a detenerse. En lugar de eso pegó una calada
final, lanzó la chicharra por la ventanilla y conectó la radio, buscando por el
dial hasta que dio con una canción de su agrado.
Cuando insistí en que parara
se volvió hacia mí con una mueca burlona y exhaló una nube de humo en mi cara.
Volvió a posar la vista en la carretera y empezó a silbar la canción. Aquel
tipo era como un manantial de negrura, podía sentir como emanaba su espíritu y
crecía a mi alrededor igual que la carne envuelve al hueso.
Naturalmente yo conocía aquel dicho de más valen cigarrillos
en la cárcel que flores en el cementerio, así que eché un vistazo al
salpicadero para ver si había algo con lo que poder atizarle, pero no encontré
nada, al menos nada que pudiese hacerle bastante daño para detener el coche.
Además, debía pesar al menos 19 libras más que yo y su aspecto era tan malvado
como el mismo infierno. Yo me había peleado con mi padre hacía un mes y me
había meado vivo, y este palurdo abultaba el doble que mi viejo.
Le pedí a Cristo que parara de silbar porque estaba empezando
a carcomerme un agujero en el cerebro, pero cuando lo hizo las cosas se
pusieron aún peor.
-"¿Sabes? Tengo algunos libros en el maletero. Te lo
enseñan todo del sexo. Podemos darles un vistazo... juntos. En el bosque o
algún sitio así".
Libros en el maletero. La Speedway se extendía ante nosotros.
A los lados, dejábamos atrás estrechos arcenes bordeados por infinitas hileras
de siluetas de pinos. No se veía nada más, ni luces, ni casas, ni otros coches.
Nada.
Para empeorar las cosas, la premonición empezaba a cobrar
forma. Primero iría a ver esos libros del maletero, donde probablemente también
guardaba un rollo de soga y una pala. Después me violaría de maneras inimaginables
y luego me mataría. Seguramente cargaría con mi cuerpo por alguna senda que se
internara en el bosque, donde por fin ese granjero me plantaría en la tierra
como una semilla de su enferma maldad y, palada a palada, las estrellas y el
cielo y todo lo demás, salvo la oscuridad de la fosa, desaparecerían de mi
vista hasta que todo lo que quedase de mí fuera una nueva y fina capa de polvo
en el Duster color mierda de ese sucio granjero de vuelta a Alabama, silbando
al ritmo de la maldita radio.
Estábamos ganando velocidad y las luces de la última
gasolinera se hacían cada vez más pequeñas a nuestra espalda. No tardaría mucho
en llevar a cabo su plan: esperar a estar lo bastante alejado de la ciudad y
entonces desviarse por algún cortafuego en medio de ninguna parte. Allí donde
ese crío de trece años no tenga donde escapar, salvo bosques tenebrosos.
Una vez más, le pregunté educadamente si podía dejarme salir
del coche.
-"No estés tan asustado, chaval. El sexo es divertido.
Te gustará. Para un bulete de mierda como el tuyo será toda una experiencia que
le dé un viejo bastardo como yo... ya lo verás".
Deslizó su brazo por encima de mis hombros y me estrechó
contra él mientras se carcajeaba. Íbamos a unas setenta millas por hora, pero
mis pensamientos se movían a mayor velocidad, intentando encontrar la manera de
escabullirme de aquel coche. En las películas parece muy fácil pero en realidad
no lo es. A pesar de ello, no tenía otra alternativa, así que llevé mi mano a
la manilla de la puerta y quité el seguro. Tenía que hacerlo de un solo
movimiento: abrir la puerta, saltar a la calzada, ponerme en pie y salir
corriendo. Cerré mis ojos por un momento, intenté darme ánimos, tomé aire y
jalé de la manilla con toda la fuerza de que fui capaz, pero no pasó nada. Tiré
de nuevo, pero la manilla sólo se balanceó de arriba a abajo, sin vida.
-"Esa manilla está rota, chaval". Se burló de mí.
-"Vas a tener que mover tu culito por encima mío si quieres salir".
Empezó a reír con más fuerza y creo que el diáfano terror de
la situación me indujo a uno de esos trances que tengo donde "veo a través
de las cosas". Cuando eso sucede,
es como si el tiempo se detuviera y me encontrase viendo una película en mi
mente. El lugar a través del que ahora veía debía ser de hace unos treinta
años, a juzgar por las ropas y peinados de las personas, y lo que vi fue
aquella pareja de ancianos misioneros recién llegados de África predicando en
una tienda de campaña.
