LA BUSCA

“El Carnicerín se mostraba generoso y tenía delicados obsequios para los padres de su novia.

Un día de verano convidó a toda la familia y a Manuel a una corrida de toros. La Justa se puso muy elegante y bonita para ir con su novio. El señor Custodio llevaba las prendas de toda gala: el sombrero hongo nuevo; nuevo, aunque tenía más de treinta años; su chaqueta de pana, forrada, excelente para las regiones boreales, y un bastón con puño de cuerno comprado en el Rastro; la mujer del trapero llevaba un traje antiguo y pañuelo alfombrado, y Manuel estaba ridículo con su sombrero, sacado del almacén, que le salía un palmo por delante de los ojos; traje de invierno, que le sofocaba, y botas estrechas.

Detrás de la Justa y del Carnicerín, el señor Custodio, su mujer y Manuel llamaban la atención de la gente, que se reía al verlos.

La Justa se volvía a mirarlos y sonreía. Manuel iba furioso, sofocado; el sombrero le apretaba en la frente y le dolían los pies.

Salieron a la calle de Toledo y llegaron en el tranvía a la Puerta del Sol; allí subieron a un ómnibus, que los llevó a la Plaza de Toros.

Entraron, y, dirigidos por el Carnicerín, se colocaron cada uno en su sitio. Había empezado la corrida; la plaza estaba llena. Se veían todas las gradas y tendidos ocupados por una masa negra de gente.

Manuel miró al redondel; iban a matar al toro cerca de la barrera, a muy poca distancia de donde ellos estaban. El pobre animal, ya medio muerto, andaba despacio, seguido de tres o cuatro toreros y del matador, que, encorvado hacia adelante, con la muleta en una mano y la espada en la otra, marchaba tras de él. Tenía el matador un miedo horrible; se ponía enfrente del toro, tanteaba dónde le había de pinchar, y al menor movimiento de la bestia se preparaba para correr. Luego, si el toro se quedaba quieto, le daba un pinchazo; después, otro pinchazo, y el animal bajaba la cabeza y, con la lengua fuera, chorreando sangre, miraba con ojos tristes de moribundo. Tras de mucho bregar, el matador le clavó la espada más, y lo mató.

Aplaudió la gente y comenzó a tocar la música. El lance le pareció bastante desagradable a Manuel; pero esperó con ansiedad. Salieron las mulillas y arrastraron al toro muerto.

Al poco rato cesó la música y salió otro toro. Los picadores se quedaron cerca de las vallas, los toreros se aventuraban un poco, daban un capotazo y echaban a correr en seguida.

No era aquello, ni mucho menos, lo que Manuel se figuraba; lo visto por él en los cromos de La Lidia. Él creía que los toreros, a fuerza de arte, andarían jugando con el toro, y no había nada de aquello; encomendaban su salvación a las piernas, como todo el mundo.

Después de los capotazos de los toreros, dos monosabios comenzaron a golpear con unas varas al caballo de un picador, hasta hacerle avanzar al medio. Manuel vio al caballo de cerca: era blanco, grande, huesudo, con aspecto tristísimo. Los monosabios acercaron el caballo al toro. Éste, de pronto, se acercó; el picador le aplicó la punta de su lanza, el toro embistió y levantó al caballo en el aire. Cayó el jinete al suelo, y lo cogieron en seguida; el caballo trató de levantarse, con todos los intestinos sangrientos fuera, pisó sus entrañas con los cascos y, agitando las piernas, cayó convulsivamente al suelo.

Manuel se levantó pálido.

Un monosabio se acercó al caballo, que seguía estremeciéndose; el animal levantó la cabeza como para pedir auxilio; entonces el hombre le dio un cachetazo y lo dejó muerto.

-Yo me voy. Esto es una porquería -dijo Manuel al señor Custodio; pero no era fácil salir de allí en aquel momento.

-Al muchacho -dijo el trapero a su mujer- no le gusta.

La Justa, que se enteró, se echó a reír.

Manuel esperó la muerte del toro mirando al suelo; volvieron a salir las mulillas, y al arrastrar el caballo quedaron todos los intestinos en el suelo, y un monosabio los llevó con el rastrillo.

-Mira, mira el mondongo -dijo, riendo, la justa.

Manuel, sin decir nada ni hacer caso de observaciones, salió del tendido. Bajó a unas galerías grandes, llenas de urinarios que olían mal, y anduvo buscando la puerta, sin encontrarla.

Sentía rabia contra todo el mundo; contra los demás y contra él. Le pareció el espectáculo una asquerosidad repugnante y cobarde.

Él suponía que los toros era una cosa completamente distinta a lo que acababa de ver; pensaba que se advertiría siempre el dominio del hombre sobre la fiera, que las estocadas serían como rayos y que en todos los momentos de la lidia habría algo interesante y sugestivo; y, en vez del espectáculo que él soñaba, en vez de la apoteosis sangrienta del valor y de la fuerza, veía una cosa mezquina y sucia, de cobardía y de intestinos; una fiesta en donde no se notaba más que el miedo del torero y la crueldad cobarde del público recreándose en sentir la pulsación de aquel miedo”.

La Busca. Pío Baroja (1904)

2 comentarios:

Sap dijo...

La irrupción de Baroja entre el material habitual de este blog es de tal contraste que multiplica la fuerza del mensaje, ¡esta técnica no se le hubiera ocurrido ni a Goebbles! :-))) Enhorabuena al Signor Formica por la parte que le toca.
(A propósito, muy buena la novela del Pío)

elian dijo...

Wow, un verdadero sentimiento de desprecio que genera al leer esto.

Nunca lo he entendido en realidad, corridas de toros... un probable sincretismo de lo injustamente llamado supervivencia del más fuerte/ lucha por instinto Vs una naturaleza corrompida y desubicada... Ehm... en realidad creo que el hombre no sabe cómo encontrar de nuevo su dignidad, no entiende que él la adquiere por ser hombre, no por enfrentarse frente a un aminal frente al cual simula ser superior.

Un blog estimulante, que siga!!!

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