Estaban excitados y preocupados, contándole a la congregación la historia de un milagro que habían presenciado con sus propios ojos cuando se dirigían al encuentro de sus sustitutos, otros "embajadores de Jesús", en alguna misión rural en el interior de la jungla. Descendieron por la ladera de la colina y vieron una columna de humo negro elevándose sobre donde se encontraba la iglesia.
Observaron por los binoculares y divisaron un
grupo de mercenarios que habían estado aterrorizando a la región durante meses,
asesinando a todo ser viviente que se cruzaba en su camino. Le habían pegado
fuego a las construcciones y estaban a punto de despedazar a los misioneros con
sus machetes.
Viendo que no había tiempo de buscar ayuda o siquiera de
intervenir ellos mismos, la pareja de misioneros comenzó a llorar y gimotear,
pataleando sobre el polvo, hasta que en su desesperación aquella declaración de
impotencia generalmente conocida por plegaria empezó a brotar de sus labios. Al
poco, la intensidad de sus imprecaciones se hizo tan ferviente y desesperada
que lo único que parecían capaces de pronunciar era el nombre de Jesús.
"Jesús, Jesús, Jesús". Eso era todo lo que podían gemir.
Fue un brillante haz de luz blanca apareciendo por encima de
la misión en llamas lo que los sacó de su trance. No era ninguna ilusión
óptica. Ni una explosión fosforescente, ni una nube, ni humo tampoco, sino algo
más. Fuese lo que fuese, era tan aterrador que a los mercenarios les entró
pánico y huyeron, dejando atrás a los nuevos misioneros, vivitos y coleando.
Los misioneros mayores recordaron cómo aquel chispazo
permaneció suspendido momentáneamente sobre ellos y añadieron a la narración
brillantes alas blancas, togas plateadas y el halo de un poderoso ángel.
La congregación estaba muy impresionada con la historia del
milagro y secundaba a la pareja de misioneros con una lluvia de amenes y loas
al Señor. Entonces, mientras empezaban a hablar en lenguas y a suspirar el
nombre de Jesús tal como hicieran aquel día en África, la esposa retiró la tela
de terciopelo negro que cubría un gran caballete que había a un lado del
escenario, poniendo al descubierto un cuadro de cinco pies de altura del rostro
de Jesús que ella misma había pintado cuando se encontraba en trance. Le había
puesto unos bonitos ojos azules, y cuando la congregación comenzó a corear el
nombre de Jesús, todo en lo que yo podía pensar era cómo se le había ocurrido pintarle
unos ojos tan inadecuados. Era el Jesús con los ojos menos acertados que había
visto nunca. Me pregunté cómo podían estar tan ciegos para no darse cuenta de
lo ridículos que resultaban aquellos ojos, así que me sumé a sus alabanzas,
sólo que añadiendo "de los ojos chungos" a continuación de
"Jesús"
El sucio granjero había posado su mano sobre mi muslo, pero
cuando empecé a gritar "Jesús de los ojos chungos" en medio de mi
ofuscación, bien, supongo que le asusté porque retiró la mano rápidamente. En ese
instante desperté de mi visión y le vi mirarme con expresión atónita, y aunque
lo intenté, no pude dejar de vociferar "¡Jesús de los ojos chungos!".
""Deja de gritar, chico", me ordenó, y a pesar
de que yo lo intentaba porque sabía que no era conveniente disgustar a un loco,
especialmente a la velocidad que iba el coche, no podía evitarlo. Era como si
estuviese poseído. Seguí agitándome en mi asiento chillando una y otra vez
"¡Jesús de los ojos chungos!" como un gato en celo.
Seguidamente el rostro del granjero palideció y empezó a
contraerse de ira contenida. Entonces empezó a maldecirse a sí mismo y a dar
puñetazos sobre el volante, diciéndome que me callara, presa de la histeria.
Pero yo no podía hacer nada para silenciar mi boca.
"Muy bien, ¡ya es suficiente!". Frenó en seco y las
ruedas crujieron sobre la cuneta. Estaba tan oscuro con aquella muralla de
pinos cerniéndose sobre nosotros y los grillos cantaban tan frenéticamente que
deseé desaparecer de allí, pero en aquellos momentos todo lo que podía hacer
era mecerme y gritar "¡Jesús de los ojos chungos!".
Sentí su terrible mirada caer de lleno sobre mí y aquello me
ayudó a recuperar el aliento. Tragué una bocanada de aire al sentir un enorme
dolor devastando las cavernas más profundas de mi corazón.
Vi de refilón cómo buscaba bajo su asiento y extraía el
amenazador destornillador que de algún modo yo sabía que escondía. La mano con que lo empuñaba se sacudía
violentamente y rogué sin éxito para que le diera un infarto o un derrame. En
lugar de eso, con el brazo libre me golpeó en el pecho, aplastándome contra el
asiento.
A medida que el destornillador se aproximaba hacia mí sentí
una inmensa ola de calor corporal procedente del granjero, avisando de que
pronto explotaría. Pensé que me había llegado el fin, pero así y todo no pude
dejar de gritar.
Algo sucedió entonces, como un sonido siseante que quizás
surgió de él, soy incapaz de precisarlo, pero lo que pasó fue que en lugar de
clavármelo, introdujo la punta del destornillador por una ranura que había bajo
la manilla de la puerta y luego la abrió, chillándome que saliera.
Déjame decir que no hizo falta que me invitara a ello dos
veces; salté a tierra y empecé a correr. Recuerdo que me gritó: "¡Iros con
viento fresco tú y tu Jesús de los ojos chungos!", mientras sonaba un
portazo. Las ruedas volvieron a crujir sobre el arcén, pisaron el asfalto y
chirriaron mientras el Duster se alejaba.
Vi como sus luces posteriores desaparecían por la autopista y
permanecí inmóvil como una piedra, hasta que mi jadeo me sacó de aquel
ausentismo mental que me había engullido. Miré hacia abajo y vi que tenía la
camiseta empapada en sudor. Todo mi cuerpo temblaba como un aterrado y
neurótico chihuahua.
Pude notar cómo la voz familiar de la premonición se retiraba
hacia las tinieblas, riéndose como aquel que te acaba de gastar una broma
pesada, y me enfureció que algo tan odioso y cruel como aquello pudiese
encontrar refugio en mi pensamiento.
Cuando tuve claro que el granjero se había ido empecé a andar
por la carretera en dirección contraria, pensando en aquel extraño
encantamiento que había surgido de mi boca. Las palabras seguían viniendo a mí
y cada vez que lo hacían las sentía como si fueran robadas, como si no me
perteneciesen.
Caminé una milla a través de bosques oscuros sumidos en el
silencio, reviviendo el corrosivo calor emanado del sucio granjero cuando se
inclinó sobre mí. Era tan extraño pensar que había sido salvado de un horrible
fin por una reacción negativa a un mal cuadro fruto de una alucinación.
Miríadas de pensamientos se enroscaron por mi cabeza como un
tornado mental de modo que no me percaté de que se aproximaba un coche.
Temiendo que pudiese ser aquel Duster, que hubiese cambiado
de idea y volviera a por mí, me escabullí entre unas frondosas zarzas que había
más allá del arcén, pero cuando el coche pasó vi que era un viejo Ford
conducido por una señora vestida de enfermera, probablemente en dirección al
hospital. Me incorporé, sacudí la ropa y me puse a caminar, llamándome idiota,
pensando que si hubiese tenido algo de cerebro ahora estaría viajando en coche
hacia casa en lugar de tener que caminar durante dos horas.
Veinte minutos después oí el motor de otro coche. Al
principio pensé en ir sobre seguro y esconderme otra vez, pero luego decidí
arriesgarme. Hice dedo y afortunadamente uno de esos Dodges antiguos de
transmisión sin caja se detuvo a escasos metros de mí.
Al acercarme, comprobé con alivio que se trataba de un carro
hippie, tenía símbolos de paz pintados y diseños psicodélicos en los paneles
laterales. Me asomé por la ventana y eché un vistazo al conductor. No era mucho
mayor que yo. Tenía una melena alborotada y salvaje, y su expresión era
amistosa.
Le dije adónde me dirigía y me invitó a subir. Abrí la puerta
por reflejo pero me detuve, paralizado por un mecanismo interior de defensa. No
tardé ni un segundo en comprender por qué, su historia era idéntica a la del
jodido granjero. Supongo que me quedé clavado allí más de la cuenta, ya que
recuerdo que el hippie tuvo que preguntarme un par de veces si me encontraba
bien antes de que reaccionara.
Eché un vistazo y vi dos carteles recién pintados reposando
en el asiento trasero que anunciaban visitas turísticas a un pantano. El hippie
debió verme confuso, porque me explicó que pintaba carteles por encargo, y pudo
ver en su rostro que no me deseaba ningún mal.
Metió una marcha y rodamos durante un tiempo sin apenas decir
palabra. Por un rato intenté ser amable, pero estaba tan sobrecargado de la
energía que desprende el instinto de supervivencia que acabé hablándole del
granjero y de su intento de secuestrarme. Aquello capturó la atención del
hippie y cuando me pidió detalles le dije que me había defendido con las
palabras "Jesús de los ojos chungos".
Intenté restarle importancia, pero no funcionó. En lugar de
eso las palabras "¡Jesús de los ojos chungos!" quedaron suspendidas
entre nosotros como una voluta de humo y comprendí que las veía del mismo modo
que yo.
Me preguntó cómo me habían salvado esas palabras y le conté
toda la historia: cómo "vi a través" del sermón de los misioneros a
propósito del milagro, el cuadro de Jesús, como añadí "de los ojos
chungos" a los cánticos de la congregación y cómo aquello salvó mi vida.
A medida que avanzaba mi historia, su expresión se iba
haciendo más ausente. Simultáneamente el coche empezó a disminuir de velocidad.
Era casi como si el poder de la historia y el acelerador del coche estuviesen
interconectados entre sí, de modo que cuando le llegó el turno a lo del
destornillador el Dodge se detuvo completamente en medio de la carretera.
Nos deslizamos hasta el arcén y puso punto muerto, luego se
inclinó sobre el volante y vi por qué nos habíamos parado. Estaba llorando.
Unas lágrimas terribles y desesperadas.
Con esa voz solitaria y distante que parecía que hablara para
sí misma me contó cómo horas antes su padre se había pasado por el taller en el
que trabajaba y le había visto fumarse un porro en la parte de atrás. Le dio un
telele y le amenazó con denunciarlo a la pasma. El hippie le dijo que se muriera
y su padre se había largado echando chispas. Poco después el hombre se
presentaba en el hospital quejándose de unos agudos dolores en el pecho y moría
en brazos de una enfermera. El doctor dijo que había sido un infarto.
El hippie se sentía culpable, casi un asesino. Ahora iba
camino del hospital para hacerse cargo de la carne y los huesos que habían
dejado de ser la morada del espíritu de su padre. Sabía que no podría oírle
despedirse de él y lamentaba aquellas palabras que le había dicho movido por la
excitación del momento. Estaba desconsolado.
Me dijo que unas millas atrás había sido asaltado por una ola
de arrepentimiento y que había detenido el coche en medio de la desierta
carretera, seguramente en el mismo lugar que el sucio granjero me había dejado libre,
y por primera vez en años había rezado, preguntándole a Jesús por qué tenían
que suceder esas cosas.
Entonces, casi como si alguien le estuviera hablando en voz
alta, escuchó una voz dulce y consoladora diciéndole que todas las cosas tenían
un propósito, y que pronto entendería el plan de Jesús.
Unas millas después ese "pronto" se presentó con mi
forma, un asustado chaval perdido en una carretera solitaria. Allí estaban las
difusas luces de la revelación y la redención cobrando forma en sus ojos a medida
que comprendía por qué su padre había muerto y por qué al sucio granjero se le
había permitido intentar secuestrarme. Era porque Jesús nos amaba a ambos. Por
eso había dejado que aquellos oscuros eventos transpiraran como un urgente
mensaje dirigido a nosotros para que en ese mismo instante le entregáramos a Él
nuestros corazones.
Me preguntó si quería rezar con él.
¿Te has visto alguna vez siendo engullido por algún poderoso
e invisible río cuya forma está más allá de tu comprensión? si es así, ¿viste
que no tenía sentido luchar contra aquello? Incliné mi cabeza con aquel hippie
que pensaba haber asesinado a su padre, y allí mismo en medio de la carretera
abrimos nuestros corazones a Jesús y empezamos a bailar aquella jiga
calcificada de arrepentimiento para una audiencia de santos y ángeles allá
arriba en el cielo.
Puesto que ninguno de los dos estaba muy ducho en los
mecanismos de la conducta religiosa, al cabo de poco rato nos detuvimos,
contemplando en torpe e impotente silencio como nos abandonaba aquella delicada
atmósfera, desapareciendo sin rastro como una tormenta veraniega deja atrás un
barco en la inmensidad del océano.
Una vez se aclaró el aire, el hippie puso en marcha el coche
y nos movimos. Por lo que puedo recordar, apenas pronunciamos palabra durante
el resto del viaje mientras le mostraba por dónde llegar a mi casa.
Me dejó en la puerta y le di las gracias. Cogió mi mano y me
recordó que Jesús tenía un plan para nosotros que sobrepasaba las aflicciones
de este mundo. Me rogó que rezara por él y fue al encuentro de los pesados
deberes que le aguardaban en el hospital.
Las luces de mi casa estaban apagadas, aunque podía oír
canturrear a mi madre en la oscuridad. Me retiré a mi cuarto y reposé en la
cama durante un rato pensando en las peculiares economías del mundo espiritual,
en cómo Jesús me había enviado a un hombre malvado para aterrorizarme de tal
forma que pudiese comprender la naturaleza del amor divino.
Pero si Jesús podía controlar las acciones del malvado, ¿por
qué no salvaba también su alma? Todo eso bullía en mi cabeza. Finalmente, el
dulce sonido de la voz de mi madre me transportó hasta el refugio de los
sueños. Fue allí donde volví a encontrarme en la carpa bajo la que los
misioneros predicaban, mirando el retrato del Jesús de los ojos chungos. Era
momento de testificar, así que me levanté y le conté a la congregación que la
misionera se había equivocado por completo con los ojos. Esperaba que me
condenaran por ello, llamándome hereje y expulsándome como demonios de un rebaño
de puercos, pero sorprendentemente todo el mundo estuvo de acuerdo conmigo.
Los misioneros agradecieron mi testimonio y me ofrecieron la
oportunidad de subir al estrado a reparar aquellos ojos. Caminé por el pasillo
con un pincel en mi mano, pero cuando empecé a pintar yo y la pintura nos vimos
volando por los cielos a una increíble velocidad. La tierra se volvió una
insignificante mota al empezar yo a trabajar en aquellos ojos, pero cada vez
que conseguía tenerlos casi listos el Jesús del retrato me guiñaba un ojo y
deshacía todo mi laborioso trabajo, de tal modo que me pasé aquella noche de
sueños propulsado a distantes confines espaciales, fracasando una y otra vez en
mi intento de otorgar a aquellos ojos una expresión singular y sincera, una
expresión que aparentemente no parecía muy del agrado de Jesús.
El sueño me acompañaba todavía cuando me desperté a la mañana
siguiente, así que cogí un lápiz y algo de papel y llevé a cabo mi primer
intento de dibujar un Jesús correctamente. Empecé por los ojos y por supuesto
me salieron mal de inmediato, de modo que los borré y volví a dibujar mal una y
otra vez. Me puse a dibujar el resto del retrato y las cosas fueron mejor, las
manos y las ropas y todo lo demás, pero en los días siguientes, cada vez que volvía
a los ojos me salían mal y debía borrarlos. Finalmente, con ese incesante
proceso de dibujado y borrado, arruiné el retrato erosionando dos maltrechos
agujeros en el papel, allí donde debían estar los ojos. En ese momento dejé
caer mi lápiz derrotado.
De vez en cuando intento volver a dibujar a Jesús, pero sin
resultados. Incluso retratos de los llamados artistas famosos me parecen estar
completamente equivocados en los ojos, y empiezo a preguntarme qué clase de
denuedo humano podría representar con exactitud esos objetos en la cabeza de
Jesús que contemplan el mundo en tácito silencio mientras unos son salvados y
despachados al cielo y otros son arrastrados a los supuestamente infernales
fuegos del averno eterno.
No hace mucho volví a toparme con el dibujo original, que
reposaba olvidado en una caja de chucherías etiquetada como "recuerdos
religiosos", y quizás porque no esperaba encontrármelo allí y así era
vulnerable al mundo más allá del mundo, por un instante, de algún modo,
aquellos ojos agujereados en el papel me parecieron absolutamente perfectos.
Sentí una extraña sensación de terror y me volví, diciéndome que no era verdad,
ya que sólo hay un Jesús, y debo defender el pequeño consuelo que obtengo
sabiendo que sus ojos no serán nunca los adecuados.
¡Larga vida al Jesús de los ojos chungos!
Sabes lo que quiero decir con esto, ¿verdad?
FIN
GO TO:
FILMS
In conjunction with art exhibit. Includes autobiographical text, Superwhite (Another True Story), and previously unreleased lyrics by Jim White. Also included are images of the exhibition and photographs by Jim White. Recipient of 2014 Pushcart Prize for short fiction story Superwhite, published in Radio Silence.
DISCOGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA
ALBUMS
FILMS
2 comentarios:
Maravilloso 😍
Thanx, Archange! Un beso
Publicar un comentario